Enlaces a recursos sobre el AÑO LITÚRGICO en educarconjesus

Libertad y alegría Lc 15,1.11-32 (CUC4-19)

“Hoy os he quitado de encima el oprobio de Egipto”. Con ese oráculo que hoy se proclama, Dios recuerda a Josué que Él ha liberado a su pueblo y lo ha ido guiando hacia la libertad (Jos 5,9).  Ha terminado ya la fatigosa peregrinación por el desierto. Al acercarse a la tierra que Dios le ha prometido, el pueblo podrá disfrutar de los frutos esperados. Y podrá ofrecer al Señor las primicias de sus cosechas, como se recordaba en el primer domingo de cuaresma.
El salmo responsorial convierte aquellas promesas del pasado en una certeza para el presente. También para nosotros Dios abre las manos con una generosidad de Padre: “Gustad y ved qué bueno es el Señor” (Sal 33).
El primer don de ese Padre generoso es el de la reconciliación. San Pablo nos anuncia que Dios nos ha reconciliado consigo por medio de Cristo. Y, además, nos ha encargado el servicio de reconciliarnos con nuestros hermanos y con él mismo (2 Cor 5,17-21).

PÉRDIDAS Y HALLAZGOS
La parábola que hoy se proclama pertenece al capítulo evangélico de las pérdidas y los hallazgos. Un pastor perdió una oveja y no descansó hasta que la encontró. Lo mismo hizo una mujer que había perdido una moneda. Pero más elocuente aún es el relato sobre un hijo que se había perdido y ha sido reencontrado por su padre y por su hermano   (Lc 15,32).
 El hijo que se fue de casa busca la libertad. Recordando al filósofo Isaías Berlín, podemos decir que el joven consigue la “libertad de” las aparentes ataduras que lo mantenían sujeto, pero no alcanza la “libertad para” el servicio y el amor. Lejos de su casa, se convierte en un esclavo de sus gustos, en un servidor de un amo que lo trata como a un esclavo y en un solitario despreciado por todos.
 En realidad, la parábola que llamamos del hijo pródigo es la parábola de la generosidad liberadora del padre. En la experiencia de la soledad, el hijo menor redescubre el valor del hogar familiar El hijo mayor permanece en la casa, pero no ha descubierto la libertad que le proporciona el amor de su padre. Solo el amor nos hace libres. Solo el amor nos hace reconocer nuestra verdadera dignidad.

LA VERDADERA ALEGRÍA 
Al retornar a casa, el hijo menor desea ser tratado como un jornalero más. Seguramente esa es la última tentación. Los verdaderos creyentes no pueden presentarse ante Dios reclamando un premio o un salario por su trabajo.
• Al que regresa triste y pobre el padre lo recibe con los brazos abiertos. Lo viste de fiesta para subrayar su dignidad. Y le entrega el anillo con el que él ratifica los contratos. La alegría por el hijo reencontrado revela la confianza del padre y demanda la responsabilidad del hijo.
• Y al hijo mayor, que ha permanecido en la casa, el padre le recuerda una doble relación. Es un hijo, con el que el padre comparte todos sus bienes. Y tiene un hermano, al que debe aceptar y recibir como tal.
A las palabras del hijo menor, el padre no responde con palabras, sino  con los gestos de la fiesta y la alegría. Pero al hijo mayor sí que le dirige una invitación que marca el tono de todo el relato:  “Deberías alegrarte porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”. 

Compasión y conversión Lc 13,1-9 (CUC3-19)

“He visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he oído sus quejas contra los opresores; conozco sus sufrimientos. He bajado a librarlo de los egipcios, a sacarlo de esta tierra, para llevarlo a una tierra fértil y espaciosa, tierra que mana leche y miel” (Éx 3,7-8). Dios no es indiferente a la humillación que están padeciendo los hebreos.
A lo largo de su vida, Moisés había conocido los numerosos dioses que eran venerados en las tierras del Nilo. No es extraño que, ante el fenómeno de la zarza ardiente, pregunte el nombre del dios que pretende liberar a los hebreos. La respuesta es terminante. Solo puede ser reconocido como Dios el que se compadece de los oprimidos. 
El salmo nos lleva a responder: “El Señor es compasivo y misericordioso” (Sal 102). Sin embargo, frente a esa compasión de Dios, los hebreos no siempre se mostraron agradecidos.  Según san Pablo, “la mayoría de ellos no agradaron a Dios” (1 Cor 10,5). Por eso, el Apóstol advierte a los fieles y les desea que “el que se crea seguro, se cuide de no caer”. 

