“Llamaré a mi siervo, a
Eliacín… Colgaré de su hombro la llave del palacio de David; lo que él abra
nadie lo cerrará, lo que él cierre nadie lo abrirá”. Con este oráculo divino,
el profeta Isaías anuncia que Sobna, mayordomo de palacio, será destituido de
su cargo y reemplazado por Eliacín (Is 22, 19-23).
Al menos cuatro imágenes
contribuyen a reflejar el poder que le será otorgado por el Señor: le vestirá
una túnica y le ceñirá una banda, le entregará la llave del palacio y lo
hincará como un clavo en sitio firme.
Todo un ritual cortesano para indicar que es el Señor quien elige y
quien confiere la autoridad.
Ante la decisión de Dios, al
elegido solo le queda repetir con el salmo: “El Señor es sublime, se fija en el
humilde y de lejos conoce al soberbio. Señor, tu misericordia es eterna, no
abandones la obra de tus manos” (Sal 137,6.8). Dios es el Señor. Nadie puede
ser su consejero, como escribe san Pablo (Rom 11,33-36).
LAS PREGUNTAS
El texto evangélico que hoy se
proclama nos lleva a Cesarea de Filipo (Mt 16,13-20). Parece que el Maestro
quiere ofrecer un lugar y un tiempo de descanso a sus discípulos. Precisamente
allí, cerca de las fuentes del Jordán, Jesús les dirige dos preguntas que se
refieren a su identidad y a la actitud de sus seguidores.
• “¿Quién dice la gente que es
el Hijo del hombre?” ¿Se trata solamente de conocer las opiniones existentes
sobre el Mesías? ¿O se pretende recoger la imagen con las que las gentes
identifican ya al mismo Jesús? En cualquiera de las hipótesis, la respuesta no
comprometía demasiado a los discípulos.
• “Y vosotros, ¿quién decís
que soy yo?” ¿Se trata de controlar la información que los discípulos van dando
a la gente sobre su Maestro? ¿O se pretende saber qué significa ya Jesús en la
vida de cada uno de ellos? En ambos casos, la respuesta que den implica una
confesión de la postura y las expectativas de sus seguidores.
LA RESPUESTA
A la primera pregunta
responden “ellos”, es decir, los discípulos. A la segunda responde solo Simón
con una admirable confesión de fe: “Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo”.
Jesús replica con una bienaventuranza, una revelación y una promesa.
• “Bienaventurado tú, Simón”.
El apóstol ha podido hacer esa confesión de fe porque el Padre celestial le ha
revelado la identidad de Jesús. Se unen un motivo para la alegría por lo
recibido y una invitación a la humildad del receptor.
• “Tú eres Pedro”. Al
imponerle un nombre nuevo, Jesús le otorga una dignidad que es en realidad una
responsabilidad. El apóstol será la piedra sobre la que se apoya la comunidad.
Esa piedra del cimiento, que permanece enterrada y escondida.
• “Te daré las llaves del
reino de los cielos”. Evidentemente no es el poder sobre la gloria eterna.
Simón recibe, como Eliacín, las llaves que representan la autoridad que
mantiene la unidad en la casa y la responsabilidad de atender a sus habitantes.
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