Un destello de luz en el horizonte
La escena de la transfiguración del Señor nos adentra en el sentido profundo de aquellas palabras premonitorias del profeta Isaías, aplicadas por el evangelista a la misión de Jesús cuando volvió a su tierra de Galilea: el pueblo que habitaba en tinieblas vio una gran luz (Mt 4,16). Efectivamente, cuando sus discípulos lo vieron resplandeciente y nimbado de gloria, pudieron percatarse mejor de cuál era el destino y alcance de su misión como luz de las gentes y gloria de su pueblo Israel (Lc 2,32).
Perplejos y desconcertados como estaban, después de escuchar en la subida hacia Jerusalén el primer anuncio de su Pasión, los discípulos necesitaban sin duda levantar su estado anímico. Y más que todos, si cabe, ellos tres, los que también le acompañarían más tarde, la víspera de su Pasión, en aquella noche oscura y angustiosa de Getsemaní. El que iba a ser abajado y humillado hasta el extremo, se dignaba ahora manifestarse ante ellos en la plenitud de su esplendor dejándoles un signo patente de su gloria futura. Con estas señales, Jesús salía oportunamente al encuentro de su mundo interior, zarandeado y fuertemente afectado por el misterio de su Maestro, abriéndoles un nuevo horizonte de vida.
Este es mi Hijo amado, escuchadle
Inesperadamente, en medio del deslumbrante halo de luminosidad que envolvía su visión, entraban en escena Moisés y Elías, testigos de la revelación divina en lo alto del Sinaí y representantes autorizados de la ortodoxia israelita. Y lo hacían en distendida conversación con un Jesús ahora glorificado. Es entonces cuando descendió la voz celeste procedente de la nube luminosa que los cubría: este es mi Hijo amado, escuchadle. Los discípulos cayeron rostro en tierra, postrados en adoración. No sobrecogidos por el miedo, sino en actitud reverencial (temor de Dios) ante la presencia trascendente de la divinidad. Resonaban en sus oídos las mismas palabras escuchadas en el bautismo de Jesús (Mt 3,17), pero acompañadas de una clara advertencia: escuchadle. Si Dios habló en el pasado a su pueblo por medio de Moisés y de los Profetas, ahora, en este nuevo Sinaí, les hablaba por medio del Hijo amado (Heb 1,1-2), el que había venido para dar pleno sentido y cumplimiento a la Ley y los Profetas.
Más tarde Pedro, uno de los tres testigos, recordaría aún conmovido aquella visión: con nuestros ojos hemos visto su majestad… (2ª lectura). El mismo Pedro que en otra ocasión, ante la incredulidad de la gente, reaccionaría con esta confesión de fe: Señor, ¿a quién iríamos? Tú tienes palabras de vida eterna. Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios (Jn 6,68-69). Sus palabras recogían sin duda la alta cristología que ya profesaban los primeros seguidores de Jesús.
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¿Quién no ha gozado alguna vez contemplando el horizonte desde lo alto de una montaña? Son momentos privilegiados en los que la belleza de lo creado oxigena el cuerpo y el espíritu. Nos sentimos transfigurados: es como estar en la gloria; como si convergieran en uno lo humano y lo divino. Pero todos sabemos también que, un día u otro, tenemos que descender al valle para encontrarnos con nosotros mismos en el duro bregar de cada jornada. Es cuando puede aflorar el desánimo y la tristeza, como ocurrió a los discípulos ante el inesperado anuncio de la pasión.
Es en esos momentos más delicados cuando hemos de rumiar en toda su profundidad esta bella escena evangélica, en la que toda la simbología que arropa el relato nos remite a la escucha de la Palabra de Dios revelada en el Jesús glorificado. Su destino de muerte no es más que un camino hacia la gloria que les manifiesta anticipadamente a los suyos. Esa es la luz que ilumina el horizonte cristiano y que nutre la auténtica esperanza.
Fuente: https://www.dominicos.org/predicacion/homilia/6-8-2023/pautas/
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