LOS APLASTADOS
Según el evangelio de Lucas, Jesús oye contar a algunos un hecho que debió de conmover a las gentes.  Unos peregrinos galileos fueron masacrados en Jerusalén por orden de Pilato. Por su parte, Jesús recuerda a unos obreros que habían muerto aplastados por el derrumbe de una torre junto al estanque de Siloé (Lc 13,1-9).
En aquel tiempo se consideraba que la retribución por la conducta humana era inmediata.  Se pensaba que los males físicos responden al mal comportamiento de quien los padece. Así que las gentes debieron de considerar como pecadores tanto a los aplastados por la crueldad romana como a las víctimas de una desgracia en el trabajo.  
En realidad, esa presunción sigue vigente también hoy en muchos ambientes. Cuando sucede una catástrofe, son muchos los que se preguntan escandalizados: “¿Qué mal han hecho estas personas para ser castigadas de esta forma?”
Pero según Jesús, las desgracias no siempre atrapan a los más culpables. Si fuera así, muchos de sus oyentes habrían sido asesinados o atrapados por los cascotes de la torre. Jesús sabe que todos somos pecadores y a todos nos exhorta a la conversión.

LOS PERDONADOS
En el evangelio que hoy se proclama, Jesús añade la parábola de la higuera estéril. Hace tiempo que no da fruto, así que el dueño decide arrancarla, pero el viñador intercede por ella. Si las noticias afirmaban la extensión del pecado, la parábola ofrece la esperanza del perdón.
• “Señor déjala todavía este año”. En primer lugar, se sugiere que el pecado comporta siempre la esterilidad de la existencia. Sin embargo, se nos concede todavía tiempo para el reconocimiento humilde de nuestros pecados. Este es el tiempo para la conversión.
• “Yo cavaré alrededor… a ver si da fruto”. Todavía hay un espacio y un tiempo para la esperanza. Claro que la  esperanza no puede arrastrarnos a la evasión ni a la pereza. De hecho, exige de nosotros un esfuerzo. La conversión requiere el trabajo del cultivo.
• “Si no, el año que viene la cortarás”. Por otra parte, la esperanza que nace de la misericordia de Dios tampoco puede llevarnos a la irresponsabilidad. El fracaso no es una fatalidad inevitable. Es una posibilidad que siempre exige atención y esfuerzo.  

El monte Tabor

La Revelación Lc 9,28b-36 (CUC2-19)

“Cuando iba a ponerse el sol, un sueño profundo invadió a Abrahán y un terror intenso y oscuro cayó sobre él. El sol se puso y vino la oscuridad”. Ese es el escenario en el que Dios se muestra a Abrahán para concertar con él una alianza (Gén 15,12.17).
El relato subraya la iniciativa de Dios. Dios saca de su tienda a Abrahán, le invita a mirar al cielo, le recuerda el pasado en el que lo ha sacado de su tierra de Ur y le promete un futuro en el que le dará en propiedad la tierra en la que ahora se encuentra.
Si el texto anota la oscuridad en la que se ve envuelto Abrahán, el salmo responsorial canta el misterio de la luz que guía a los creyentes: “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién me hará temblar?” (Sal 26,1).
En su carta a los Filipenses, san Pablo, anuncia que Jesucristo transformará nuestra condición humilde, según el modelo de su condición gloriosa” (Flp 3,21).

