“Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en
lenguas extranjeras, cada uno en la lengua que el Espíritu Santo le sugería”.
En esta fiesta de Pentecostés celebramos la presencia del Espíritu de Dios en
la Iglesia (Hech 2, 1-11). Una presencia que nos zambulle en la intimidad con
Dios y nos empuja también a acercar el Evangelio a nuestros hermanos..
La primera dimensión la subrayaba ya
Santa Teresa con la imagen del fuego, cuando escribía en sus Meditaciones sobre los Cantares: “El
Espíritu Santo debe ser medianero entre el alma y Dios y el que la mueve con
tan ardientes deseos que la hace entender con fuego soberano, que tan cerca
está” (5,5).
La segunda dimensión la ilustra el papa
Francisco, al afirmar que “en Pentecostés, el Espíritu Santo hace salir de sí
mismos a los apóstoles y los transformará en anunciadores de las grandezas de
Dios, que cada uno comienza a entender en su propia lengua. El Espíritu Santo
infunde la fuerza para anunciar la novedad del Evangelio con audacia, en voz
alta y en todo tiempo y lugar, incluso a contracorriente” (EG 1).
TRES ADVERTENCIAS
El Evangelio de esta fiesta nos sitúa en
el “primer día de la semana”. Al
amanecer de aquel día, las mujeres que acudieron al sepulcro lo encontraron
vacío. Ante el anuncio de las mujeres, los discípulos del Señor experimentaron
sentimientos de asombro y de alegría. Pero
el miedo los había encerrado en una casa, cuando entró Jesús, se puso en
medio y les dijo: “Paz a vosotros”. (Jn 20, 19). He ahí tres advertencias para
la Iglesia de todos los siglos.
• Vino Jesús al encuentro de sus
discípulos. De él había sido la iniciativa de elegirlos y de llamarlos, para
que le siguieran y estuvieran con él. El resucitado no los olvida. Y de nuevo
toma la iniciativa de acercarse hasta ellos, aunque ellos le hayan abandonado.
• Se colocó en medio de ellos. Juan
Bautista había dicho: “En medio de vosotros está uno a quien no conocéis” (Jn 1,26). Ahora se
coloca definitivamente “en medio” de sus discípulos el Maestro al que no
reconocen. Ese ha de ser su puesto en la comunidad para siempre.
• Y les dirigió el saludo tradicional de
la paz Ese era su don personal, como
había anunciado a sus discípulos en su despedida (Jn 14,27). Ese era el saludo
que ellos habían de pronunciar al entrar en una casa (Mt 10,12). Y esa era la
promesa del Señor para la eternidad.
EL DON Y LA TAREA
Después de su saludo, el Resucitado exhaló su
aliento sobre sus discípulos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes
les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis,
les quedan retenidos” (Jn 20,23).
• Recibir el Espíritu Santo. El autor de
los dones es el don primero del Señor Resucitado. El aliento que exhaló desde
lo alto de la cruz, es su propia vida. Una vida que ha entregado por nosotros.
Una vida que comparte con nosotros para que nosotros la entreguemos como
él.
• Perdonar los pecados. Jesús no ha
venido al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él
(Jn 3,17). Sus apóstoles son enviados a anunciar, como él lo hizo durante su
vida, la gracia y la misericordia de Dios.
• Retener los pecados. Dios respeta y siempre
respetará la libertad de sus hijos. Pero los discípulos del Señor han de
cumplir con la misión de gracia que se les confía, advirtiendo a los hombres de
los obstáculos que ponen cada día a la salvación que se les ofrece.
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