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Emaús Lc 24,13-35 (PAA3-17)
“Dios
resucitó a Jesús y todos nosotros somos testigos” (Hch 2,32). Pedro acaba de
referirse a los hechos que Jesús llevó a cabo. Ha recordado a los oyentes que
ellos lo mataron en una cruz, por medio de paganos. Y en tercer lugar, proclama
su resurrección: “No era posible que la muerte lo retuviera bajo su dominio
Nos
llama la atención el contraste entre aquel Simón Pedro que negaba haber
conocido a Jesús y este apóstol que, acompañado por los Once, se dirige con
tanto valor a los judíos y vecinos todos de Jerusalén. He ahí el efecto de la
efusión del Espíritu en Pentecostés.
El
salmo 15 que hoy cantamos es uno de los primeros textos que expresan la
esperanza de la resurrección: “Me enseñarás el sendero de la vida, me saciarás
de gozo en tu presencia, de alegría perpetua a tu derecha”.
Con
razón en la segunda lectura de este día se vincula esa esperanza a la fe: “Por
Cristo vosotros creéis en Dios, que lo resucitó y le dio gloria, y así habéis
puesto en Dios vuestra fe y vuestra esperanza” (1 Pe 1,21).
LA VIDA
El
evangelio nos presenta a dos discípulos que dirigen a Emaús. Las mujeres habían
inquietado a la comunidad, diciendo que no encontraban el cuerpo de
Jesús. Pero ellos ya habían decidido alejarse de Jerusalén. Hoy muchos se
parecen a Cleofás y el otro discípulo. Han perdido la fe. Y no buscan más
razones ni más pruebas. Simplemente se alejan.
Los
dos discípulos que caminan hacia Emaús son alcanzados por otro caminante que
parece ignorar lo que ha ocurrido en Jerusalén. Los peregrinos le dicen:
“Nosotros esperábamos que él fuera el futuro liberador de Israel”. He ahí una
de las claves del relato. El camino de Emaús es la confesión de una fe
demasiado terrena y de una esperanza frustrada.
Pero
los discípulos todavía conservan la capacidad para escuchar y aceptar una
corrección. También hoy el peregrino acepta compartir con nosotros los
alimentos que apenas pueden calmar nuestra hambre. Entre sus manos, el pan
adquiere el significado de la vida que él nos ha dado con su palabra y que
esperamos compartir con él para siempre.
EL PAN
Este
hermoso relato culmina con el retorno de los dos discípulos a Jerusalén. Los
otros cuentan que el Señor se ha aparecido a Simón Pedro y ellos confiesan que
“lo reconocieron al partir el pan”. Ese es su testimonio Y ese es su testamento
y su herencia para el futuro.
• “Lo reconocieron al partir el pan”. Los que habían seguido a Jesús por los
caminos y habían visto como oraba antes de partir y compartir el pan no podían
olvidar aquellos gestos. En ellos reconocieron al que se había entregado como
pan.
•
“Lo reconocieron al partir el pan”. Por ese gesto ha sido reconocida la
Iglesia. Y por ese gesto habrá de ser reconocida en un mundo en el que no es
habitual dar gracias a Dios y compartir con los demás los dones recibidos.
Comunidad Jn 20,19-31 (PAA2-17)
“Los
hermanos eran constantes en escuchar la enseñanza de los apóstoles, en la vida
común, en la fracción del pan y en las oraciones”. Este sumario nos evoca la
vida de las primeras comunidades de los discípulos del Señor (Hech 2,42). Las
unen la escucha de la Palabra, la celebración de los Misterios y el servicio de
la caridad.
Esas
actitudes no son unos ideales utópicos. Muchos datos nos aseguran que realmente
se vivió así, al menos en la comunidad de Jerusalén. La memoria de Jesús no
podía ser echada en el olvido. El Espíritu del Resucitado la mantenía en la fe,
la esperanza y la caridad.
Con
el salmo 117 damos gracias al Señor y proclamamos que Jesús, desechado por los
hombres, ha sido glorificado por el Padre, como la piedra angular del nuevo
edificio.
Ahora
bien, si creemos que Jesús es el Cristo, es decir el Mesías, es que hemos
nacido de Dios (1Jn 5,1). Sabemos que si no amamos al prójimo tampoco amamos a
Dios. Pero hoy se nos dice también que es el amor a Dios lo que garantiza que
nuestro amor a los demás es auténtico. No podemos amar a los hijos de
Dios si no amamos a Dios.
LOS DONES DEL RESUCITADO
A
estas lecciones y proclamaciones de lo que es y ha de ser la comunidad se añade
el mensaje evangélico. Es en el seno de la comunidad donde los discípulos
reciben la manifestación del Señor Resucitado (Jn 20,19-31).
