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Seréis mis testigos hasta los confines del mundo Hch 1,1-11. Ascensión del Señor

"1El primer libro lo escribí, Teófilo, sobre todo lo que Jesús hizo y enseñó desde un principio 2 hasta el día en que, después de haber dado instrucciones por medio del Espíritu Santo a los apóstoles que había elegido, fue llevado al cielo. 3 A estos mismos, después de su pasión, se les presentó dándoles muchas pruebas de que vivía, apareciéndoseles durante cuarenta días y hablándoles acerca de lo referente al Reino de Dios. 4 Mientras estaba comiendo con ellos, les mandó que no se ausentasen de Jerusalén, sino que aguardasen la Promesa del Padre, «que oísteis de mí: 5 Que Juan bautizó con agua, pero vosotros seréis bautizados en el Espíritu Santo dentro de pocos días». 6 Los que estaban reunidos le preguntaron: «Señor, ¿es en este momento cuando vas a restablecer el Reino de Israel?» 7 El les contestó: «A vosotros no os toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad 8 sino que recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaria, y hasta los confines de la tierra.» 9 Y dicho esto, fue levantado en presencia de ellos, y una nube le ocultó a sus ojos. 10 Estando ellos mirando fijamente al cielo mientras se iba, se les aparecieron dos hombres vestidos de blanco 11 que les dijeron: «Galileos, ¿qué hacéis ahí mirando al cielo? Este que os ha sido llevado, este mismo Jesús, vendrá así tal como le habéis visto subir al cielo.»"

Profundizando:

1. Solamente Lucas es verdaderamente “ascensionista”. Decimos eso porque es Lucas, tanto en el Evangelio como en los Hechos de los Apóstoles, el único autor que habla o relata este “misterio” cristológico en todo el Nuevo Testamento. Y sin embargo, las diferencias sobre el particular de ciertos aspectos y símbolos en el mismo evangelista sorprenden a quien se detiene un momento a contrastar el final del evangelio (Lc 24,46-53) y el comienzo de los Hechos (1,1-11). En realidad no son opuestos los discursos, pero resalta, en concreto, que la Ascensión se posponga «cuarenta días» en los Hechos de los Apóstoles, mientras que en el Evangelio todo parece suceder en el mismo día de la Pascua.

2. Esto último es lo más determinante, ya que la Ascensión no implica un grado más o un misterio distinto de la Pascua. Es lo mismo que la Resurrección, si ésta se concibe como la «exaltación» de Jesús a la derecha de Dios. ¿Qué es lo que pretende Lucas? Simplemente establecer un período determinado, simbólico, de cuarenta días (no contables en espacio y en tiempo), en que lo determinante es lo que se refiere a hablarles del Reino de Dios y a prepararlos para la venida del Espíritu Santo. Lo de los cuarenta días es especialmente bíblico: el número recuerda y apunta a los cuarenta años que Israel caminó en el desierto bajo la pedagogía divina Dios (Dt 8,2-6); los cuarenta días que pasó Moisés en el monte Sinaí para recibir la Ley de parte de Dios (Ex 24,18); los cuarenta días de Jesús en el desierto antes de su vida pública (Lc 4,1-2). «Cuarenta» indica el tiempo de la prueba y de la enseñanza necesaria. En la tradición de los rabinos el número «cuarenta» también tenía, en línea con la tradición bíblica, un valor simbólico para indicar un período de aprendizaje completo y normativo. En los Hechos, es un tiempo “pascual” extraordinario para consolidar la fe de los discípulos.

3. Y ese tiempo Pascual extraordinario -nos quiere decir Lucas-, está tocando a su fin y el Resucitado no puede estar llevándolos de la mano como hasta ahora. Deben abrirse al Espíritu, porque les espera una gran tarea en todo el mundo, “hasta los confines de la tierra”. La pedagogía lucana, para las necesidades de su comunidad, apunta a que la Resurrección de Jesús, al contrario que otras personas, no supone un romper con la tierra, con la historia, con todo lo que ha sido el compromiso de Jesús con los suyos y con todo el mundo. Esa es la razón de que haya prolongado su presencia “especial” durante “cuarenta días” entre los suyos, insistiendo en iluminarlos acerca del Reino de Dios que fue el tema de su mensaje y la causa de su vida hasta la muerte.

