“Hoy os he quitado de encima el oprobio de Egipto”. Con ese oráculo que hoy se proclama, Dios recuerda a Josué que Él ha liberado a su pueblo y lo ha ido guiando hacia la libertad (Jos 5,9). Ha terminado ya la fatigosa peregrinación por el desierto. Al acercarse a la tierra que Dios le ha prometido, el pueblo podrá disfrutar de los frutos esperados. Y podrá ofrecer al Señor las primicias de sus cosechas, como se recordaba en el primer domingo de cuaresma.
El salmo responsorial convierte aquellas promesas del pasado en una certeza para el presente. También para nosotros Dios abre las manos con una generosidad de Padre: “Gustad y ved qué bueno es el Señor” (Sal 33).
El primer don de ese Padre generoso es el de la reconciliación. San Pablo nos anuncia que Dios nos ha reconciliado consigo por medio de Cristo. Y, además, nos ha encargado el servicio de reconciliarnos con nuestros hermanos y con él mismo (2 Cor 5,17-21).
PÉRDIDAS Y HALLAZGOS
La parábola que hoy se proclama pertenece al capítulo evangélico de las pérdidas y los hallazgos. Un pastor perdió una oveja y no descansó hasta que la encontró. Lo mismo hizo una mujer que había perdido una moneda. Pero más elocuente aún es el relato sobre un hijo que se había perdido y ha sido reencontrado por su padre y por su hermano (Lc 15,32).
El hijo que se fue de casa busca la libertad. Recordando al filósofo Isaías Berlín, podemos decir que el joven consigue la “libertad de” las aparentes ataduras que lo mantenían sujeto, pero no alcanza la “libertad para” el servicio y el amor. Lejos de su casa, se convierte en un esclavo de sus gustos, en un servidor de un amo que lo trata como a un esclavo y en un solitario despreciado por todos.
En realidad, la parábola que llamamos del hijo pródigo es la parábola de la generosidad liberadora del padre. En la experiencia de la soledad, el hijo menor redescubre el valor del hogar familiar El hijo mayor permanece en la casa, pero no ha descubierto la libertad que le proporciona el amor de su padre. Solo el amor nos hace libres. Solo el amor nos hace reconocer nuestra verdadera dignidad.
LA VERDADERA ALEGRÍA
Al retornar a casa, el hijo menor desea ser tratado como un jornalero más. Seguramente esa es la última tentación. Los verdaderos creyentes no pueden presentarse ante Dios reclamando un premio o un salario por su trabajo.
• Al que regresa triste y pobre el padre lo recibe con los brazos abiertos. Lo viste de fiesta para subrayar su dignidad. Y le entrega el anillo con el que él ratifica los contratos. La alegría por el hijo reencontrado revela la confianza del padre y demanda la responsabilidad del hijo.
• Y al hijo mayor, que ha permanecido en la casa, el padre le recuerda una doble relación. Es un hijo, con el que el padre comparte todos sus bienes. Y tiene un hermano, al que debe aceptar y recibir como tal.
A las palabras del hijo menor, el padre no responde con palabras, sino con los gestos de la fiesta y la alegría. Pero al hijo mayor sí que le dirige una invitación que marca el tono de todo el relato: “Deberías alegrarte porque este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido; estaba perdido y lo hemos encontrado”.
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