•
Con su presencia, el Señor trae otros preciosos dones. En primer lugar llena a
sus discípulos de alegría. Además les desea la paz. Y los envía al mundo, como
él mismo había sido enviado por el Padre. No podían esperar tanto aquellos
discípulos que habían abandonado a su Maestro en el momento de su arresto y en
la hora de su muerte
•
Además de la alegría, la paz y el envío, Jesús les comunica un cuarto don, aún
más sorprendente. No solo les perdona su abandono, ciertamente vergonzoso, sino
que, por medio de su Espíritu, los convierte en mensajeros y agentes de su
perdón: “A quienes perdonéis los pecados les quedan perdonados; a quienes se
los retengáis les quedan retenidos”.
LA CONFESIÓN DE FE
Con
razón el papa Juan Pablo II quiso que este fuera el Domingo de la Divina
Misericordia. Ante tales dones del Resucitado hemos de dejar atrás nuestro
resentimiento y dar el paso que lleva al apóstol Tomás a pronunciar su personal
confesión de fe.
•
“Señor mío y Dios mío”. Así reconocemos al que ha nos ha mostrado sus llagas y
nos ha demostrado la seriedad de su amor y la gratuidad de su entrega por
nosotros y por nuestra salvación.
•
“Señor mío y Dios mío”. Así lo adoramos todos los que él ha querido proclamar
como bienaventurados, es decir, dichosos y felices, por haber llegado a
creer a pesar de no haber visto al Señor Resucitado.
•
“Señor mío y Dios mío”. Así agradecemos la misericordia de Aquel que ha
perdonado nuestra arrogancia, y nos ha hecho mensajeros y portadores de su
perdón para todos los que vuelven a él sus ojos.
Repensar el Sábado Santo
1. En el silencio del sábado santo acompañamos a María en su soledad y meditamos el descenso de Cristo a la morada de los muertos. Jesús ha asumido nuestra condición humana y ha aceptado el misterio de la muerte. “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere da mucho fruto“ (Jn 12,24).
Pero al atardecer del sábado entraremos en el templo a la luz de nuestras velas que reciben su luz del cirio de la pascua. En ese cirio vemos esta noche la imagen de Cristo que ilumina las tinieblas del mundo y las que a veces se apoderan de nuestro corazón. El solemne pregón pascual canta la grandeza de esta noche en la que la oscuridad es vencida por la luz y el pecado es vencido por la gracia.
La palabra de la Sagrada Escritura nos invita a recorrer la historia de la Salvación. La creación del mundo y la creación del hombre marcan el inicio de la intervención de Dios en la historia humana. Esa historia pasa por la liberación de Israel y por el anuncio profético de un corazón nuevo.
2. El relato evangélico que es proclamado en esta noche santa nos invita a acompañar a dos mujeres que se dirigen al sepulcro de Jesús (Mt 28, 1-10). No encuentran su cuerpo. Un ángel les desvela el misterio de esa ausencia. Jesús ha resucitado como lo había dicho.
La constatación del hecho de la resurrección se convierte en noticia que ellas han de trasmitir a todos los seguidores de Jesús. El evangelio de Mateo que se proclama este año, deja constancia de que Jesús les sale al encuentro para invitarlas a la alegría y a la superación del miedo. “No tengáis miedo; id a comunicar a mis hermanos que vayan a Galilea; allí me verán”. Con esa nueva fortaleza han de anunciar el mensaje que les ha sido encomendado.
3. Todo nos hace pensar que esta palabra se proclama para nosotros. También nosotros hemos recibido la revelación de la resurrección de Jesús. Nosotros participamos de la alegría pascual. Nosotros hemos de anunciar esta buena noticia a todos nuestros hermanos.
Alborea el primer día de una nueva semana que no tendrá fin. Con toda la Iglesia pedimos el don de una nueva vida: “Oh Dios, que iluminas esta noche santa con la gloria de la resurrección del Señor, aviva en tu Iglesia el espíritu filial, para que renovados en cuerpo y alma, nos entreguemos plenamente a tu servicio. Por Cristo nuestro Señor”.
Pasión y confianza Mt 27,11-54 (Domingo de Ramos)
Con
la celebración del Domingo de Ramos iniciamos la Semana Santa. En la primera
lectura, se nos ofrece el tercer canto del Siervo del Señor, que se incluye en
la segunda parte del libro de Isaías. “El Señor Dios me asiste, porque no quedo
confundido”. Es hermosa esa confesión de confianza en Dios, precisamente en una
situación de acoso y de persecución.
El
salmo 21 comienza con unas palabras que Jesús debió de recitar desde lo alto de
la Cruz: “Dios mío, Dios mío por qué me has abandonado” (Sal 21,2). No es el
lamento de un desesperado, puesto que el salmista confiesa más adelante que
Dios ha escuchado su petición de auxilio (Sal 21,25).
También
en el himno del abajamiento del Cristo, que se recuerda en la segunda lectura,
san Pablo nos abre a la perspectiva de una intervención de Dios que lo exalta y
le da un nombre por encima de todo nombre (Flp 2,9).
