Un viento recio (por JR Flecha)

Tres festividades marcan el ritmo del tiempo pascual como para desgranar las riquezas del misterio fundamental de nuestra fe: La resurrección de Cristo, su Ascensión a los cielos y la venida del Espíritu Santo. En esta solemnidad de Pentecostés leemos el texto del libro de los Hechos de los Apóstoles (Hch 2, 1-11).

Tras leer este texto admirable, solemos subrayar los tres hechos que en él se exponen: la venida del Espíritu Santo sobre los Apóstoles, reunidos junto a María la Madre de Jesús. El valor que el Espíritu infunde en los seguidores de Jesús. La comprensión universal del mensaje por parte de los peregrinos que hablan diversas lenguas.

Con todo, deberíamos prestar más atención a ese detalle inicial, que resume la causa de todos los hechos: “De repente, un ruido del cielo, como de un viento recio, resonó en toda la casa donde se encontraban”. Toda la vida de la comunidad cristiana, entonces y ahora, está motivada por la iniciativa de Dios: el ruido del cielo. Esa iniciativa recuerda el capítulo inicial de la Biblia y anuncia una nueva creación: el soplo del viento. El Espíritu de Dios libera a los discípulos de su encierro y conmueve las estructuras: la casa donde se encuentran.

EL PERDÓN DE LOS PECADOS

El evangelio que se proclama en esta fiesta de Pentecostés nos remite una vez más al primer día de la semana, es decir al día de la resurrección de Cristo (Jn 20, 19-23). Vemos de nuevo a los discípulos, reunidos en una casa, con las puertas cerradas, por miedo a los judíos. Pero de pronto llega Jesús. El inesperado. El muerto vivo.

No les reprende por haberlo abandonado en el Huerto de los Olivos. Al contrario, les concedes tres dones. El don de la paz como saludo, como don gratuito y como responsabilidad perenne. El don de sus llagas, es decir la certeza de su victoria sobre la muerte. Y el don de su Espíritu, que es Espíritu de perdón. Esos dones son los que hacen la Iglesia.

“Recibid el Espíritu Santo; a quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados, a quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. Sólo el que perdonó a quienes lo abandonaron podía confiarles el don sagrado de perdonar a los demás. No podríamos perdonar, si no hubiéramos recibido del Señor su propio Espíritu. El Espíritu de la reconciliación.

LA CONFESIÓN DE LA FE

En esta fiesta de Pentecostés importa también recoger el mensaje de San Pablo a los fieles de Corinto: “Nadie puede decir ‘Jesús es Señor’ si no es bajo la acción del Espíritu Santo” (1 Cor 12, 3). Es más que una tesis académica. Es más que una afirmación discutible. Es un mensaje que suena a confesión personal. Pablo sabe por experiencia lo que dice.

• “Jesús es Señor”. Ésa es la clave de nuestra fe cristiana. También los no creyentes pueden conocer a Jesús. Es más, muchos pueden reconocerlo como un maestro, como un asceta o como un místico. También como un benefactor social. Para confesarlo como el Mesías y el Señor hace falta el don de la fe.

• “La acción del Espíritu Santo”. Sería una arrogancia y una blasfemia arrogarse uno mismo el mérito de haber llegado a la fe o de haberla conservado fielmente. El don de la fe nos es concedido por el Espíritu Santo. El Espíritu de Dios nos lleva a la verdad y nos guía en el amor. Gracias al Espíritu podemos confesar a Jesús como Señor y Salvador.

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