En el rezo del Rosario, solíamos meditar los misterios gozosos, dolorosos y gloriosos de la vida de Jesús. Como sabemos, el Papa Juan Pablo II introdujo en esa devoción tradicional los “misterios luminosos”. Entre ellos meditamos el Bautismo de Jesús, como principio de su vida pública y proclamación de su misión.
Seguramente la celebración de esta fiesta del Bautismo de Jesús nos sorprende por venir tan unida a la que conmemora la llegada de los Magos. Tenemos la impresión de que toda la vida oculta de Jesús se escapa de nuestra consideración. No es extraño que los evangelios apócrifos trataran de llenar ese vacío con tantas leyendas fantásticas.
Sin embargo, durante muchos siglos a los cristianos les parecía normal unir la fiesta del Bautismo de Jesús con la llegada de los sabios del Oriente. Ambos acontecimientos eran y son una “epifanía”, es decir, una “manifestación” de Dios en Jesús de Nazaret.
De hecho, en Jesús se manifiesta la gloria salvadora de Dios, tanto a los que llegan a adorarlo como a los que lo ven bajar a las aguas del Jordán. Es decir, en Él se manifiesta el amor de Dios tanto a los lejanos como a los cercanos, a los paganos como a los creyentes.
JESÚS Y EL JORDÁN
El relato evangélico del Bautismo de Jesús que hoy se recuerda y proclama (Mc 1, 6-11) es de una enorme y consoladora riqueza. No es extraño que tantas veces haya atraído la atención de los Padres de la Iglesia, y también de los pintores y escultores cristianos. En el entorno del Jordán se nos revela la identidad y la misión de Jesús, el Mesías y Señor.
El escenario mismo tiene una gran importancia. Tras el largo camino por el desierto, Josué cruzó con los hebreos el Jordán para entrar en la tierra prometida por Dios. Como un nuevo guía del nuevo pueblo de Dios, Jesús baja al Jordán para introducirnos en el reino de las promesas y de la gracia.
Al Jordán había bajado también Naamán, el jefe de los ejércitos de Damasco. El profeta Eliseo le ordenó bañarse en sus aguas. Y gracias a ello se vio curado de su lepra. Al Jordán baja también Jesús, haciéndose solidario del dolor de todos los que sufren y de la humillación de todos los marginados.
El Bautismo de Jesús es ya de alguna manera la revelación de la Trinidad de nuestro Dios. Por una parte, se oye una voz celestial que reconoce a Jesús como Hijo. Además, Jesús es presentado como un peregrino procedente de Galilea, que llega a escuchar a un profeta y es reconocido como Hijo de Dios. Y, finalmente, sobre él aletea el Espíritu de Dios que, como la paloma de los tiempos del diluvio, encuentra en él la tierra de la nueva creación.
DIOS Y EL AMOR
En el evangelio de hoy se recogen unas palabras del Bautista: “Detrás de mí viene el que puede más que yo”. Se hace notar el silencio del Bautizado. Y finalmente se oye una voz del cielo: “Tú eres mi hijo amado, mi predilecto”. Hay que escuchar siempre esa alternancia de profecía, silencio y oráculo divino.
• “Tú eres mi hijo amado, mi predilecto”. En otros tiempos, las gentes “temían que Dios no fuera bueno del todo”. En Jesús se nos revela que “Dios es pura bondad”. Así lo ha recordado Benedicto XVI en la noche de la pasada Navidad. En el Bautismo de Jesús, Dios se revela como fuente de amor.
• “Tú eres mi hijo amado, mi predilecto”. Bien sabemos que el amor es como un diamante con muchas facetas. “Sólo el Dios que es amor y el amor que es Dios” podía optar por salvarnos por el camino que “respeta su verdad y la nuestra: el camino de la reconciliación, el diálogo y la colaboración”. Así lo ha dicho el mismo Papa el día de Navidad.
• “Tú eres mi hijo amado, mi predilecto”. En la historia de Israel, se ha presentado a Dios como dueño de la viña, pastor del rebaño, esposo amante muchas veces traicionado, y como padre que cuida y guía a su hijo. Con esa imagen se presenta el mismo Dios en el Jordán. Es el Padre de Jesús. El Padre de quien se proclama como hermano nuestro. ¡Nuestro Padre!
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