El evangelio de la Samaritana parece jugar con los contrastes. En primer lugar, el del tiempo. El agua es el punto de partida para un encuentro que tiene lugar junto al pozo de Jacob. El presente de la salvación hunde sus raíces en los caminos que en el pasado recorrieron los patriarcas. La memoria es el punto de apoyo para la esperanza.
El segundo contraste nos revela el paso de los prejuicios sociales al descubrimiento de la identidad de las personas concretas. Los samaritanos no se hablan con los judíos. Conflictos y rencillas seculares dificultan el encuentro de un yo auténtico con un tú verdadero. Jesús hace posible ese paso: “Soy yo, el que habla contigo”.
El tercer contraste señala el paso de las carencias habituales a la necesidad fundamental. Sólo es posible el diálogo cuando se confiesa la propia pobreza. Jesús manifiesta tener sed. Y la Samaritana pide también el agua de que carece. El evangelio no dice que uno y otro terminaran bebiendo de aquel agua. La dolencia de amor sólo se cura con la presencia y la figura, según San Juan de la Cruz.
Un cuarto contraste nos interpela a los cristianos de hoy. La mujer samaritana vive en la periferia de la fe, en los márgenes de la moralidad y en las dudas ceremoniales. Pero los títulos que va dando a Jesús señalan que va subiendo los escalones de la fe. Mientras tanto, los discípulos permanecen anclados en el título de “Maestro”.
El segundo contraste nos revela el paso de los prejuicios sociales al descubrimiento de la identidad de las personas concretas. Los samaritanos no se hablan con los judíos. Conflictos y rencillas seculares dificultan el encuentro de un yo auténtico con un tú verdadero. Jesús hace posible ese paso: “Soy yo, el que habla contigo”.
El tercer contraste señala el paso de las carencias habituales a la necesidad fundamental. Sólo es posible el diálogo cuando se confiesa la propia pobreza. Jesús manifiesta tener sed. Y la Samaritana pide también el agua de que carece. El evangelio no dice que uno y otro terminaran bebiendo de aquel agua. La dolencia de amor sólo se cura con la presencia y la figura, según San Juan de la Cruz.
Un cuarto contraste nos interpela a los cristianos de hoy. La mujer samaritana vive en la periferia de la fe, en los márgenes de la moralidad y en las dudas ceremoniales. Pero los títulos que va dando a Jesús señalan que va subiendo los escalones de la fe. Mientras tanto, los discípulos permanecen anclados en el título de “Maestro”.
(Por José-Román Flecha Andrés)
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