Había una vez tres hermanos mozos, que no hallando en qué acomodarse, determinaron irse por esos mundos a buscar acomodo.
Llegaron a un lugar en el que se separaba el camino en tres, y convinieron en seguir cada cual uno de ellos, quedando emplazados para volver a reunirse allí mismo a los tres años, para participarse mutuamente el cómo les había ido y lo que habían agenciado en ese tiempo.
Por aquel entonces, habéis de saber que andaba Nuestro Señor por el mundo, así como sus discípulos, y el mayor de los hermanos se encontró con San Pedro, que le preguntó si quería servirlo, a lo que estuvo él muy dispuesto.
-¿Y por qué me quieres servir -le preguntó el Santo-, por la gloria de hacerlo, o por dinero?
-Por el dinero -contestó el hermano mayor. Y quedaron conformes.
Lo propio en todo punto que sucedió al hermano mayor con San Pedro, le pasó al segundo, que se encontró con San Juan, a cuyo servicio quedó por el dinero, como el mayor quedó al de San Pedro; pero no así al más chico, que se encontró con Nuestro Señor, y le dijo que no quería retribución, sino que lo haría por la gloria de servirlo.
Sirvieron los hermanos por tres años a sus amos; entonces se despidieron, por precisarles cumplir la palabra que se habían dado de encontrarse los tres el día señalado en el lugar donde se habían separado.
Cuando se reunieron, sacaron los dos hermanos mayores el mucho dinero que habían ganado durante el tiempo transcurrido, y preguntaron al menor qué era lo que él había ganado; este contestó que nada traía, porque sólo había servido a su amo por la gloria de servirlo.
Los hermanos se burlaron de él, y cada cual se fue por su lado. Los dos mayores se casaron con mujeres ricas, se pusieron a traficar con sus dineros y se hicieron unos señorones de los más encopetados, gastando mucho lujo y mucha fantasía. El chico, como que era pobre, se casó con otra pobre, tuvo un celemín de hijos, y llegó a tanto atraso, que se fue a vivir a una chocita al campo.
Al cabo de muchos años pasaron el Señor y sus discípulos por aquella tierra, y el Señor les propuso que fuesen cada cual a ver al criado que le había servido. Llegó, pues, San Pedro en casa del hermano mayor, y le dijo a uno de los muchos criados que tenía:
-Anda y dile a tu señor que aquí está su amo, que si lo quiere hospedar.
Al oír aquel recado el señorón, se puso hecho un toro de fuego.
-¡Yo servir! -contestó-. ¡Yo un amo! Mis caudales son de herencia; yo nunca he servido; ese hombre está loco; dile que se vaya, y que si no, le echo los perros.
Y otro tanto, punto por punto, le sucedió a San Juan con el hermano segundo.
Entre tanto, el Señor se había llegado a la choza del hermano menor. Este había ido al monte por una carguita de leña, y su mujer, cuando llegó el Señor, le dijo que pasase adelante y se sentase mientras volvía su marido. Cuando lo vio venir, le salió al encuentro y le dijo que en la choza estaba su amo.
-¡Mi amo! ¡Mi amo! -gritó el pobre fuera de sí de alegría-. ¡Mi amo! -repetía llorando y besando las manos de Jesús-. Poco tengo, Señor; pero eso poco es de su merced. Mujer, dale al amo lo que hay en casa; ¡todo! ¡Y pronto, pronto!
La mujer le dijo que nada había sino pan.
-¡Qué pena! -dijo afligido el marido-. Pero si otra cosa no hay, tráelo.
El Señor se sentó en la mesa del pobre y comió el pan que de tan buen corazón se le ofrecía y le bendijo; y por eso, niños míos, es el pan bendito sustento; por eso los cristianos nunca le niegan un pedazo de pan al pobre que en nombre de Dios lo pide; por eso no se tira, y cuando cae al suelo, se le besa en desagravio; por eso hay tanto pan en el mundo y alcanza para mantener a todos, y es de tanto alimento, que sólo con él vive el hombre sano y robusto; por eso gusta a todos, y es el solo bien terreno que nos prescribió el Señor pedirle; por eso cría el campo las mieses tan hermosas, y tan ricas las espigas; por eso cuando el tiempo que hace les es contrario, hace nuestra bendita madre la Iglesia santas rogativas, que es rara la vez que deja el Señor de atender; por eso, en fin, le nombra el hombre con reverencia y gratitud el pan de Dios.
Después que hubo comido, le dijo el Señor al pobre:
-No te recompenso tu buena acogida haciéndote rico, que las riquezas no dan la felicidad en la tierra, y dificultan mucho la del cielo; pero te prometo que no te faltará el pan que me has dado, pues cuando ganar no lo puedas, la caridad te lo dará. Sé agradecido a quien contigo la ejerza, que el agradecer es tan obligación como el dar
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