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El Reino y el Evangelio de Dios
1. El evangelio de Mateo está centrado, específicamente, en actualizar el texto de Isaías que se ha leído en la primera lectura, en una aplicación radical a Jesús de las palabras sobre la luz nueva en Galilea. En la tradición de Marcos ya se había dejado bien sentado que Jesús comienza su actividad una vez que Juan el Bautista ha sido encarcelado. Esto obedece, más probablemente, a planteamientos teológicos que históricos, ya que ambos pudieron coincidir en su actividad. En realidad, Juan y Jesús actuaban con criterios distintos. Jesús es la novedad, la buena noticia, para los que durante siglos habían caminado en tinieblas y en sombras de muerte. Si el texto de Is 8,23ss se refería a una época muy concreta que precedió al rey Josías, en la tradición cristiana primitiva se entendió esto como consecuencia del oscurantismo del judaísmo que había hecho callar durante mucho tiempo la profecía, la verdadera palabra de Dios, que interpretaba la historia con criterios liberadores.
2. Y hay más; esta luz no viene de Jerusalén, sino que aparece en Galilea, en los territorios de las tribus de Zabulón y Neftalí, que siempre habían tenido fama de ser una región abierta al paganismo. Más concretamente, Jesús, dejando Nazaret, se establece en una ciudad del lago de Galilea, en Cafarnaún. Es aquí donde comienza a oírse la novedad de la predicación del Reino de Dios, de los cielos, como le gusta decir al evangelio de Mateo. La otra parte del texto evangélico de hoy, la llamada de los primeros discípulos, Pedro y Andrés, Santiago y Juan, -que puede omitirse-, es una consecuencia de la predicación del evangelio, que siempre, donde se predique, tendrá seguidores. En realidad está siguiendo el texto de Marcos 1,14ss.
3.Mateo, pues, ha leído el texto de Marcos sobre el programa de Jesús: el tiempo que se acerca es el tiempo del evangelio, de la buena nueva, que exige un cambio de mentalidad (¡convertirse!) y una confianza absoluta (creer) en el evangelio. Los dos elementos fundamentales de este programa, ya han sido puestos de manifiestos por todos: el reinado de Dios (el reino de los cielos le llama Mateo) y la buena noticia que este reino supone como acontecimiento para el mundo y la para la historia. El evangelista, al apoyar este programa en el texto de Is. 8,23ss, está poniendo de manifiesto que esto es el “cumplimiento” de una promesa de Dios por medio de sus profetas antiguos, en este caso Isaías. La “escuela de Mateo” es muy reflexiva al respecto, dando a entender lo que sucede con la actuación de Jesús, desde el principio: llevar adelante el “proyecto de Dios”.
4. Sabemos que ese reino, (malkut, en hebreo) no debe entenderse en sentido político directamente. Pero tampoco es algo abstracto como pudiera parecer en primera instancia. Si bien es verdad que no se trata de un concepto espacial ni estático, sino dinámico, entonces debemos deducir que lo que Jesús quiere anunciar con este tiempo nuevo que se acerca es la soberanía de la voluntad salvífica y amorosa de Dios con su pueblo y con todos los hombres. Por eso basileia (griego) o malkut (hebreo) no debería traducirse directamente por “reino”, sino por “reinado”: es algo nuevo que acontece precisamente porque alguien está dispuesto a que sea así. Este es Jesús mismo, el profeta de Nazaret de Galilea, que se siente inspirado y fortalecido para poner a servicio de la soberanía o la voluntad de Dios, todo su ser y todo su vida.
5. Si Jesús anuncia que Dios va a reinar (lo cual no es desconocido en la mentalidad judía) es que está proclamando o defendiendo algo verdaderamente decisivo. Si antes no ha sido así es porque es necesario un nuevo giro en la historia y en la religión de este pueblo que tiene a Dios por rey. No se trata, pues, simplemente de aplicarle a Dios el título de rey o de atribuirle un reino espacial, sino del acontecimiento que pone patas arriba todo lo que hasta ahora se ha pensado en la práctica sobre Dios y sobre su voluntad. Dios no será un Dios sin corazón, sin entrañas; o un Dios que no se compadezca de los pobres y afligidos, sino que estará con los que sufren y lloran, aunque no sean cumplidores de los preceptos de la ley y de las tradiciones religiosas ancestrales inhumanas. En definitiva, Dios quiere “reinar” y lo hará como ya los profetas lo habían anunciado, pero incluso con más valentía si cabe. Esa es la novedad y por eso lo que acontece ahora, unido al concepto “reino de Dios” o “de los cielos”, es el evangelio. Con razón se ha dicho que estamos ante el verdadero “programa” de Jesús, el profeta de Nazaret: anunciar el reinado de Dios como buena noticia para la gente.