4. Pero en todo caso, hay una promesa muy importante: recibirán la fuerza de lo alto, el Espíritu Santo, que les acompañará siempre. Lucas, pues, usa el misterio de las Ascensión para llamar la atención sobre la necesidad de que los discípulos entren en acción. Y deben entrar, porque son enviados por el Resucitado. Ya ha pasado el tiempo de la prueba. Ya han podido experimentar que el Maestro está vivo, aunque haya sido crucificado. Su mensaje del Reino no puede quedar en el olvido. Hasta ahora todo lo ha hecho Jesús y Dios con él; pero ha llegado el momento de una ruptura necesaria para la Iglesia en que tiene que salir de sí misma, de la pasividad gloriosa de la Pascua, para afrontar la tarea de la evangelización.

5. La “Ascensión”, como se indica en Mc 16,19 (tomado sin duda de la tradición lucana) es ser elevado al cielo y sentarse a la derecha de Dios, es decir, la total exaltación y glorificación de Jesús. Pero eso es lo que sucede, sin duda, en la resurrección. Por lo mismo, no es un misterio soteriológico nuevo con respecto a la humanidad de Jesús, sino una afirmación cristológica que marca el destino final del profeta de Galilea. No obstante, debemos señalar que en el relato de los Hechos viene a significar un momento decisivo que pone fin al período pascual. Asimismo, Lucas lo ha presentado como misterio pedagógico para hacer ver a los discípulos que ha llegado su hora de anunciar al mundo la salvación de Dios. E incluso tiene el sentido de purificación definitiva de una ideología nacionalista del mesianismo de Jesús y del papel de Israel. Todos los hombres han de ser llamados a la salvación de Dios. Por que Jesús, el Señor exaltado, ya ha cumplido en la historia su tarea.

Fuente: https://www.dominicos.org/predicacion/homilia/1-6-2025/comentario-biblico/miguel-de-burgos-nunez/

Presencia y Esperanza Lc 24, 46-53 (PAC7-25) Ascensión del Señor

“Lo vieron levantarse, hasta que una nube se lo quitó de la vista” (Hch 1,9). En la Biblia la nube es una imagen muy adecuada para representar la divinidad. La nube nos impide ver con claridad, pero nos hace percibir mejor los sonidos. Y eso es lo que ocurre con el creyente. No puede ver a Dios, pero está llamado a escuchar su palabra.

Jesús había caminado con sus discípulos como un profeta poderoso en obras y en palabras. Pero ahora se manifestaba ante ellos la divinidad de su Maestro.

 En esta fiesta de la Ascensión del Señor, nosotros repetimos el salmo que proclama su gloria: “Dios asciende entre aclamaciones, el Señor, al son de trompetas (Sal 47,6).

Con la carta a los Efesios, rogamos a Dios que nos dé a conocer y apreciar la esperanza a la que hemos sido llamados (Ef 1,18).

BENDECIDOS PARA LA MISIÓN

En el evangelio según san Lucas que hoy se proclama se nos dice que, mientras Jesús se elevaba hacia los cielos, iba bendiciendo a sus discípulos (Lc 24,50). 

Ese gesto final de Jesús a veces se entiende como una despedida y como el anuncio de una ausencia. Si fuera así, la comunidad de sus discípulos tendría que lamentar su orfandad a lo largo de los siglos.

En realidad, aquella bendición del Maestro era la garantía de su presencia. Él había de acompañar a sus discípulos a lo largo de la misión que les acababa de confiar.

El Señor los bendecía para confirmarles su protección En su nombre, ellos habían de predicar la conversión y el perdón de los pecados en todos los pueblos. 

Ahora bien, esa misión que fue confiada a sus discípulos nos es confiada también a nosotros. ¿Pedimos al Señor que nos bendiga para aceptarla con fe y vivirla con esperanza?   

ALEGRÍA Y ORACIÓN

Podemos peguntarnos cómo se sentirían los discípulos de Jesús después de la Ascensión de su Maestro a los cielos. Pues bien, el evangelio según San Lucas nos dice que regresaron a Jerusalén con gran alegría y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios. La alegría y la bendición son dones de Dios que hemos de pedir y atesorar en nuestra comunidad.

• El texto subraya la alegría, que no se identifica con las satisfacciones inmediatas que buscamos con ansiedad. La alegría evangélica es un don del Espíritu Santo. Nace de la fe, se sustenta en la esperanza y se contagia a los demás en el amor fraternal y en el servicio. 

• El texto anota también la permanencia de los discípulos en el templo.  Jesús acudía a los atrios del templo para exponer su mensaje. Sus discípulos acuden al templo porque sin oración no podrán llevar a cabo la misión que él les ha encomendado.

