Nos dicen a veces algunos profesores que entre sus alumnos adolescentes hay muchos que se manifiestan como ateos. Por supuesto no podemos juzgar a la persona. Pero es más que cuestionable que un adolescente, que no es capaz de elegir su profesión ni decidirse a seguir una vocación, sea capaz de formular una opción tan fundamental como la de la fe.
Nos viene con frecuencia a la mente un conocido pensamiento de Erich Fromm. Promotor de un psicoanálisis humanista, solía decir él que con demasiada frecuencia el creyente dice creer sin haber dedicado una noche a pensar en las razones de su fe. Pero tampoco el ateo ha perdido una noche para plantearse las razones de su increencia.
El domingo segundo de Pascua nos replantea de nuevo la cuestión de la fe. El evangelio de San Juan parece centrar sobre ella el logro o el malogro de la existencia humana (Jn 20, 19-31). Los discípulos de Jesús viven horas de turbación, encerrados en la oscuridad y atenazados por el miedo. Sólo la aparición de Jesús les trae la paz.
TRES VOCES
En esa nueva atmósfera, quedan rehabilitados. El Señor no reprende a los que lo han abandonado. Les concede el don de la paz. Y exhala sobre ellos su espíritu, como hiciera el Creador en la primera hora de la creación. En ese ambiente resuenan tres voces diferentes, pero complementarias:
• “Hemos visto al Señor”. La primera es la voz de los discípulos. El antiguo pueblo de Israel era invitado a “escuchar” la palabra de Dios. Los seguidores de Jesús han tenido el privilegio de “ver” la Palabra de Dios, hecha carne y presencia, signo de vida y promesa de esperanza.
• “Si no veo… no lo creo”. La segunda es la voz del discípulo que se ha ausentado de la comunidad. Es en la comunidad donde se descubre la presencia del Señor resucitado. Quien prefiere vivir al margen se priva de verlo. Y se niega a creer. Mientras parece criticar la credulidad de sus compañeros, demuestra su propia debilidad.
• “Trae tu dedo y no seas incrédulo sino creyente”. La tercera es la voz del mismo Señor resucitado. Lejos de reprochar al discípulo su lejanía y su incredulidad, condesciende con él. Quien ha ido a buscar a los alejados, no puede olvidar al discípulo perdido y se presta a ayudarle a recorrer el camino que lleva a la fe.
DOS DIÁLOGOS
Hemos meditado todos los años este relato evangélico. Muchas veces hemos subrayado la coherencia del apóstol Tomas. En su diálogo con los otros discípulos, parece ser el único que ha intuido que no puede haber resurrección sin muerte, ni Mesías de Dios sin llagas en su cuerpo. Pero hoy nos interesa evocar su diálogo con Jesús:
• “Señor mío y Dios mío”. Frente a sus compañeros, Tomás se muestra locuaz y protestón, autosuficiente y audaz. Frente a Jesús, Tomás es el discípulo que reconoce la dignidad divina de su Maestro. Una frase tan escueta como esta nos descubre el corazón rendido del adorador.
• “Dichosos los que crean sin haber visto”. La fe está al principio y al final. El camino evangélico se inicia con una bienaventuranza , dirigida a María: “Dichosa tú que has creído”. Y se cierra con otra bienaventuranza que preanuncia una comunidad de creyentes impulsados por la fe de los seguidores directos de Jesús: “Dichosos los que crean sin haber visto”.
Dos diálogos. Uno con los compañeros en el discipulado. Y otro con el Maestro que los ha elegido. Los dos bosquejan la silueta humana y espiritual de Tomás. Y las dificultades y gozos de todos los creyentes. Pero ni los discípulos ni el Maestro condenan a Tomás. Unos dan testimonio de haber visto al Señor. Y el Señor incorpora a Tomás en el perdón y la paz.
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