“Me sedujiste, Señor, y me
dejé seducir; me forzaste y me pudiste” (Jer 20,7). Ningún texto de Jeremías es
más conocido que este que hoy se lee en la celebración de la Eucaristía.
No es fácil transmitir la
palabra de Dios a los que no la quieren escuchar. El profeta se lamenta ante
Dios porque el ejercicio de la misión recibida de él no le ha acarreado más que
burlas, desprecios y persecución.
Por eso, el profeta ha
querido también él desoír la palabra de Dios para no hablar más en su nombre.
Pero no le ha sido posible. Aquella palabra era en sus entrañas como fuego
ardiente. Hubiera deseado ignorarla, pero no le fue posible.
LA TENTACIÓN
En Cesarea de Filipo Pedro confesó a Jesús
como el Hijo de Dios. Sin embargo, aquella confesión tan explícita podía ser
ambigua. Muchos esperaban un Mesías guerrero y triunfador. Pero Jesús explicó a
sus discípulos que su camino llevaba al padecimiento, a la muerte y también a
la resurrección (Mt 16,21-27).
Pedro estaba dispuesto a
aceptar a su Maestro como el Mesías de Dios. Pero aquella perspectiva de dolor
y de muerte le inquietaba profundamente. En primer lugar, por amor a su
Maestro. Y, además, porque su ideal del Mesías no incluía el fracaso.
Las habituales traducciones
de las palabras de Jesús suenan con una tremenda dureza. Parece que Jesús
identificara a Pedro con el demonio y pretendiera arrojarlo lejos de sí.
Olvidamos que “Satanás” significa “tentador”.
El problema es que, inspirado
por Dios para reconocer a Jesús como el Mesías, Pedro no piensa como Dios, sino
como los hombres al imaginar el mesianismo de su Maestro. Jesús dice a Pedro
que no sea una piedra de tropiezo en su camino. Y que se coloque “detrás de
él”, es decir que acepte su llamada a seguir a su Maestro. “Detrás de mí”: esa es la clave.
EL SEGUIMIENTO
A esa respuesta particular
une Jesús una propuesta universal: “El que quiera venir detrás de mí, que se
niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”. El seguimiento de Jesús
exige cambiar la mentalidad para no pensar como los hombres sino como
Dios.
• Salvar la vida y perderla.
Los hombres nos exhortan a salvar la vida a toda costa. Pero una actitud de
acedia y de pereza en la evangelización, como dice el Papa Francisco, solo nos
lleva a perder el sentido de la existencia.
• Perder la vida y
encontrarla. Por el contrario, quien se entrega por amor a Dios y por amor a su
pueblo, como recuerda también el Papa, ha encontrado el sentido más profundo de
su vida y los motivos últimos de la evangelización.
• Ganar el mundo y malograr
la propia vida. La mundanización es otra de las tentaciones del evangelizador,
según el Papa Francisco. Ganar el mundo, sus riquezas y sus honores podrá dar
alguna satisfacción pero no garantiza la fidelidad al Señor ni la felicidad
humana.
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