Misericordia divina Jn 20,19-31 (PAC2-22)

“Los apóstoles hacían muchos signos y prodigios en medio del pueblo” (Hch 5,12). Después de su Ascensión a los cielos, los discípulos del Señor manifiestan su misericordia. La compasión de Dios se hace visible en la curación de los enfermos. La gente desea que al menos la sombra de Pedro cubra por un momento a los pacientes que le acercan.

Ha comenzado el tiempo y el camino de la Iglesia. Pues bien, ahora como en los primeros tiempos se espera de la Iglesia que proyecte la sombra y la gracia del Señor sobre todos los que sufren en el cuerpo o en el espíritu. Sin embargo, la Iglesia no puede ignorar que dar testimonio de la misericordia divina le costará denuncias y persecuciones.  

Con el salmo responsorial, hoy agradecemos la cercanía y la bondad inagotable de Dios  “Dad gracias al Señor, porque es bueno, porque es eterna su misericordia” (Sal 117). 

El Hijo de Hombre es el Viviente que vive por los siglos de los siglos. Él nos revela el sentido de la historia y de nuestra vida concreta (Ap 1,9-19).

DEL MIEDO A LA MISIÓN

El evangelio según san Juan evoca dos momentos de la revelación del Resucitado a sus discípulos (Jn 20,19-31). El texto nos ofrece al menos tres contraposiciones que se repiten una y otra vez a lo largo de los siglos y se hacen presentes en nuestra experiencia personal.  

- En primer lugar se contraponen y se mezclan el miedo y la alegría. Tras la muerte de Jesús, los discípulos han quedado atemorizados. Pero al descubrir que Jesús se hace presente en medio de ellos, su corazón rebosa de paz y de alegría.

- En segundo lugar se puede observar que el miedo los lleva a cerrar las puertas del lugar en que se encuentran. Han quedado aislados del mundo. Pero el aliento de Jesús los motiva para salir a la calle. Los encerrados son ahora los enviados a una misión.

- En tercer lugar, podemos sospechar que los discípulos no han superado el sentido de culpa por haber abandonado a su Maestro. Pero Jesús no viene a reprenderles su falta. Al contrario, los convierte en testigos de su misericordia y los envía por el mundo como pregoneros y ministros de su perdón.

EL SIGNO DE LAS LLAGAS

  Con demasiada frecuencia se califica a Tomás como “el incrédulo”. Pero se olvida que precisamente él había exhortado a los otros discípulos a seguir al Maestro: “Vayamos también nosotros a morir con él” (Jn 11,16). Tomás tiene fe para aceptar la muerte de Jesús y también para aceptar su vida. Pero no comprende la incoherencia de sus condiscípulos. Así lo revelan tanto su reacción a la noticia de que Jesús vive como la respuesta de Jesús a sus condiciones.

• “Si no veo la señal de los clavos…, no creo”. Seguramente, esa frase no expresa la pretendida incredulidad de Tomás. Es más bien una protesta personal a los que se apresuran a disfrutar de la luz sin haber aceptado antes la oscuridad de la cruz. 

• “Trae tu dedo… No seas incrédulo, sino creyente”. Estas palabras de Jesús no solo se  dirigen a Tomás. Son una advertencia para todos nosotros. No podemos ser incrédulos, ni crédulos. En este tiempo se nos pide la seriedad de los creyentes.

• “Señor mío y Dios mío”. De camino a Cesarea de Filipo Pedro había reconocido a Jesús como el Mesías (Mc 8,29). Ahora Tomás confiesa su fe en la divinidad de Jesús. Antes estaba dispuesto a seguirlo hasta la cruz y ahora lo reconoce como Resucitado.

• “Dichosos los que crean sin haber visto”. Tan solo en eso podría parecer que superamos la coherencia de Tomás. Él creyó al ver las llagas del Señor. Nosotros nos apoyamos en la fe del apóstol que creyó en el Señor.

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