“Ya llegan días en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva”. Así comienza el oráculo divino que Jeremías transmite a su pueblo (Jer 31,31-34). En los domingos anteriores la liturgia cuaresmal nos ha presentado las sucesivas alianzas de Dios con Noé, Abrahán, Moisés y el pueblo deportado a Babilonia.
Tras la muerte de Salomón el reino que David había unido se dividió. Sin embargo, el profeta anuncia que Dios promete mantener su alianza con el reino del norte y con el reino del sur. Sus gentes regresarán del destierro, comprenderán que Dios perdona sus pecados y lo reconocerán como su Dios.
Haciéndonos eco de esta promesa, nosotros hoy suplicamos con el salmo “Miserere”: “Oh Dios, crea en mi un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme; no me arrojes lejos de tu rostro, no me quites tu santo espíritu” (Sal 50).
Por otra parte, ya cerca de la celebración de la Semana Santa, leemos en la carta a los Hebreos que sufriendo, Cristo aprendió a obedecer (Heb 5,7-9).
LA HORA DE LA ENTREGA
El evangelio de Juan nos sitúa en Jerusalén tras la entrada de Jesús, acompañado por las gentes que lo aclaman como “el que viene en nombre del Señor, el Rey de Israel” (Jn 12,13).
Entre los llegados a Jerusalén por las fiestas de Pascua hay unos peregrinos que se acercan a Felipe y le manifiestan su deseo: “Señor, quisiéramos ver a Jesús”. Felipe consulta con Andrés, el hermano de Simón Pedro, y ambos se lo transmiten a Jesús.
El evangelio nos da a entender que esos peregrinos representan a toda la humanidad que busca al Mesías. Pues bien, al oír la noticia del interés de esos peregrinos, Jesús expresa que esa es la señal de que ha llegado su hora: la hora de su muerte y de su glorificación.
Además, Jesús pronuncia una alegoría con la que pretende transmitir el significado de su entrega. Es preciso que el grano de trigo muera en el surco para llegar a producir fruto en abundancia (Jn 12,20-33). Es evidente que Jesús conoce y acepta el destino que le espera. Y afirma que su muerte será fuente de vida para todos los que crean en él.
VER Y SEGUIR A JESÚS
De todas formas, nosotros no deberíamos olvidar la frase con la que los peregrinos solicitaron la ayuda de Felipe. En ella se refleja el deseo que debe señalar la veracidad de nuestra búsqueda y el inicio de nuestra fe.
• “Queremos ver a Jesús”. Esa aspiración manifiesta en nuestros días la decisión de los cristianos más comprometidos con su fe. Con ella revelan a los demás su deseo de participar en la misión y en la gloria definitiva del Hijo de Dios.
• “Queremos ver a Jesús”. Esa expresión se encuentra a veces en labios de los no creyentes. Ruegan a la Iglesia que les facilite el acceso al Señor en quien ella dice creer. Y le reprochan que no viva de verdad su fe y oculte a Jesús a los ojos del mundo.
• “Queremos ver a Jesús”. Esa frase debería ser la humilde confesión de una comunidad que anhela el encuentro con su Señor, pero se ve enredada en problemas y preocupaciones que dificultan su camino de fe.
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