Resurrección-Exaltación Lucas 24, 46-53 (PAC7-25)

Como ya no se celebra la Ascensión del Señor en el “jueves” precedente a este domingo, su liturgia se traslada a lo que debería ser el VII Domingo de Pascua. Los textos de este día, pues, están determinados por esta fiesta del Señor. Es Lucas, tanto en el Evangelio como en los Hechos de los Apóstoles, el único autor que habla de este misterio en todo el Nuevo Testamento. Sin embargo, las diferencias sobre el particular de ciertos aspectos y símbolos en el mismo evangelista sorprenden a quien se detiene un momento a contrastar el final del evangelio (Lc 24,46-53) y el comienzo de los Hechos (1,1-11), que son las lecturas fundamentales de la fiesta de este día. En realidad, los discursos no son opuestos, pero resalta, en concreto, que la Ascensión se posponga “cuarenta días”, en los Hechos de los Apóstoles, mientras que en el Evangelio todo parece suceder en el mismo día de la Pascua. Esto último es lo más determinante ya que la Ascensión no implica un grado más o un misterio distinto de la Pascua. Es lo mismo que la Resurrección, si ésta se concibe como la “exaltación” de Jesús a la derecha de Dios.

Debemos reconocer que no es fácil el uso de los textos de hoy y el significado de los mismos para la predicación actual.

¿Qué es lo que pretende Lucas? Simplemente establecer un período determinado, simbólico, de cuarenta días (no contables en espacio y en tiempo), en que lo determinante es lo que se refiere a hablarles del Reino de Dios y a prepararlos para la venida del Espíritu Santo. En ese sentido, en lo esencial, las dos lecturas que se hacen hoy del acontecimiento coinciden: Jesús instruye a sus discípulos de nuevo, confirmándolos en su fe todavía frágil, demasiado tradicional respecto al proyecto salvífico de Dios, para estar alerta. El tiempo Pascual extraordinario, nos quiere decir Lucas, está tocando a su fin y el Resucitado no puede estar llevándolos de la mano como hasta ahora. Deben abrirse al Espíritu porque les espera una gran tarea en todo el mundo, hasta los confines de la tierra.

Es verdad que en los primeros siglos de la Iglesia (quizás hasta el s. V) no se puso mucho énfasis en esta distinción entre Resurrección y Ascensión. Es a partir de ese s. V, con el apoyo de la narración lucana, cuando se hace un uso litúrgico y catequético en clave que llega a ser narración histórica. ¿Por qué? Consideramos que depende mucho de la concepción antropológica de la resurrección. En algunos ámbitos teológicos la resurrección de Jesús se concibió como “una vuelta a la vida”, a esta vida, para que sus discípulos pudieran verificar que había resucitado. Quedaba, pues, el segundo paso: la ruptura con este mundo y con esta historia de una forma definitiva. Apoyándose en la narración de Lucas, se vio en la Ascensión la definitiva “subida”: la exaltación a la gloria de Dios. Pero eso no es muy coherente, ya que la exaltación acontece en la misma resurrección.


Todo lo que se refiere a la Ascensión del Señor se evoca en el relato de los Hechos, que es el más vivo, con un simple verbo en pasiva: «fue elevado», sin decirnos nada en lo que respecta a la clase de prodigio. En Lc 24,31 se dice que «se les hizo invisible». Todo ello apunta a una terminología sagrada de la época, para describir la intervención de Dios por encima de todas las cosas. Ya se ha dicho que la Ascensión no añade nada nuevo con respecto a la Pascua, a la Resurrección. En todo caso, la pedagogía lucana, para las necesidades de su comunidad, apuntan a que la Resurrección de Jesús, al contrario que la de otras personas, no supone un romper con la tierra, con la historia, con todo lo que ha sido el compromiso de Jesús con los suyos y con todo el mundo.

A pesar de que este misterio se comunica por una serie de códigos bíblicos que nos hablan de la presencia misteriosa de Dios (en la nube, como revelación de su gloria, en la que entra Jesús por la Resurrección o la Ascensión), el tiempo Pascual ha sido necesario para que los discípulos rompan con todos los miedos para salir al mundo a evangelizar. Pero en todo caso, hay una promesa muy importante: recibirán la fuerza de lo alto, el Espíritu Santo, que les acompañará siempre. Lucas, pues, usa el misterio de la Ascensión para llamar la atención sobre la necesidad de que los discípulos entren en acción. Hasta ahora todo lo ha hecho Jesús y Dios con él; pero ha llegado el momento de una ruptura necesaria para la Iglesia en que tiene que salir de sí misma, de la pasividad gloriosa de la Pascua, para afrontar la tarea de la evangelización.

