“Si de veras me obedecéis y guardáis mi alianza, seréis mi propiedad personal entre todos los pueblos, porque mía es toda la tierra. Seréis para mí un reino de sacerdotes y una nación santa” (Éx 19,5-6). Ese es el mensaje que Dios confía a Moisés en la motaña para que lo transmita a su pueblo.
Ser propiedad de Dios es un honor y debería ser una responsabilidad. Quien se sabe elegido por Dios nunca debería aceptar ser dominado por poderes inhumanos. Al mismo tiempo, esa pertenencia a Dios señala la vocación de todo un pueblo. Queda consagrado a Dios y es llamado a vivir en santidad.
Con el salmo responsorial, confesamos que nos sentimos herederos de aquella elección divina: “Nosotros somos su pueblo y ovejas de su rebaño” (Sal 99).
Hemos sido elegidos gratuitamete. Cristo ha entregado su vida por nosotros. Por él hemos obtenido la reconciliación, como escribe san Pablo a los Romanos (Rom 5,6-11)
LA LEPRA Y LOS DEMONIOS
En el evangelio de este domingo undécimo del tiempo ordinario (Mt 9,36–10,8) se nos dice que Jesús envió a sus discípulos con una misión que parecía imposible: “Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios”. Jesús les hacía partícipes y continuadores de su propia misión.
Es verdad que a lo largo de dos milenios la fuerza de la fe ha puesto salud donde había enfermedad y proyectos de vida donde reinaba la muerte. Pero aquel encargo tenía un sentido más amplio. Los discípulos de Jesús habrían de poner esperanza donde solo había motivos para la desesperación. Limpiar la lepra –y todas las lepras- es una tarea que sobrepasa el ingenio médico y exige el esfuerzo sincero de la solidaridad mundial.
A veces imaginamos la expulsión de los demonios como una lucha casi imposible contra un monstruo indomable. Y así es en realidad. Sin embargo, olvidamos que lo demoníaco, siempre monstruoso, se esconde bajo formas políticamente correctas, como tantas veces repite el papa Francisco. Solo la fe puede desenmascararlo y dominarlo.
EL ENVÍO Y EL ANUNCIO
Esos cuatro encargos de Jesús se encuentran insertos en una especie de decálogo para la misión. Pero hay dos órdenes que parecen fundamentales.
• “Id y proclamad que el reino de los cielos está cerca”. Anunciar la cercanía y la presencia de Dios es la tarea de todo cristiano. Pero el anuncio ha de ir acompañado de gestos creíbles y eficaces de servicio a los enfermos y leprosos de esta tierra.
• “Id y proclamad que el reino de los cielos está cerca”. Ese anuncio obliga a la Iglesia a reconocer la distancia que hay entre ella y el reinado del Dios al que anuncia como cercano. Y la lleva a esforzarse por sembrar semillas de vida en una cultura de la muerte
• “Id y proclamad que el reino de los cielos está cerca”. El anuncio recuerda al mundo entero que no cabe ignorar lo demoníaco de las decisiones antihumanas. Descubrirlo con lucidez y rechazarlo con energía es el primer paso para crear una sociedad nueva.
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