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Escucha y diálogo Jn15,26-27; 16,12-15 (PAB8-Pentecostés)

“Cada uno los oímos hablar de las grandezas de Dios en nuestra propia lengua” (Hech 2,11). Para la fiesta de Pentecostés se encontraban en Jerusalén muchos peregrinos llegados de todas las partes del mundo conocido por entonces. Sin que lo esperasen, el vendaval del Espíritu vino a derramar sobre ellos una nueva vida.

La tradición de la torre de Babel indicaba que el espíritu del orgullo de las gentes confundía las lenguas. Ahora el Espíritu del amor facilitaba la comprensión entre todos. La indiferencia ante los otros cierra a las personas en su individualismo, pero el Espíritu de Dios abre las mentes y los corazones a la escucha y al diálogo.  

En el salmo responsorial de la eucaristía de hoy suplicamos al Dios de la vida que envíe su Espíritu para repoblar la faz de la tierra (Sal 103).

Y escuchando a san Pablo, pedimos que los diversos ministerios inspirados por el Espíritu contribuyan de verdad al bien común de la Iglesia y de toda la humanidad (1Cor 12,3-7).    

EL DON DEL DISCERNIMIENTO

 El texto del evangelio (Mc 20,19-23) nos lleva hasta la casa en la que los discípulos de Jesús se habían refugiado después de la muerte de su Maestro. Es verdad que habían cerrado las puertas por miedo a los judíos. Pero de pronto el Señor se hizo presente dejándoles tres encargos inolvidables

 • En primer lugar, Jesús les mostró sus manos y el costado. Así comprendieron que no se trataba de una ilusión. Las llagas de su crucifixión eran la prueba de la autenticidad de su misión y de su mensaje. Él, que había entregado su vida, se presentaba como triunfador de la muerte.

• Además, el Maestro les confiaba su misma misión. Enviaba a sus discípulos como el Padre lo había enviado a él. Jesús era de condición divina, pero había caminado como un hombre. Era de condición humana, pero ahora compartía con sus discípulos una misión divina. 

• Finalmente, Jesús entregaba el Espíritu Santo a los suyos y les otorgaba la autoridad para perdonar o retener los pecados. En realidad, les comunicaba el don y la responsabilidad del discernimiento sobre el bien y sobre el mal. Más que un honor, era un servicio.

TESTIGOS DE LA ALEGRÍA

El texto evangélico anota que, superado el miedo, “los discípulos se llenaron de alegría al ver al Señor”. La sencillez del relato no puede ocultar el gozo que sigue al asombro.

• Tras recibir la visita de su Maestro, los discípulos de Jesús no se presentaron ante el mundo con el rostro triste o resignado. No eran unos fracasados. Es verdad que habían dudado, pero habían recibido del Resucitado el motivo para la verdadera alegría. 

• Pasados los siglos, la Iglesia no quiere ignorar a los que sufren. Nunca podrá ofrecer fáciles soluciones a todos los problemas. Pero está dispuesta a compartir los signos de la esperanza, como afirma el papa Francisco en la bula de anuncio del Año Jubilar. 

• Con nuestra presencia en el mundo y con nuestra alegría, los cristianos de hoy estamos dispuestos a dar testimonio de la vida y de la verdad de nuestro Señor y Redentor. 

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