6.El acierto de la escuela cristiana de Mateo fue precisamente leer las Escrituras, Is. 8,23ss precisamente, a la luz de la vida de Jesús. Ahora se están cumpliendo esas palabras de Isaías, cuando el profeta de Galilea anuncia el evangelio del Reino. Siendo esto así, no se podría entender que el cristianismo no sea siempre una religión que aporte al mundo “buenas noticias” de salvación. Siendo esto así, la Iglesia no puede cerrarse en un mensaje contra-evangélico, porque sería repetir, por agotamiento, la experiencia caduca del judaísmo oficial del tiempo de Jesús. Este es el gran reto, pues, para todos los cristianos. Porque Dios quiere “reinar” salvando, haciendo posible la paz y la concordia. De ahí que el reino de Dios, tal como Jesús lo exterioriza, representa la transformación más radical de valores que jamás se haya podido anunciar. Porque es la negación y el cambio, desde sus cimientos, del sistema social establecido. Este sistema, como sabemos bien, se asienta en la competitividad, la lucha del más fuerte contra el más débil y la dominación del poderoso sobre el que no tiene poder. Y esto no se reduce simplemente a una visión social, sino que es también, y más si cabe, religiosa, porque Jesús proclama que Dios es padre de todos por igual. Y si es padre, eso quiere decir obviamente que todos somos hermanos. Y si hermanos, por consiguiente iguales y solidarios los unos de los otros. Además, en toda familia bien nacida, si a alguien se privilegia, es precisamente al menos favorecido, al despreciado y al indefenso. He ahí el ideal de lo que representa el reinado de Dios en la predicación de Jesús; estas son las buenas noticias que le dan identidad al cristianismo.
El don del bautismo en el Espíritu Jn 1,29-34 (TOA2-20)
Este de hoy es uno de los textos de densidad cristológica inigualable. Su lectura se puede dividir en dos : vv. 29-31 y vv. 32-34. Sabemos que el evangelio de Juan no se anda por las ramas en lo que respecta a las afirmaciones cristológicas, de títulos, sobre Jesús. Por eso se ha dicho, con razón, que las afirmaciones del evangelio de Juan responden a una época bien tardía del Nuevo Testamento. Eso no significa que se haya desfigurado la base histórica del cristianismo primitivo; simplemente que se dan pasos muy avanzados. Efectivamente, sabemos que el evangelio de Juan tampoco es el resultado de una mano sola en su redacción o confección, sino de varias manos, de varias épocas, a la vez que se perciben polémicas y otras cosas semejantes. El texto de hoy es típico en este sentido.
El contraste entre Juan y Jesús es tan patente como si se describiera el amanecer y el mediodía, entre las sombras y la luz; entre el agua y el Espíritu. En el texto queda patente que Juan actuaba por medio del bautismo de agua para la conversión; de Jesús se quiere afirmar que trae el bautismo nuevo, radical, en el Espíritu, para la misma conversión y para la vida. Uno es algo ritual y externo; otro es interior y profundo: sin el Espíritu todo puede seguir igual, incluso la religión más acendrada. Esto es lo que el testo joánico de nuestro evangelista quiere subrayar. Y el hecho de que lo presente, al principio, como un “cordero” indica que su fuerza estará en la debilidad e incluso en la mansedumbre de un cordero (signo bíblico de la dulzura) dispuesto a ser “degollado”. En definitiva, el pecado absoluto del mundo, será vencido por el poder del Espíritu que trae Jesús. El bautismo de agua puede y tiene sentido, pero para significar el bautismo, el sumergirse, en el Espíritu de Dios que trae Jesús.
