El Padre y los Hijos (CUC4)

Generalmente pensamos que es difícil aprender a amar. Reconocer la dignidad única del otro. Descubrir que si es verdad que necesitamos del otro, también el otro nos necesita. Aprender a entregarnos totalmente. En libertad y gratuidad. Con generosidad y definitividad.

Pero también es difícil aprender a ser amado y dejarse amar. Siempre queda en nosotros un último reducto de altanería. Pensamos que al entregarnos nos perdemos. En el fondo no confiamos totalmente en la bondad del otro. No esperamos que los brazos del otro se nos abran gratuitamente.

Según el libro bíblico de Josué, Dios mismo tiene que recordar a su pueblo que lo ha liberado sin condiciones de la esclavitud. El texto describe a grandes rasgos el final del peregrinaje de Israel por el desierto. Al acercarse a la tierra que Dios les había prometido pudieron disfrutar de los frutos esperados.

El pueblo que había vivido como esclavo puede al fin empezar a vivir como un hijo. Su Padre lo ha guiado por el camino, lo ha alimentado en el desierto y le ha preparado los frutos con los que ha de celebrar su libertad.
DOS HIJOS Y UNO MÁS

Según la parábola evangélica, hay dos hijos que parecen incapaces de reconocer y aceptar el amor de su padre. El hijo pequeño se siente oprimido en el hogar y decide ir a gozar de una libertad que no encuentra. Lejos de su padre, se ve obligado a servir a un amo que lo emplea como a un esclavo.

Es verdad que un día decide regresar a la casa paterna. Pero desea integrarse en ella como un empleado más. Quiere trabajar por un salario. Desea que sea reconocido el valor de su dedicación. Esa es la última demostración de su error. El Padre no está dispuesto a recobrarlo como un empleado, sino como un hijo.

El hijo mayor permanece en el hogar, pero no ha descubierto la libertad que le proporciona el amor de su padre. Al regresar el hermano perdido, no sólo proyecta sobre él la suciedad de su propio corazón, sino que juzga y critica la misericordia con que el padre lo recibe.

En la misa de los niños dije una vez que en la parábola falta un tercer hijo. Un hijo que no abandone el hogar. Un hijo que, al regreso de su hermano se adelante a organizar un recibimiento festivo. Un niño de la parroquia levantó la voz para decir que ese tercer hijo existe ya. Es el que cuenta la parábola. Jesús.
LA ALEGRÍA DEL HALLAZGO

Es interesante descubrir que a las palabras del hijo menor, el padre no responde con un discurso, sino con los gestos de la fiesta y la alegría. El hijo mayor sí que necesita una interpelación.

• “Hijo, tú siempre estás conmigo y todo lo mío es tuyo”. Esa palabra se dirige hoy a todos nosotros. Aun cuando no seamos conscientes de estar con Dios, nuestro Padre está siempre con nosotros.

• “Deberías alegrarte porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido”. Esa invitación a la alegría, pronunciada en medio de la cuaresma, da el tono de nuestra fe. Y de esa fraternidad que nos une.

• “Estaba perdido y lo hemos encontrado”. Esa alusión a la pérdida y al hallazgo nos recuerda a todo hombre que, como Adán, se pierde en elecciones equivocadas. Pero subraya que la pérdida del hombre no es irreparable.

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