Como tantos otros viajeros, guardo todavía en los ojos y en el
alma el precioso recuerdo de un domingo de Ramos vivido en la ciudad de
Jerusalén. Colocado, junto a mi grupo de peregrinos, en una pequeña altura
junto a la Puerta de los Leones, podía ver el gozoso serpentear de la procesión
que bajaba de Betfagé por la ladera del Monte de los Olivos.
Aquella multitud de cristianos, llegados de toda la Tierra Santa,
y de muchos países del mundo, cantaba en lenguas diversas la gloria del Señor.
Cruzado el vallecito del Cedrón y pasada ya la puerta, la procesión iba a
terminar en la iglesia cruzada de Santa Ana, dentro ya de los muros de la vieja
ciudad.
Una celebración muy semejante fue descrita ya en el siglo IV por
la virgen Egeria, probablemente procedente de las tierras del Bierzo. Aquella
procesión recuerda la entrada de Jesús en Jerusalén, el entusiasmo de los discípulos que le seguían, pero también el
rechazo de la ciudad a la que él venía a traer la paz.
ENTUSIASMO Y RECHAZO
Recordamos
al ciego Bartimeo, que pedía limosna a la vera del camino de Jericó. Enterado
de que pasaba Jesús hacia Jerusalén, comenzó a llamarlo a gritos: “Jesús, Hijo
de David, ten compasión de mí” (Lc 18, 38). Gracias a Jesús recobró la vista y,
unido a la peregrinación, “le seguía glorificando a Dios”.
Es interesante el comentario de
Benedicto XVI a este pasaje: “De repente, el tema ‘David’, con su intrínseca
esperanza mesiánica, se apoderó de la muchedumbre: este Jesús con el que iban
de camino, ¿no será acaso verdaderamente el nuevo David? Con su entrada en la
Ciudad Santa, ¿no habrá llegado la hora en que Él restablezca el reino de
David?”
El evangelio de Lucas recoge las aclamaciones de los peregrinos a
las que añade el eco del mensaje de los ángeles a los pastores: “¡Bendito el
Rey que viene en nombre del Señor! Paz en el cielo y gloria en las alturas” (Lc
19,38). Aquella entrada de Jesús suscitaba los mejores recuerdos de las gentes
y enardecía las esperanzas de los peregrinos.
Pero al
mismo tiempo, aquellos gritos de entusiasmo no dejaron de alarmar a los
habitantes de la ciudad de Jerusalén, que se preguntaban alborotados: “¿Quién
es éste?” Una pregunta que encontró una respuesta gozosa en las gentes que
llegaban con él: “Es Jesús, el profeta de Nazaret de Galilea” (Mt 21,10s).
EL SILENCIO Y EL MENSAJE
Dos actitudes: el entusiasmo de los que peregrinan con Jesús y el
escándalo de los habitantes de Jerusalén. Dos actitudes que se repiten a lo
largo de los tiempos. Algunos fariseos de entre la gente, inquietados por
aquellos gritos, pidieron a Jesús que reprendiera a sus discípulos. La
respuesta de Jesús nos interpela también en nuestros días.
• “Os digo que, si estos callan, gritarán las piedras”. Esas
palabras del Maestro son una advertencia para una sociedad que, en diversas
partes del mundo, trata de silenciar por todos los medios el mensaje de Jesús y
de rechazar al Mensajero.
• “Os digo que, si estos callan, gritarán las piedras”. Pero esa
promesa de Jesús es también un aviso para la Iglesia. Ella ha de saber que,
muerto el cantor, no muere el cantar. Son muchas las voces que le recuerdan
cada día las palabras y los gestos de Jesús.
• “Os digo que, si estos callan, gritarán las piedras”. Esa
profecía del Señor interpela a cada uno
de los cristianos. Hemos sido llamados a confesar a Jesucristo, como ha dicho
el nuevo Papa Francisco en la misa con los cardenales. Si nosotros callamos, el
Señor buscará otros mensajeros que sean más fieles a su vocación.
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