Cuando el Papa solicitó el envío de misioneros a Japón, se ofreció voluntario, a pesar de que su salud siempre fue frágil, fundando otro “convento-ciudad”. En 1936, su estado físico empeora y regresa a su país. Tres años más tarde, Polonia sufre la invasión alemana y los nazis bombardean Niepokalanov, deportando a los frailes a los campos de concentración. A pesar de ser liberados a los tres meses, el padre Kolbe figuraba en la lista negra de la policía secreta: era sacerdote, su cultura y prestigio le habían conferido una gran influencia, daba asilo a judíos y seguía publicando un periódico patriota y católico. Así pues, el 17 de febrero de 1941 la Gestapo detiene al padre Maximiliano Kolbe, que es trasladado al campo de concentración de Auschwitz.
Ese mismo verano, el 3 de agosto, uno de los reclusos de su bloque escapa. Todos saben cuáles son las consecuencias: por cada evadido, diez de sus compañeros de trabajo, escogidos al azar, serán condenados a morir de hambre en el búnker de la muerte. Uno de los seleccionados grita: “Ay, ¿qué será de mi esposa y de mis hijos?”. En ese momento, el padre Kolbe se ofrece para ocupar su lugar y, sorprendentemente, el comandante acepta el intercambio.
La muerte de Kolbe es más conocida que su vida, pero sin su vida no se puede entender su muerte ni la libertad de su ofrecimiento. Kolbe era un hombre libre en medio del horror de Auschwitz porque su corazón está lleno de la verdadera alegría, cierto de que Dios no ha abandonado al hombre sino que le ama hasta el ofrecimiento de la propia vida. Murió el 14 de agosto, día en que se celebra su fiesta.
El padre Kolbe fue canonizado en 1982 por Juan Pablo II, que pronunció estas palabras en la homilía de su canonización: “Venced el odio con el poder fascinante del amor. Venced la enemistad con la fuerza del perdón”.
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