LA INICIATIVA DE DIOS
Pues bien, esa futura transformación de nuestra condición humana encuentra ya su  cumplimiento y su modelo definitivo en la transfiguración de Jesús en lo alto del monte. El evangelio de Lucas  (Lc 9,28-32) nos ofrece hoy algunas pautas para nuestra reflexión:
• Si en otro tiempo Dios sacaba a Abrahán de la quietud de su carpa de nómada, Jesús se lleva consigo al monte a los tres discípulos predilectos. Hay una iniciativa divina que antecede y anticipa las decisiones humanas.
• Si Abrahán cayó en un profundo sueño ante la revelación de la gloria de Dios, también los discípulos de Jesús se caen de sueño ante la revelación de la gloria de su Maestro. En el sueño que no podemos controlar nosotros se manifiesta esa presencia que nos asombra.
 • Si Abran se ve sumergido en la oscuridad, en la que Dios le ofrece su alianza, los discípulos de Jesús se ven cubiertos por una nube. Y de la nube  llega esa palabra por la que Dios reconoce y presenta a Jesús como su Hijo.

LA ESCUCHA DE LA PALABRA
Según el evangelio, desde el seno de la nube resuena una voz que viene de lo alto. La nube representa a Dios. Un Dios inaferrable e indomesticable. Un Dios invisible a los ojos humanos, pero cercano a todos los que han de prestar oídos a su palabra y su mensaje.
• “Este es mi hijo, el escogido, escuchadle”. En un primer momento, se ofrece la revelación de Jesús como hijo eterno de Dios. Jesús es más que un profeta. Su venida marca la plenitud de las antiguas esperanzas.   
• “Este es mi hijo, el escogido, escuchadle”. En un segundo momento, se anuncia a Jesús como el elegido entre todos los hombres. En él se hace visible la figura del Siervo del Señor y se cumple la misión redentora que a él se atribuía. 
• “Este es mi hijo, el escogido, escuchadle”. En un tercer momento, la voz de Dios se convierte en exhortación. Todos los que se encuentren con Jesús son invitados a escucharle con atención. Él transmite la palabra de Dios. Él es la misma palabra de Dios.

God´s Talents


Libertad y verdad Lc 4,1-13 (CUC1-19)

“Traigo aquí las primicias de los frutos del suelo que tú, Señor, me has dado”. Esas son las últimas palabras del “credo” que el israelita  pronunciaba al llevar al templo las primicias de sus cosechas. A las palabras, el texto añade el gesto que completa el rito: “Los pondrás ante el Señor, tu Dios y te postrarás en presencia del Señor, tu Dios” (Dt 26,9-10).
 Así pues, a la generosidad del Dios que lo había liberado de la esclavitud, el pueblo había de responder con la gratitud de quien reconoce la misericordia de que ha sido objeto. La fe nos dice que solo Dios es Dios. Solo él puede ofrecer la verdadera libertad. Y solo él merece la adoración del hombre.
En el salmo responsorial resuena la promesa de la protección de Dios a los fieles que lo buscan: “A sus ángeles ha dado órdenes, para que te guarden en tus caminos. Te llevarán en sus palmas, para que tu pie no tropiece en la piedra” (Sal 90,11-12).
También san Pablo nos asegura que Dios es el Señor, el único Señor, “generoso con todos los que lo invocan” (Rom 10,8-13).

LA MENTIRA Y LA VERDAD
En el primer domingo de cuaresma meditamos las tentaciones de Jesús en el desierto. Más que aquella roca pelada que se alza sobre Jericó, el desierto de la cuarentena es la metáfora de toda una vida, en la que Jesús ha aceptado y vivido su misión.
• En primer lugar, el demonio presenta a Jesús un medio mágico para superar el hambre. Pero Jesús sabe sabe y confiesa que el verdadero alimento del hombre es la palabra de Dios, que da la vida y el sentido para la vida. 
• En segundo lugar, el demonio invita a Jesús a aceptar como un ideal el deseo de alcanzar el poder y la gloria. Ofrece lo que no posee y lo que no puede dar. Sus pretendidos regalos no garantizan la libertad. He ahí el contraste entre el mentiroso y el verdadero. 
• En tercer lugar, el demonio se atreve a citar las palabras del salmo. Pretende que Jesús se deje caer desde el alero del templo para hacer notar su calidad de Hijo de Dios. Pero Jesús sabe que no se puede tentar al Señor, para lograr un triunfo clamoroso. 
También para nosotros, el desierto es la imagen del encuentro con la libertad que Dios nos concede para que podamos vivir en la verdad (Lc 4,1-13).

