Hoy, Martes Santo, la liturgia pone el acento sobre el drama que está a punto de desencadenarse y que concluirá con la crucifixión del Viernes Santo. «En cuanto tomó Judas el bocado, salió. Era de noche» (Jn 13,30). Siempre es de noche cuando uno se aleja del que es «Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero» (Símbolo de Nicea-Constantinopla).
Dos traiciones se nos presentan.
La de Judas Iscariote es símbolo de "la arrogancia con la que queremos emanciparnos de Dios y no ser nada más que nosotros mismos; la arrogancia por la que creemos no tener necesidad del amor eterno, sino que deseamos dominar nuestra vida por nosotros mismos" (Benedicto XVI).
Por su parte, el anuncio de la traición de Pedro no se basa en la maldad o en la mala intención sino que rezuma cobardía y debilidad humana. Y, a pesar de tal acto, todo en él es amor, generosidad, naturalidad, nobleza. Es el contrapunto a Judas. Él se arrepintió sinceramente y manifestó su dolor lleno de amor. Por eso, Jesús lo reafirmó en la vocación y en la misión que le había preparado.
Frente a la traición-pecado ha de imponerse la misericordia que supone un “cambio” por nuestra parte. Una inversión de la situación que consiste en despegarse de las criaturas para vincularse a Dios y reencontrar así la auténtica libertad.
En la Cruz, Cristo tenderá sus brazos a todos. Nadie quedará excluido.
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