¿Podemos seguir manteniendo este tipo de lectura? ¿Es correcta? Creo que el NT nos permite otras claves. El mismo Lucas ha usado los “cuarenta días” en sentido pedagógico.

1) Entendemos, en primer lugar, que “cuarenta días” no es un tiempo real, espacio-temporal, sino teológico. Es un tiempo de espera y esperanza para que la comunidad viva intensamente el acontecimiento de la resurrección y se prepare para anunciar al mundo entero el mensaje de Jesús (Hch 1,8). Lucas ha buscado, pues, ese “tiempo pedagógico” que ponga de manifiesto algo importante en el seno de la comunidad: la resurrección de Jesús no es algo que afecta a Él exclusivamente, sino que tiene otra dimensión: la de la comunidad. También la comunidad de los seguidores de Jesús tienen que “resucitar” de sus miedos, de sus ideas poco acertadas sobre Jesús y sobre su mensaje. Jesús fue resucitado por Dios, pero también Jesús resucitado quiere hacerse presente desde esa nueva vida en su comunidad. La “Ascensión” era el momento adecuado para “dejar” a la comunidad resucitada ya, y en manos del Espíritu que debe llevarla hasta el final.

2) Por otra parte, en segundo lugar, como muchos autores han puesto de manifiesto, se debe contemplar la respuesta de lo que significan esos “cuarenta días” para subsanar un problema que tuvo la comunidad cristiana primitiva con respecto a la Parusía o la vuelta de Jesús e inaugurar el “final de los tiempos”. Se produjo en los primeros años cierta decepción cristiana porque la Parusía, la vuelta de Jesús, no acontecía y el fin del mundo no llegaba. Lucas entiende que el fin del mundo no tenía por qué llegar, ya que era necesaria la acción de la Iglesia para comunicar el mensaje de salvación a todos los hombres. Es lo que se conoce como la “descatologización” de la teología lucana. Es decir: no debemos estar preocupados por la Parusía, por el fin del mundo, sino por transformar esta historia por medio de la Palabra y el Espíritu de Jesús. De esa manera se explica el reproche a los discípulos de estar mirando al cielo… pensando en su vuelta, cuando hay que mirar a la tierra, a los hombres, para llenar este mundo de vida.

Ascensión del Señor Lc 24,46-53 (PAC7-25)


 

El Amor y la Palabra Jn 14,23-29 (PAC6-25)

 “Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros no imponeros más cargas que las indispensables”. En la ciudad de Antioquia de Siria se reunía un grupo de creyentes procedentes de la cultura y de la religión griega. Algunos hermanos, fieles a las tradiciones, pretendían obligarlos a circuncidarse y pasar previamente por el judaísmo.

 Los apóstoles y los responsables de la comunidad de Jerusalén decidieron que no era justo imponer esa obligación a los nuevos hermanos. Bastaban con que reconocieran a Jesús como el Mesías de Dios. Era preciso armonizar la fidelidad al Evangelio con la flexibilidad para extender ese mensaje a otras culturas (Hch 15,1-2.22-29).

Con razón, la liturgia nos invita a cantar con el salmo responsorial: “Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben” (Sal 66). También los pueblos paganos.

Según el Apocalipsis, la ciudad santa de Jerusalén que desciende de Dios ha de ser la casa común de toda la humanidad (Ap 21,10-14).  

FIDELIDAD Y VALENTÍA

 El mensaje evangélico de este sexto domingo de Pascua evoca de nuevo la última cena de Jesús con sus discípulos (Jn 14,23-29). Nos hace escuchar una declaración de Jesús que suena como su testamento y una profecía que incluye un anuncio y una denuncia.

• “El que me ama guardará mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y haremos morada en él”. Guardar la palabra de aquel que es la Palabra de Dios es un regalo tan gratuito que merece toda nuestra gratitud. Podemos guardar la palabra de Jesús porque el Padre nos ama. Y escuchándola amaremos al Padre y al Hijo, que habitan en nosotros.   

• “El que no me ama no guardará mis palabras”. No escuchamos y guardamos la palabra del Maestro porque no lo amamos de verdad. Así que la prueba de que amamos al Señor es la disponibilidad para escuchar su palabra, la fidelidad para vivir de acuerdo con ella y la valentía para anunciarla al mundo entero.   

