“Tú
serás el pastor de mi pueblo, Israel, tú serás el jefe de Israel”. Con estas
palabras, los ancianos que representaban a todas las tribus de Israel,
reconocían a David como rey. El que había gobernado desde Hebrón a las gentes
de Judá hacía ahora un pacto con sus “electores” y se convertía en rey de todo
el pueblo (2 Sam 5, 1-3).
El
salmo 121 nos invita a hacer nuestra la alegría de las tribus de Israel que
subían a Jerusalén “a celebrar el nombre
del Señor”. Al evocar esa subida jubilosa, seguramente pensamos que hoy se ha
hecho difícil esa unidad para proclamar la grandeza de Dios. ¿Alguna
peregrinación del año jubilar de la misericordia ha contagiado tanta alegría?
En el hermoso himno que se incluye en la
carta a los Colosenses, san Pablo proclama la majestad que Dios ha concedido a
su Hijo, por quien todo fue creado y que es anterior a todo. “Por él quiso Dios
reconciliar consigo todos los seres: los del cielo y los de la tierra, haciendo
la paz por la sangre de su cruz” (Col 1,20). Él es el Señor del universo.
LA CRUZ COMO TRONO
No es ocioso mencionar la cruz de Cristo. De
hecho, el evangelio que hoy se proclama nos recuerda que sobre ella se podía
ver un letrero escrito en griego, en latín y en hebreo en el que se presentaba
al condenado: “Este es el rey de los judíos”.
Claro
que no todos reconocían su majestad. El texto evangélico evoca tres tipos de
burlas que se oyeron en torno a la cruz de Jesús:
•
Las autoridades y el pueblo le echaban en cara que, habiendo salvado a otros,
no pudiera salvarse a sí mismo. Según ellos, no era el Elegido por Dios.
•
Los soldados, ciertamente extranjeros y mercenarios, miraban con desprecio a
aquel que no demostraba ser el rey de los judíos.
•
Finalmente, uno de los dos malhechores condenados junto a él pretendía que
aquel que era considerado como el Mesías se salvara a sí mismo, y también a él
le llegara la salvación.
Allí
se daban cita tres presupuestos y tres intereses diferentes. Una razón
religiosa, una visión política y un interés personal. Todos coincidían en
esperar que Jesús bajara de la cruz.
EL HOY DE DIOS
Con
todo, el texto evangélico pone en boca de otro de los malhechores una súplica
que se eleva por encima de aquel griterío de desprecio y de blasfemia.
•
“Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino”. Es la última súplica que
viene desde el Antiguo Testamento. El condenado ha comprendido que Jesús tiene
un poder que no reconocen los que se burlan de él. No es el poder mágico de
desclavarse de la cruz. Es la autoridad del rey que puede recordar a los que
han compartido su suerte y su muerte.
•
“Hoy estarás conmigo en el paraíso”. Jesús responde con una promesa que
caracteriza la llegada del Nuevo Testamento. Ese es el “hoy” de Dios. El hombre
caído y su Dios se encuentran de nuevo en el paraíso. Un paraíso que no ha de
ser imaginado como un lugar, sino como una relación de acogida y de
misericordia.
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