Probablemente se quiera combatir a algunos discípulos de Juan el Bautista que pertenecían a la comunidad joánica y necesitaban un testimonio de esta envergadura, porque todavía no habían comprendido verdaderamente el papel del Bautista como anunciador del verdadero Mesías. Juan, frente a Jesús, no tiene sino agua para purificar, pero eso es muy poca cosa para purificar corazones; así lo reconoce. Solamente el Espíritu que ha recibido y trae Jesús es capaz de lograr ese cambio de lo más íntimo de nuestro ser y de nuestra voluntad. Se quiere poner de manifiesto, pues, que Juan el Bautista pide a sus discípulos que desde ahora lo dejen a él y sigan al que se atreve a llamar (propio de la alta teología joánica) Hijo de Dios. Su papel está cumplido: saber ser amigo del esposo, como se dirá en otra ocasión.
Fray Miguel de Burgos Núñez
Los magos y sus regalos (Papa Francisco)
Epifanía: la palabra indica la manifestación del Señor quien, como dice san Pablo en la segunda lectura (cf. Ef 3,6), se revela a todas las gentes, representadas hoy por los magos. Se desvela de esa manera la hermosa realidad de Dios que viene para todos: Toda nación, lengua y pueblo es acogido y amado por él. Su símbolo es la luz, que llega a todas partes y las ilumina.
Ahora bien, si nuestro Dios se manifiesta a todos, sin embargo, produce sorpresa cómo se manifiesta. El evangelio narra un ir y venir entorno al palacio del rey Herodes, precisamente cuando Jesús es presentado como rey: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?» (Mt 2,2), preguntan los magos. Lo encontrarán, pero no donde pensaban: no está en el palacio real de Jerusalén, sino en una humilde morada de Belén. Asistimos a la misma paradoja en Navidad, cuando el evangelio nos hablaba del censo de toda la tierra en tiempos del emperador Augusto y del gobernador Quirino (cf. Lc 2,2). Pero ninguno de los poderosos de entonces se dio cuenta de que el Rey de la historia nacía en ese momento. E incluso, cuando Jesús se manifiesta públicamente a los treinta años, precedido por Juan el Bautista, el evangelio ofrece otra solemne presentación del contexto, enumerando a todos los “grandes” de entonces, poder secular y espiritual: el emperador Tiberio, Poncio Pilato, Herodes, Filipo, Lisanio, los sumos sacerdotes Anás y Caifás. Y concluye: «Vino la palabra de Dios sobre Juan en el desierto» (Lc 3,2). Por tanto, no sobre alguno de los grandes, sino sobre un hombre que se había retirado en el desierto. Esta es la sorpresaHe aquí la sorpresa: Dios no se manifiesta ocupando el centro de la escena.
Al oír esa lista de personajes ilustres, podríamos tener la tentación de “poner el foco de luz” sobre ellos. Podríamos pensar: habría sido mejor si la estrella de Jesús se hubiese aparecido en Roma sobre el monte Palatino, desde el que Augusto reinaba en el mundo; todo el imperio se habría hecho enseguida cristiano. O también, si hubiese iluminado el palacio de Herodes, este podría haber hecho el bien, en vez del mal. Pero la luz de Dios no va a aquellos que brillan con luz propia. Dios se propone, no se impone; ilumina, pero no deslumbra. Es siempre grande la tentación de confundir la luz de Dios con las luces del mundo. Cuántas veces hemos seguido los seductores resplandores del poder y de la fama, convencidos de prestar un buen servicio al evangelio. Pero así hemos vuelto el foco de luz hacia la parte equivocada, porque Dios no está allí. Su luz tenue brilla en el amor humilde. Cuántas veces, incluso como Iglesia, hemos intentado brillar con luz propia. Pero nosotros no somos el sol de la humanidad. Somos la luna que, a pesar de sus sombras, refleja la luz verdadera, el Señor. La Iglesia es el mysterium lunae y el Señor es la luz de mundo (cf. Jn 9,5); él, no nosotros.