LA AYUDA DEL SEÑOR

No debemos desalentarnos. La misión es difícil, pero el Señor está con nosotros. Según el evangelio de este domingo, Jesús nos ofrece su ayuda para recorrer su camino.

* “Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde”. El Maestro era consciente del escándalo que sus discípulos habían de padecer. Por eso los exhortaba a la confianza. Ni la traición de Judas ni la negación de Pedro deberían hacerles perder la esperanza.

* “Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde”. El Maestro anunciaba ya las dificultades que habría de encontrar la comunidad de la Iglesia a lo largo de los tiempos.  A pesar de todo, su Iglesia debería confiar en él para poder superar el temor.  

* “Que no tiemble vuestro corazón ni se acobarde”. El Maestro sabía que el corazón es el símbolo de la interioridad de la persona. En realidad, trataba de alentar a todos los creyentes a aceptar la cruz y dar testimonio de él con generosidad y valentía.   

El amor debe transformar el mundo Jn 14, 23-29 (PAC6-25)




1.
 Estamos, de nuevo, en el discurso de despedida de la última cena del Señor con los suyos. Se profundiza en que la palabra de Jesús es la palabra del Padre. Pero se quiere poner de manifiesto que cuando él no esté entre los suyos, esa palabra no se agotará, sino que el Espíritu Santo completará todo aquello que sea necesario para la vida de la comunidad. Según Juan, Jesús se despide en el tono de la fidelidad y con el don de la paz. En todo caso, es patente que esta lectura nos va preparando a la fiesta de Pentecostés.

2. Esta parte del discurso de despedida está provocada por una pregunta “retórica” de Judas (no el Iscariote) de por qué se revela Jesús a los suyos y no al mundo. El círculo joánico es muy particular en la teología del NT. Esa oposición entre los de Jesús y el mundo viene a ser, a veces, demasiado radical. En realidad, Jesús nunca estableció esa separación tan determinante. No obstante es significativa la fuerza del amor a su palabra, a su mensaje. El mundo, en Juan, es el mundo que no ama. Puede que algunos no estén de acuerdo con esta manera de plantear las cosas. Pero sí es verdad que amar el mensaje, la palabra de Jesús, no queda solamente en una cuestión ideológica.

3. Sin embargo, debemos hoy hacer una interpretación que debe ir más allá del círculo joánico en que nació este discurso. La propuesta es sencilla: quien ama está cumpliendo la voluntad de Dios, del Padre. Por tanto, quien ama en el mundo, sin ser del “círculo” de Jesús, también estaría integrado en este proceso de transformación “trinitaria” que se nos propone en el discurso joánico. Esta es una de las ventajas de que el Espíritu esté por encima de los círculos, de las instituciones, de las iglesias y de las teologías oficiales. El mundo, es verdad, necesita el amor que Jesús propone para que Dios “haga morada” en él. Y donde hay amor verdadero, allí está Dios, como podrá inferirse de la reflexión que el mismo círculo joánico ofrecerá en 1Jn 4.

Enseñanza actual y retos por ello Papa León XIV

¿Cuáles son, en el mundo juvenil de nuestros días, los retos más urgentes que hay que afrontar? ¿Qué valores hay que promover? ¿Con qué recursos se puede contar?

Los jóvenes de nuestro tiempo, como los de todas las épocas, son volcanes de vida, de energía, de sentimientos, de ideas. Lo vemos en las cosas maravillosas que saben hacer en tantos campos. Pero también necesitan ayuda para hacer crecer en armonía tanta riqueza y para superar lo que, aunque de manera diferente al pasado, todavía puede impedir su sano desarrollo.

Si, por ejemplo, en el siglo XVII el uso de la lengua latina era para muchos una barrera comunicativa insuperable, hoy hay otros obstáculos que afrontar. Pensemos en el aislamiento que provocan los modelos relacionales cada vez más extendidos, basados en la superficialidad, el individualismo y la inestabilidad afectiva; en la difusión de esquemas de pensamiento debilitados por el relativismo; en el predominio de ritmos y estilos de vida en los que no hay suficiente espacio para la escucha, la reflexión y el diálogo, en la escuela, en la familia, a veces entre los propios compañeros, con la soledad que ello conlleva.

Se trata de retos exigentes, de los que, sin embargo, también nosotros, como San Juan Bautista de La Salle, podemos hacer trampolines para explorar caminos, elaborar instrumentos y adoptar lenguajes nuevos, con los que seguir tocando el corazón de los alumnos, animándolos y estimulándolos a afrontar con valentía todos los obstáculos para dar lo mejor de sí mismos en la vida, según los designios de Dios. En este sentido, es loable la atención que prestan en sus escuelas a la formación de los docentes y a la creación de comunidades educativas en las que el esfuerzo didáctico se enriquece con la aportación de todos. Los animo a continuar por este camino.

