La vida de los discípulos era relativamente cómoda mientras seguían a Jesús de pueblo en pueblo, escuchando su palabra. Pero, un buen día, Él pidió a sus tres discípulos más cercanos: Pedro, Santiago y Juan, que le acompañaran a orar en la cima de un monte. Todos alguna vez hemos subido a una montaña. Y sabemos que no es fácil, porque nuestras piernas se cansan rápidamente, comenzamos a sudar y, al llegar a la cima, el aire frío azota nuestra cara.
Así, fatigados llegaron a la cumbre y se sentaron junto a Jesús a orar, mientras contemplaban la belleza del paisaje que se abría ante ellos. Y pronto se dieron cuenta de que el esfuerzo ascético que les había supuesto llegar ahí, había merecido la pena. Nos dicen los evangelistas que aquella oración fue tan profunda e intensa, que vieron cómo Jesús se mostraba ante ellos con toda su divinidad. ¿Estarían teniendo una alucinación? No, era real, pues vieron cómo las Sagradas Escrituras, representadas por Moisés –la Ley– y Elías –los profetas–, confirmaban que, en efecto, Jesús es Dios.
Aquello sobrepasaba su capacidad intelectual, estaban confusos, pero también se sentían muy a gusto estando junto a Jesús. Era tal su consolación interior, que deseaban que aquello no acabase nunca. Por eso, Pedro, ingenuamente, se ofreció para construir unas cabañas a Jesús, Moisés y Elías. Pensaba que cuanto más tiempo durase aquella experiencia espiritual, mejor. Pero ese no es el fin de la oración, uno no ora buscando su bienestar interior, sino su conversión. Oramos para que Dios nos transforme interiormente en personas caritativas.
Y así fue, Dios Padre se hizo presente ante ellos por medio una nube, pues sabían que estaba ahí, pero su intelecto no era capaz de percibir ni entender lo que estaba sucediendo. Pues Dios es el sumo Bien, la suma Verdad y la suma Belleza. Y eso no lo puede captar nuestro cerebro. Por eso, lo que vieron fue una nube. Y, por medio de ella, Dios les habló confirmando que Jesús es su Hijo, y diciéndoles que es a Él al que deben escuchar y al que deben seguir, incluso cuando, dentro de unas semanas, muera en la Cruz.
Y, una vez que los discípulos captaron este mensaje que les había llegado de lo Alto, la nube se disipó y todo volvió a la normalidad. La experiencia mística había acabado. Pero ellos ya no eran los mismos. Y Jesús les dijo que, de momento, no contaran nada. En efecto, sabemos por los autores místicos que una experiencia así de fuerte necesita años para ser comprendida y asimilada. Ellos tuvieron que esperar a la venida del Espíritu Santo en Pentecostés para poder comenzar a contar aquello que les sucedió en la cima del monte, cuando subieron a orar con Jesús.
Como vemos, en este segundo domingo de Cuaresma las lecturas nos invitan a dejar la rutina, la comodidad de hacer siempre lo mismo, para aventurarnos a seguir a Jesús y tener una profunda experiencia de Dios que nos transforme. Ciertamente, eso nos va a suponer un esfuerzo, como lo fue para los discípulos subir al monte, pero mereció la pena, vaya que sí. A nosotros, como a ellos, Jesús nos invita a seguir sus pasos para experimentar su divinidad.
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