La luz de Dios va a quien la acoge. En la primera lectura, Isaías nos recuerda que la luz divina no impide que las tinieblas y la oscuridad cubran la tierra, pero resplandece en quien está dispuesto a recibirla (cf. 60,2). Por eso el profeta dirige una llamada, que nos interpela a cada uno: «Levántate y resplandece, porque llega tu luz» (60,1). Es necesario levantarse, es decir sobreponerse a nuestro sedentarismo y disponerse a caminar, de lo contrario, nos quedaremos parados, como los escribas consultados por Herodes, que sabían bien dónde había nacido el Mesías, pero no se movieron. Y después, es necesario revestirse de Dios que es la luz, cada día, hasta que Jesús se convierta en nuestro vestido cotidiano. Pero para vestir el traje de Dios, que es sencillo como la luz, es necesario despojarse antes de los vestidos pomposos, en caso contrario seríamos como Herodes, que a la luz divina prefirió las luces terrenas del éxito y del poder. Los magos, sin embargo, realizan la profecía, se levantan para ser revestidos de la luz. Solo ellos ven la estrella en el cielo; no los escribas, ni Herodes, ni ningún otro en Jerusalén. Para encontrar a Jesús hay que plantearse un itinerario distinto, hay que tomar un camino alternativo, el suyo, el camino del amor humilde. Y hay que mantenerlo. De hecho, el Evangelio de este día concluye diciendo que los magos, una vez que encontraron a Jesús, «se retiraron a su tierra por otro camino» (Mt 2,12). Otro camino, distinto al de Herodes. Un camino alternativo al mundo, como el que han recorrido todos los que en Navidad están con Jesús: María y José, los pastores. Ellos, como los magos, han dejado sus casas y se han convertido en peregrinos por los caminos de Dios. Porque solo quien deja los propios afectos mundanos para ponerse en camino encuentra el misterio de Dios.
Vale también para nosotros. No basta saber dónde nació Jesús, como los escribas, si no alcanzamos ese dónde. No basta saber, como Herodes, que Jesús nació si no lo encontramos. Cuando su dónde se convierte en nuestro dónde, su cuándo en nuestro cuándo, su persona en nuestra vida, entonces las profecías se cumplen en nosotros. Entonces Jesús nace dentro y se convierte en Dios vivo para mí. Hoy, hermanos y hermanas, estamos invitados a imitar a los magos. Ellos no discuten, sino que caminan; no se quedan mirando, sino que entran en la casa de Jesús; no se ponen en el centro, sino que se postran ante él, que es el centro; no se empecinan en sus planes, sino que se muestran disponibles a tomar otros caminos. En sus gestos hay un contacto estrecho con el Señor, una apertura radical a él, una implicación total con él. Con él utilizan el lenguaje del amor, la misma lengua que Jesús ya habla, siendo todavía un infante. De hecho, los magos van al Señor no para recibir, sino para dar. Preguntémonos: ¿Hemos llevado algún presente a Jesús para su fiesta en Navidad, o nos hemos intercambiado regalos solo entre nosotros?
Si hemos ido al Señor con las manos vacías, hoy lo podemos remediar. El evangelio nos muestra, por así decirlo, una pequeña lista de regalos: oro, incienso y mirra. El oro, considerado el elemento más precioso, nos recuerda que a Dios hay que darle siempre el primer lugar. Se le adora. Pero para hacerlo es necesario que nosotros mismos cedamos el primer puesto, no considerándonos autosuficientes sino necesitados. Luego está el incienso, que simboliza la relación con el Señor, la oración, que como un perfume sube hasta Dios (cf. Sal 141,2). Pero, así como el incienso necesita quemarse para perfumar, la oración necesita también “quemar” un poco de tiempo, gastarlo para el Señor. Y hacerlo de verdad, no solo con palabras. A propósito de hechos, ahí está la mirra, el ungüento que se usará para envolver con amor el cuerpo de Jesús bajado de la cruz (cf. Jn 19,39). El Señor agradece que nos hagamos cargo de los cuerpos probados por el sufrimiento, de su carne más débil, del que se ha quedado atrás, de quien solo puede recibir sin dar nada material a cambio. La gratuidad, la misericordia hacia el que no puede restituir es preciosa a los ojos de Dios. La gratuidad es preciosa a los ojos de Dios. En este tiempo de Navidad que llega a su fin, no perdamos la ocasión de hacer un hermoso regalo a nuestro Rey, que vino por nosotros, no sobre los fastuosos escenarios del mundo, sino sobre la luminosa pobreza de Belén. Si lo hacemos así, su luz brillará sobre nosotros.
(Homilía Epifanía del Señor 6-1-2019)
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