Pero antes de concluir, quisiera mencionar otro aspecto de la realidad lasaliana que considero importante: la docencia vivida como ministerio y misión, como consagración en la Iglesia. San Juan Bautista de La Salle no quería que entre los maestros de las Escuelas Cristianas hubiera sacerdotes, sino solo «hermanos», para que todos sus esfuerzos se dirigieran, con la ayuda de Dios, a la educación de los alumnos. Le gustaba decir: «Su altar es la cátedra», promoviendo así en la Iglesia de su tiempo una realidad hasta entonces desconocida: la de los maestros y catequistas laicos investidos, en la comunidad, de un verdadero «ministerio», según el principio de evangelizar educando y educar evangelizando.

Extracto del Discurso del Santo Padre León XIV a los hermanos de las Escuelas cristianas -de La Salle (15-5-2025)


Renovados Jn 13,31-35 (CUC5-25)

 

Renovados - 5 Pas C

El mandato nuevo Jn 13,31-35 (CUC5-25)

En Listra, Pablo y Bernabé curaron a un hombre tullido. Asombradas por el milagro, las gentes quisieron adorarlos. Cuando ellos gritaron que eran hombres como los demás, el pueblo los apaleó.  Aquella experiencia los llevó a exclamar: “Hay que pasar por muchas tribulaciones para entrar en el reino de Dios” (Hch 14,22). 

Al regresar a Antioquía de Siria dieron cuenta a la comunidad de “lo que Dios había hecho por medio de ellos y cómo habían abierto a los gentiles la puerta de la fe”. Aquella misión les había ayudado a descubrir que también los paganos podían entrar en el Reino de Dios.  

El salmo responsorial canta y proclama esa orientación universal de la fe: “El Señor es bueno con todos, es cariñoso con todas sus criaturas” (Sal 144). 

Según la visión del Apocalipsis, la nueva Jerusalén que baja del cielo será la morada definitiva de Dios entre los hombres. Él ha dispuesto hacer nuevas todas las cosas (Ap 21,1-5).  

EL HIJO Y LOS HIJITOS

En este quinto domingo de Pascua el evangelio nos sitúa en el escenario de la última cena de Jesús con sus discípulos (Jn 13,31-35). Después que Judas salió del Cenáculo, para entregar a su Maestro en manos de los sacerdotes del templo de Jerusalén, Jesús dirigió a los suyos dos frases que son como el resumen de su misión:

 • “Ahora es glorificado el hijo del hombre, y Dios es glorificado en él”. La salida del discípulo traidor anticipaba la glorificación de Jesús. Es cierto que el Maestro había previsto y anunciado este momento. Pero sus discípulos no aceptaban que la glorificación de su Maestro pudiera coincidir con la crucifixión. 

• “Hijitos, me queda poco de estar con vosotros”. Solamente en esta ocasión aparece en los evangelios la palabra “hijitos”. Nos sorprende la ternura con que Jesús se dirige a sus discípulos. Pero más nos sorprende la claridad con la que él ha previsto su muerte. El tiempo de su misión terrestre tocaba a su fin.

EL SIGNO DEL AMOR

 Jesús había aceptado la regla de oro de todas las culturas: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo (Mc 12,31). Pero en la hora de su despedida Jesús se presentaba a sí mismo como el modelo de aquel mandato. Él era la clave y el signo por el que habían de distinguirse.

• “Os doy un mandato nuevo: que os améis unos a otros como yo os he amado”. Generalmente se pensaba que el sujeto había de decidir el modo de relacionarse con los demás.  Desde ahora, el motivo del amor solo puede ser el amor que ha orientado la vida de Jesús. 

• “La señal por la que conocerán que sois discípulos míos será que os amáis unos a otros”. Todos los grupos humanos tratan de distinguirse por sus hábitos, sus himnos o sus banderas. Sin embargo, los discípulos de Jesús habrán de distinguirse por el amor mutuo. 

