Acogida y escucha Lc 10,38-42 (TOC16-16)

“Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda?”. Ese es el estribillo del salmo responsorial que repetimos en este domingo (Sal 14, 2-5). Es una pregunta que refleja una nostalgia profunda. La de la persona que se ve perdida y desorientada por los caminos del mundo. La del creyente que, en medio de tanto ruido, anhela la paz del santuario.
Pero ese deseo que da sentido a nuestro canto, no parece responder al mensaje de la primera lectura que se proclama en la eucaristía de hoy (Gén 18, 1-10a). No es Abrahán el que llega como peregrino al santuario de Dios. Es el Señor el que llega hasta la tienda de aquel pastor nómada.
Abrahán ve premiada su hospitalidad, al recibir y agasajar a unos peregrinos que no conocía y a los que tardó en reconocer como mensajeros de Dios. Como ha escrito el teólogo judío Elías Wiesel, esa disposición para acoger al huésped es lo que convierte a Abrahán en el padre de las tres grandes religiones monoteístas.

LA TIENDA Y LA  CASA

Este hermoso relato anticipa la lectura del Evangelio (Lc 10, 39-42). Evidentemente, la hospitalidad es el tema que se ofrece a nuestra meditación. Es esta una virtud difícil. En otros tiempos las gentes acogían a los peregrinos. Hoy desconfiamos de todos. De los peregrinos, de los inmigrantes, de los refugiados. Preferimos vivir en la indiferencia hacia los demás.
Es interesante ver que el texto evangélico  atribuye a Marta la iniciativa de la acogida: “Entró Jesús en una aldea, y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa”. Marta se nos presenta, por tanto, como una réplica de la actitud de Abrahán. La tienda del nómada es ahora una casa. Si Abrahán no conocía a sus huéspedes, Marta parece conocer al suyo.
No olvidemos la importancia que tiene en los evangelios el verbo “recibir”. Se habla de recibir a los niños, a un justo, a un profeta y a los discípulos. Y aún más. Jesús llega a decir: “El que reciba al que yo envíe, a mí me recibe; y el que a mí me recibe, recibe al que me envió” (Jn 13,20).

LA PIEDRA EN EL LAGO

Así pues, la hospitalidad no es una decisión que afecte sólo a quien la práctica. Ninguna de nuestras acciones u omisiones termina en nosotros mismos. Somos como la piedra que produce un oleaje en las aguas de un lago.
• Al borde del desierto, Abrahán se apresuró a recibir a los que llegaban hasta su tienda. Como sabemos, la hospitalidad de Abrahán terminó por implicar también a su esposa Sara, que tras las lonas de la tienda, escuchaba las promesas de los huéspedes. Una promesa de fecundidad y de vida.

• En una aldea, Marta “se multiplicaba” para dar abasto con el servicio que deseaba prestar a Jesús. Pero la hospitalidad de Marta beneficia a su familia. De hecho, encuentra su reflejo en la actitud de su hermana María que, sentada a los pies del Señor, escucha su palabra. Una palabra de vida y de salvación.

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