LA FE Y LA PRUDENCIA
El papa Francisco repite una y otra vez que el demonio no es un mito. Las tentaciones de Jesús no son una leyenda. Reflejan la verdad de su misión. Y la honda verdad de los que aspiramos a seguirle por el camino. Ante las falsas promesas del demonio, sólo la verdad de la palabra de Dios nos hace realmente libres.
• “No sólo de pan vive el hombre”. A lo largo del camino pretendemos saciar nuestra hambre con alimentos que no pueden sustentarnos.  Y deseamos saciar nuestra sed de libertad con adiciones que nos mantienen como esclavos.
• “Al Señor tu Dios adorarás y a él sólo darás culto”. A lo largo del camino, nos fijamos muchas veces en los medios y perdemos de vista la meta. Adoramos a los ídolos que nosotros mismos fabricamos. Y después lamentamos la soledad en la que enfermamos. 
• “No tentarás al Señor tu Dios”. A lo largo del camino tomamos con frecuencia decisiones que nos llevan al fracaso y después culpamos a Dios de habernos abandonado. Junto a la virtud de la fe hay que aprender cada día la virtud de la prudencia. No podemos imponer nuestra voluntad a Dios. 

Actitudes de la Cuaresma



Fuente: dibujosparacatequesis

Las verdaderas tentaciones Lc 4,1-13 (CUC1-19)


Mensaje Cuaresma 2019 Papa Francisco

Cada año, a través de la Madre Iglesia, Dios «concede a sus hijos anhelar, con el gozo de habernos purificado, la solemnidad de la Pascua, para que […] por la celebración de los misterios que nos dieron nueva vida, lleguemos a ser con plenitud hijos de Dios» (Prefacio I de Cuaresma). De este modo podemos caminar, de Pascua en Pascua, hacia el cumplimiento de aquella salvación que ya hemos recibido gracias al misterio pascual de Cristo: «Pues hemos sido salvados en esperanza» (Rm 8,24). Este misterio de salvación, que ya obra en nosotros durante la vida terrena, es un proceso dinámico que incluye también a la historia y a toda la creación. San Pablo llega a decir: «La creación, expectante, está aguardando la manifestación de los hijos de Dios» (Rm 8,19). Desde esta perspectiva querría sugerir algunos puntos de reflexión, que acompañen nuestro camino de conversión en la próxima Cuaresma.
1. La redención de la creación

La celebración del Triduo Pascual de la pasión, muerte y resurrección de Cristo, culmen del año litúrgico, nos llama una y otra vez a vivir un itinerario de preparación, conscientes de que ser conformes a Cristo (cf. Rm 8,29) es un don inestimable de la misericordia de Dios.

Si el hombre vive como hijo de Dios, si vive como persona redimida, que se deja llevar por el Espíritu Santo (cf. Rm 8,14), y sabe reconocer y poner en práctica la ley de Dios, comenzando por la que está inscrita en su corazón y en la naturaleza, beneficia también a la creación, cooperando en su redención. Por esto, la creación —dice san Pablo— desea ardientemente que se manifiesten los hijos de Dios, es decir, que cuantos gozan de la gracia del misterio pascual de Jesús disfruten plenamente de sus frutos, destinados a alcanzar su maduración completa en la redención del mismo cuerpo humano. Cuando la caridad de Cristo transfigura la vida de los santos —espíritu, alma y cuerpo—, estos alaban a Dios y, con la oración, la contemplación y el arte hacen partícipes de ello también a las criaturas, como demuestra de forma admirable el “Cántico del hermano sol” de san Francisco de Asís (cf. Enc. Laudato si’, 87). Sin embargo, en este mundo la armonía generada por la redención está amenazada, hoy y siempre, por la fuerza negativa del pecado y de la muerte.

