“Los
hermanos eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida
común, en la fracción del pan y en las oraciones”. Este sumario nos evoca la
vida de las primeras comunidades de los discípulos del Señor (Hech 2,42). Las
unen la escucha de la Palabra, la celebración de los Misterios y el servicio de
la caridad.
Esas
actitudes no son unos ideales utópicos. Muchos datos nos aseguran que realmente
se vivió así, al menos en la comunidad de Jerusalén. La memoria de Jesús no
podía ser echada en el olvido. El Espíritu del Resucitado la mantenía en la fe,
la esperanza y la caridad.
Con
el salmo 117 damos gracias al Señor y proclamamos que Jesús, desechado por los
hombres, ha sido glorificado por el Padre, como la piedra angular del nuevo
edificio.
Ahora
bien, si creemos que Jesús es el Cristo, es decir el Mesías, es que hemos
nacido de Dios (1Jn 5,1). Sabemos que si no amamos al prójimo tampoco amamos a
Dios. Pero hoy se nos dice también que es el amor a Dios lo que garantiza que
nuestro amor a los demás es auténtico. No podemos amar a los hijos de
Dios si no amamos a Dios.
LOS DONES DEL RESUCITADO
A
estas lecciones y proclamaciones de lo que es y ha de ser la comunidad se añade
el mensaje evangélico. Es en el seno de la comunidad donde los discípulos
reciben la manifestación del Señor Resucitado (Jn 20,19-31).
•
Con su presencia, el Señor trae otros preciosos dones. En primer lugar llena a
sus discípulos de alegría. Además les desea la paz. Y los envía al mundo, como
él mismo había sido enviado por el Padre. No podían esperar tanto aquellos
discípulos que habían abandonado a su Maestro en el momento de su arresto y en
la hora de su muerte
•
Además de la alegría, la paz y el envío, Jesús les comunica un cuarto don, aún
más sorprendente. No solo les perdona su abandono, ciertamente vergonzoso, sino
que, por medio de su Espíritu, los convierte en mensajeros y agentes de su
perdón: “A quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se
los retengáis les quedan retenidos”.
LA CONFESIÓN DE FE
Con
razón el papa Juan Pablo II quiso que este fuera el Domingo de la Divina
Misericordia. Ante tales dones del Resucitado hemos de dejar atrás nuestro
resentimiento y dar el paso que lleva al apóstol Tomás a pronunciar su personal
confesión de fe.
•
“Señor mío y Dios mío”. Así reconocemos al que ha nos ha mostrado sus llagas y
nos ha demostrado la seriedad de su amor y la gratuidad de su entrega por
nosotros y por nuestra salvación.
•
“Señor mío y Dios mío”. Así lo adoramos todos los que él ha querido proclamar
como bienaventurados, es decir, dichosos y felices, por haber llegado a
creer a pesar de no haber visto al Señor Resucitado.
•
“Señor mío y Dios mío”. Así agradecemos la misericordia de Aquel que ha
perdonado nuestra arrogancia, y nos ha hecho mensajeros y portadores de su
perdón para todos los que vuelven a él sus ojos.
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