La batalla del amor Jn 13, 31-35 (CUC5-25)

1. Estamos, en el evangelio de Juan en la última cena de Jesús. Ese es el marco de este discurso de despedida, testamento de Jesús a los suyos. La última cena de Jesús con sus discípulos quedaría grabada en sus mentes y en su corazón. El redactor del evangelio de Juan sabe que aquella noche fue especialmente creativa para Jesús, no tanto para los discípulos, que solamente la pudiera recordar y recrear a partir de la resurrección. Juan es el evangelista que más profundamente ha tratado ese momento, a pesar de que no haya descrito la institución de la eucaristía. Ha preferido otros signos y otras palabras, puesto que ya se conocían las palabras eucarísticas por los otros evangelistas. Precisamente las del evangelio de hoy son determinantes. Se sabe que para Juan la hora de la muerte de Jesús es la hora de la glorificación, por eso no están presentes los indicios de tragedia.

2. La salida de Judas del cenáculo (v.30) desencadena la “glorificación” en palabras del Jesús joánico. ¡No!, no es tragedia todo lo que se va a desencadenar, sino el prodigio del amor consumado con que todo había comenzado (Jn 13,1). Jesús había venido para amar y este amor se hace más intenso frente al poder de este mundo y al poder del mal. En realidad esta no puede ser más que una lectura “glorificada” de la pasión y la entrega de Jesús. Y no puede hacerse otro tipo de lectura de lo que hizo Jesús y las razones por las que lo hizo. Por ello, ensañarse en la pasión y la crueldad del su sufrimiento no hubiera llevado a ninguna parte. El evangelista entiende que esto lo hizo el Hijo del hombre, Jesús, por amor y así debe ser vivido por sus discípulos.

3. Con la muerte de Jesús aparecerá la gloria de Dios comprometido con él y con su causa. Por otra parte, ya se nos está preparando, como a los discípulos, para el momento de pasar de la Pascua a Pentecostés; del tiempo de Jesús al tiempo de la Iglesia. Es lógico pensar que en aquella noche en que Jesús sabía lo que podría pasar tenía que preparar a los suyos para cuando no estuviera presente. No los había llamado para una guerra y una conquista militar, ni contra el Imperio de Roma. Los había llamado para la guerra del amor sin medida, del amor consumado. Por eso, la pregunta debe ser: ¿Cómo pueden identificarse en el mundo hostil aquellos que le han seguido y los que le seguirán? Ser cristiano, pues, discípulo de Jesús, es amarse los unos a los otros. Ese es el catecismo que debemos vivir. Todo lo demás encuentra su razón de ser en esta ley suprema de la comunidad de discípulos. Todo lo que no sea eso es abandonar la comunión con el Señor resucitado y desistir de la verdadera causa del evangelio.

Escudo papal de León XIV


 

Breve línea temporal de León XIV


 

Escudo de armas del Papa León XIV y su simbología







Los elementos básicos de su escudo papal de León XIV son los mismos del escudo episcopal que tenía desde que le nombraron obispo y en el que mantiene también el lema, 'In Illo Uno Unum'.

 El único -y obligado- cambio ha sido la sustitución del capelo y los cinco nudos cardenalicios por las insignias papales, las llaves de San Pedro y la mitra con los colores vaticanos, plata y oro (que se asocian precisamente a las llaves de San Pedro). 

El escudo papal de León XIV está dividido en dos sectores, cada uno con un simbolismo.

En el lado izquierdo, sobre campo de azur, hay una flor de lis, asociada con la Virgen María, y que destaca la vocación mariana del Pontífice.

En el lado derecho, sobre campo de plata, se muestran símbolos muy enraizados en la heráldica agustina, orden a la que pertenece el nuevo Papa. En el origen del emblema están dos textos de las Confesiones de san Agustín, uno del libro noveno –“Habías asaetado nuestro corazón con tu caridad y llevábamos tus palabras clavadas en nuestras entrañas” (Conf. 9,2,3)– y otro del libro décimo –“Heriste mi corazón con tu palabra y comencé a amarte” (Conf. 10,6,8)–. Ambas afirmaciones se enmarcan en las reflexiones del santo sobre su propia conversión. De los cuatro elementos de este campo –corazón, flecha, libro y llamas–, solo dos son mencionados de forma explícita: el corazón y la flecha.  El libro y las llamas, se sobreentienden bajo los términos “palabra” y “caridad” respectivamente. Todos los elementos son simbólicos: el corazón simboliza la interioridad del hombre; la flecha, la palabra de Dios; el libro, la Escritura; las llamas, el amor de Dios. Del libro –la Escritura– sale la flecha –la palabra de Dios– ardiendo – con el fuego del amor de Dios– que hace arder el corazón de Agustín –con el mismo amor de Dios–.