2. La fuerza destructiva del pecado

Efectivamente, cuando no vivimos como hijos de Dios, a menudo tenemos comportamientos destructivos hacia el prójimo y las demás criaturas —y también hacia nosotros mismos—, al considerar, más o menos conscientemente, que podemos usarlos como nos plazca. Entonces, domina la intemperancia y eso lleva a un estilo de vida que viola los límites que nuestra condición humana y la naturaleza nos piden respetar, y se siguen los deseos incontrolados que en el libro de la Sabiduría se atribuyen a los impíos, o sea a quienes no tienen a Dios como punto de referencia de sus acciones, ni una esperanza para el futuro (cf. 2,1-11). Si no anhelamos continuamente la Pascua, si no vivimos en el horizonte de la Resurrección, está claro que la lógica del todo y ya, del tener cada vez más acaba por imponerse.

Como sabemos, la causa de todo mal es el pecado, que desde su aparición entre los hombres interrumpió la comunión con Dios, con los demás y con la creación, a la cual estamos vinculados ante todo mediante nuestro cuerpo. El hecho de que se haya roto la comunión con Dios, también ha dañado la relación armoniosa de los seres humanos con el ambiente en el que están llamados a vivir, de manera que el jardín se ha transformado en un desierto (cf. Gn 3,17-18). Se trata del pecado que lleva al hombre a considerarse el dios de la creación, a sentirse su dueño absoluto y a no usarla para el fin deseado por el Creador, sino para su propio interés, en detrimento de las criaturas y de los demás.

Cuando se abandona la ley de Dios, la ley del amor, acaba triunfando la ley del más fuerte sobre el más débil. El pecado que anida en el corazón del hombre (cf. Mc 7,20-23) —y se manifiesta como avidez, afán por un bienestar desmedido, desinterés por el bien de los demás y a menudo también por el propio— lleva a la explotación de la creación, de las personas y del medio ambiente, según la codicia insaciable que considera todo deseo como un derecho y que antes o después acabará por destruir incluso a quien vive bajo su dominio.

3. La fuerza regeneradora del arrepentimiento y del perdón

Por esto, la creación tiene la irrefrenable necesidad de que se manifiesten los hijos de Dios, aquellos que se han convertido en una “nueva creación”: «Si alguno está en Cristo, es una criatura nueva. Lo viejo ha pasado, ha comenzado lo nuevo» (2 Co 5,17). En efecto, manifestándose, también la creación puede “celebrar la Pascua”: abrirse a los cielos nuevos y a la tierra nueva (cf. Ap 21,1). Y el camino hacia la Pascua nos llama precisamente a restaurar nuestro rostro y nuestro corazón de cristianos, mediante el arrepentimiento, la conversión y el perdón, para poder vivir toda la riqueza de la gracia del misterio pascual.

Esta “impaciencia”, esta expectación de la creación encontrará cumplimiento cuando se manifiesten los hijos de Dios, es decir cuando los cristianos y todos los hombres emprendan con decisión el “trabajo” que supone la conversión. Toda la creación está llamada a salir, junto con nosotros, «de la esclavitud de la corrupción para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21). La Cuaresma es signo sacramental de esta conversión, es una llamada a los cristianos a encarnar más intensa y concretamente el misterio pascual en su vida personal, familiar y social, en particular, mediante el ayuno, la oración y la limosna.

Ayunar, o sea aprender a cambiar nuestra actitud con los demás y con las criaturas: de la tentación de “devorarlo” todo, para saciar nuestra avidez, a la capacidad de sufrir por amor, que puede colmar el vacío de nuestro corazón. Orar para saber renunciar a la idolatría y a la autosuficiencia de nuestro yo, y declararnos necesitados del Señor y de su misericordia. Dar limosna para salir de la necedad de vivir y acumularlo todo para nosotros mismos, creyendo que así nos aseguramos un futuro que no nos pertenece. Y volver a encontrar así la alegría del proyecto que Dios ha puesto en la creación y en nuestro corazón, es decir amarle, amar a nuestros hermanos y al mundo entero, y encontrar en este amor la verdadera felicidad.