ABANDONO HUMANO
Es
oportuno recoger esas palabras que invitan a la esperanza en un momento en que
la alegría de la bendición y procesión de los ramos parece oscurecerse cuando
llega la hora de leer la pasión de Jesús según san Mateo. En este texto, podemos
subrayar al menos tres escenarios en los que se pone de manifiesto el abandono
humano que ha de sufrir Jesús
•
El primero de ellos sería el palacio de los sumos sacerdotes. Nos duele ver
cómo Judas, uno de los discípulos, elegido personalmente por Jesús, negocia con
los sacerdotes el precio que puede cobrar por entregarles a su Maestro (Mt
26,14-26).
•
El segundo escenario es el salón en el que Jesús celebra la última cena junto
con los Doce. Allí anuncia claramente que uno de ellos lo entregará y, ante la
pregunta de Judas, responde que efectivamente él será el traidor (Mt 26, 25).
•
El tercer lugar es Getsemaní. Mientras Jesús hace oración, lleno de tristeza y
angustia, sus discípulos predilectos duermen. Cuando llegan los esbirros de los
sumos sacerdotes y de los ancianos del pueblo,
todos los discípulos lo abandonan y huyen (Mt 16,56).
EL ANUNCIO DE LA GRACIA
Pero
aún hay más. Es interesante que el texto griego haya conservado esta frase
aramea: “Elí, Elí, ¿lemá sabactaní?”, que se traduce como “Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?” Es necesario preguntarnos cómo entendemos ese
lamento del Señor.
•
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Muchos lectores se
identifican con algunos de los presentes en la crucifixión de Jesús. El sonido
de las palabras y el recuerdo de un profeta (Mal 3, 23-24) les hicieron pensar
que suplicaba la asistencia del profeta Elías.
•
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” Muchos olvidan el itinerario
que sigue el orante que pronuncia este salmo. La llamada de auxilio al Señor se
trasforma después en testimonio de su ayuda, en profesión de
confianza y en anuncio de su gracia.
•
“Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?” También hoy, muchos piensan
que Dios los ha abandonado, cuando en realidad están padeciendo el abandono de
quienes debían mostrarles su cercanía y prestarles su apoyo.
Resurrección y Vida Jn 113-7.17.20-27.33b-45 (CUA5-17)
“Yo
mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré salir de vuestros sepulcros, pueblo
mío, y os traeré a la tierra de Israel”.
Este mensaje de Ezequiel (Ez 37,12) iba dirigido al pueblo que había
sido deportado a Babilonia. El profeta le anunciaba de parte de Dios la promesa
de rescatarlo de la esclavitud y devolverlo a su tierra.
Aunque
todavía no se había llegado a asumir y profesar la fe en la resurrección de los
muertos, el lenguaje estaba preparado para admitir como una resurrección la
intervención de Dios a favor de los oprimidos. Muchos creían ya que Dios es el
Señor de la vida. Por eso puede infundir en ellos su espíritu para que vivan de
verdad y para siempre.
El
salmo responsorial del domingo quinto de Cuaresma evoca este poder de Dios sobre la
historia y la peripecia humana: “Del Señor viene la misericordia, la redención
copiosa”.
En
la segunda lectura que hoy se proclama, san Pablo subraya el papel de
Jesucristo en nuestra resurrección: “Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de
entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a
Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo
Espíritu que habita en vosotros” (Rom 8,11).
EL DIÁLOGO
Aunque
este año se proclama el evangelio según san Mateo, durante tres domingos de
cuaresma leemos unos relatos de Juan que recogen las imágenes del agua, la luz
y la vida. Toda una catequesis prebautismal que nos invita a meditar sobre el
don de una existencia iluminada por el misterio pascual de Jesucristo.
Al
llegar a la casa de su amigo Lázaro, muerto recientemente, Jesús mantiene con
Marta un diálogo tan profundo como esperanzado. Marta sabe que Dios concederá a
Jesús lo que le pida. Jesús le asegura que su hermano resucitará. Y ella
confiesa una fe que se iba abriendo camino en el pueblo: “Sé que resucitará en
la resurrección en el último día.
Ahí
se inserta la gran revelación de Jesús: “Yo soy la resurrección y la vida: el
que cree en mí, aunque haya muerto vivirá; y el que está muerto y cree en mí,
no morirá para siempre. ¿Crees esto?” Esa es la pregunta definitiva, la que
marca toda diferencia en el campo de las creencias. Pues bien, Marta cree que
Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, el esperado.
EL SEPULCRO
Pero
el diálogo sobre la vida no ha llevado a Jesús a olvidar que la muerte ha
llegado a la casa de sus amigos. Su pregunta por la sepultura de Lázaro no
indica una simple curiosidad. Sus lágrimas revelan la sinceridad de su amor
ante todos los presentes.
•
“Lázaro, sal afuera”. Esa es la orden
que el Señor de la vida grita con voz potente ante la entrada del lugar donde
se ha helado la esperanza.
•
“Lázaro, sal afuera”. Esa es la
invitación que el Señor de la Iglesia le dirige para que ella abandone su
cansancio y somnolencia y dé testimonio de la vida.
•
“Lázaro, sal afuera”. Ese es el
imperativo que Jesús nos dirige a todos los que vamos arrastrando una
existencia mortecina que no puede suscitar el entusiasmo.
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