La interpretación del emblema agustiniano resulta diáfana. La primera constatación es que asume lo específico del hombre: unir inteligencia y voluntad. Compagina verdad y amor, pero no cualquier verdad sino la verdad salvífica contenida en la Escritura, ni cualquier amor, sino el amor suscitado por la misma verdad salvífica. Verdad primero sobre Dios, que luego ilumina al hombre; amor cuya fuente es Dios, que luego invade al hombre. El emblema aúna, pues, luz y calor, ambos procedentes del venero de la Escritura; luz que ilumina la interioridad humana, el espacio personal donde él descubre toda su “historia”: pasado, presente y futuro; calor que, en este contexto, engendra siempre vida y nunca corrupción. Luz y calor unificados en las llamas que se elevan de la interioridad más profunda, en el fuego que se enciende en el brasero del Espíritu divino y funde al hombre en unidad diversificada con Quien le supera a él, con quienes son iguales a él. La luz –la verdad– acaba en calor –produce amor–; el calor –el amor– manifiesta la luz –revela la verdad–. La madre –la verdad– engendra al hijo –el amor–; el hijo –el amor– revela a la madre –la verdad–. Del conocimiento surge el amor; el amor ansía un conocimiento más seguro que, a su vez, producirá un amor más intenso, que anhelará un conocimiento aún más profundo, que impulsará un amor todavía más encendido, en un proceso que no conoce término. San Agustín había dicho: “no se accede a la caridad sino por la verdad” .

Es obvio que, si una flecha atraviesa el corazón de una persona, la sangre salta a borbotones. Pero no sucede así cuando una flecha incendiaria toca el corazón humano. En este caso la herida que produce es una quemadura, la quemadura del amor, en la imagen agustiniana. La flecha incendiaria hiere porque quema. En la representación simbólica de la idea del santo no hay lugar para gotas de sangre.

Representar solo el corazón significa faltar por defecto y empobrecer  la imagen. La razón es que queda sin indicar la fuente del amor y, consiguientemente, su naturaleza, datos aquí esenciales. San Agustín no  consideraba necesario invitar al amor, porque partía de que no hay nadie que no ame; de hecho, dado que el amor es principio de toda actividad, una persona que no ame algo o a nadie, morirá de inmediato por simple inacción. Lo que él pedía a sus fieles era que jerarquizasen su amor. Una distinción básica establecida por el santo al respecto es el amor como cupiditas y el amor como caritas. En el primer caso, el amor surge de la necesidad y se expresa como deseo; en el segundo, surge de una plenitud y se expresa como donación que no conoce necesidad alguna porque la plenitud es única. El amor como caritas proviene de Dios, lo impregna todo de Dios, y conduce a Dios. Este último es el amor con que Agustín comenzó a amar a Dios y al que se refiere el emblema de la Orden. Ahora bien, si solo se representa el corazón en llamas, se sabe que está ardiendo, pero no qué amor le hace arder.  En cambio, al representar también el libro se está indicando que el amor simbolizado en las llamas es el amor divino del que es acabada expresión la historia de salvación que relata la Escritura. La flecha es solo el medio que traslada el  fuego –el amor– de la Escritura –sin él no se entiende ella– al corazón humano. Únicamente el amor como caritas es capaz de sostener la unidad de almas y corazones hacia Dios de que habla en la Regla.

El libro no hace referencia al simple saber profano sino al saber último que da razón de todo otro saber: el saber sobre Dios y, desde él, sobre el hombre y el resto de la creación; se ha indicado también que el corazón en llamas no hace referencia a cualquier amor, por legítimo que pueda ser, sino al amor último, el que es fuente de todo otro amor lícito, el amor que, partiendo de Dios y tocando todo, conduce a Dios.

León XIV ha mantenido en su escudo la mitra, con la que Benedicto XVI sustituyó la habitual tiara que usaron durante siglos sus antecesores. El empleo de la mitra plateada con tres franjas doradas, representando los tres poderes del Papa (enseñar, santificar y gobernar) se interpretó como un gesto de humildad y una adaptación a los tiempos modernos, alejándose de la imagen monárquica asociada con la tiara. El Papa Francisco la mantuvo y ahora también León XIV.

El lema 'In Illo Uno Unum' ('En Aquel que es Uno, somos uno'), está tomado de un comentario de San Agustín al Salmo 127 y resume su mensaje de unidad en Dios, uno de los primeros conceptos que León XIV destacó en su primer mensaje al mundo.














Escudo cardenalicio versus escudo papal