Queridos hermanos y hermanas, la “Cuaresma” del Hijo de Dios fue un entrar en el desierto de la creación para hacer que volviese a ser aquel jardín de la comunión con Dios que era antes del pecado original (cf. Mc 1,12-13; Is 51,3). Que nuestra Cuaresma suponga recorrer ese mismo camino, para llevar también la esperanza de Cristo a la creación, que «será liberada de la esclavitud de la corrupción para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios» (Rm 8,21). No dejemos transcurrir en vano este tiempo favorable. Pidamos a Dios que nos ayude a emprender un camino de verdadera conversión. Abandonemos el egoísmo, la mirada fija en nosotros mismos, y dirijámonos a la Pascua de Jesús; hagámonos prójimos de nuestros hermanos y hermanas que pasan dificultades, compartiendo con ellos nuestros bienes espirituales y materiales. Así, acogiendo en lo concreto de nuestra vida la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, atraeremos su fuerza transformadora también sobre la creación.

Higos y zarzas Lc 6,39-45 (TOC8-19)

“El fruto revela el cultivo del árbol, así la palabra revela el corazón de la persona. No elogies a nadie antes de oírlo hablar, porque ahí es donde se prueba una persona” (Eclo 27,6-7). Después de usar la imagen de la criba que separa el trigo de la paja y la del horno que pone a prueba las vasijas, el Sirácida se refiere a los frutos de los árboles.
Esos tres criterios sirven de introducción para exponer  lo que quiere enseñar: que el valor de la persona se manifiesta cuando habla. Podríamos añadir que la persona se revela también por su silencio. Por tanto, no hay que apresurarse en juzgar a quien no hemos oído personalmente.
            Según el salmo responsorial, quienes permanecen fieles al Señor, seguirán en la vejez dando fruto y proclamando que él es justo y fiable como una roca (Sal 91,15-16). Si la fe triunfa sobre la muerte, san Pablo nos invita a entregarnos a la misión que nos ha sido encomendada, “convencidos de que nuestro esfuerzo no será vano en el Señor” (1 Cor 15,57-58).
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LOS CIEGOS
También Jesús subraya la importancia de la coherencia en la práctica de la vida cristiana (Lc 6,39-45). El Maestro utiliza en primer lugar la parábola que podríamos llamar de los ciegos, redactada como una madeja de preguntas:  
• “¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán los dos en el hoyo?”  La primer pregunta parece un refrán popular. La comunidad cristiana trata de subrayar la responsabilidad que corresponde a los hermanos.
• “¿Por qué te fijas en la mota que tiene tu hermano en el ojo y no reparas en la viga que llevas en el tuyo?”  No basta aprender a guiar con rectitud a los hermanos. Hay que tratar de ser justos a la hora de juzgarlos.
• “¿Cómo puedes decirle a tu hermano: ‘Hermano, déjame que te saque la mota del ojo’, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo?” Es un hipócrita quien ve los defectos ajenos por menudos que sean y no reconoce sus propias faltas. 

LOS ÁRBOLES
A continuación el evangelio de Lucas, pone en boca de Jesús la parábola del árbol y los frutos que recuerda el texto del Sirácida:
• “No hay árbol bueno que dé fruto malo, ni árbol malo que dé fruto bueno; por ello, cada árbol se conoce por su fruto”. La observación del ambiente campesino sugiere y apoya una lección sobre la responsabilidad.
• “No se recogen higos de las zarzas, ni se vendimian racimos de los espinos”. Este pensamiento puede ser una advertencia para desconfiar de las apariencias. O una invitación a confiar en los que ofrecen sus buenos frutos en la comunidad.
• “El hombre bueno, de la bondad que atesora en su corazón saca el bien, y el que es malo, de la maldad saca el mal; porque de lo que rebosa el corazón habla la boca”. La palabra y las obras reflejan el fondo de la conciencia de la persona. Es preciso pedir el don de un corazón limpio para que ilumine y justifique la vida toda.