“El Señor Dios me abrió el oído; yo no me resistí, ni
me eché atrás. Ofrecí la epalda a los que me apaleaban, la mejilla a los que
mesaban mi barba. No oculté el rostro a insultos y salivazos” . Estas palabras
se encuentran en el tercer canto del Siervo de Dios (Is 50,5-6).
Son unos versos escandalosos. No reflejan solamente la
crueldad de los que se han ensañado con un hombre inocente. Reflejan también y
sobre todo, la paciencia con la que éste ha aceptado los golpes y los ultrajes.
El Siervo de Dios, cantado por el poeta puede
representar a todo su pueblo, mil veces humillado. Pero la tradición vio en él
la anticipación del Mesías, que había de salvar a su pueblo no gracias a la
fuerza, sino mediante el sufrimiento.
En este mundo tan agresivo muchas personas desprecian
a quien se opone a la violencia. Solo se sublevan si la persona injuriada y
apaleada es una mujer. En este caso, la opinión pública se escandaliza ante una
muestra de aguante que se convierte en complicidad.
PREGUNTAS
Y RESPUESTA
El
evangelio de este domingo nos reenvía a los caminos. Es precisamente mientras
vamos de camino cuando Jesús nos dirige las dos preguntas fundamentales para el
discípulo.
•
“¿Quién dice la gente que soy yo?” No sabremos responder a esta pregunta si
vivimos encerrados en nuestra campana de cristal, sin escuchar a los demás.
Puede ser que nuestros vecinos de hoy no sepan nada de Jesús. Pero hay que
reconocer que muchos de nosotros no nos paramos a escucharles para saber qué
imagen tienen del Maestro.
•
“Y vosotros quién decís que soy yo”. Esa pregunta nos interpela directamente.
No podemos olvidarla ni dejarla en un archivo. Cada día hemos de examinar
nuestra idea de Jesús y, sobre todo, lo que él significa en nuestra vida.
Aunque Él sea siempre el mismo, no es la misma la forma en que lo vemos, lo
aceptamos o lo rechazamos.
Pedro
respondió con una decidida confesión: “Tú eres el Mesías”. Hay muchas ocasiones
en la vida en las que tenemos que demostrar una convicción semejante. Nosotros
no seguimos a una idea. Seguimos a Jesús. Lo reconocemos como nuestro Salvador.
Y lo seguimos, cada uno con nuestra cruz.
SALVARSE
O PERDERSE
El seguimiento de Jesucristo no es fácil. Como
decía Tomás de Kempis en La Imitación de
Cristo, “muchos siguen a Jesús hasta el partir del pan, mas pocos hasta
beber el cáliz de la pasión” (2, XI). El seguimiento exige radicalidad, pero en
seguir al Señor está la felicidad.
•
“El que quiera salvar su vida la perderá”.
La vida cristiana no puede identificarse con esa espiritualidad blandita
y poco comprometida, que se reduce al gusto por “sentirse bien interiormente”.
La fe no es un intento por salvar la propia existencia de los sinsabores y de
las responsabilidades de cada día.
•
“El que pierda su vida por el Evangelio la salvará”. La vida cristiana tampoco puede identificarse
con una neurosis permanente, con una búsqueda enfermiza del sufrimiento, con un
regusto masoquista de las penas. La seriedad de la fe no se mide por los
dolores soportados, sino por la entrega de la vida por amor.
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