“Habíamos creído que Dios era ternura. Ahora descubríamos que Dios era vértigo. Habíamos creído que Dios era soberanía. Ahora se nos hacía ver que Dios era ebriedad. Habíamos creído que Dios era la última calma. Y alguien vino a contarnos que Dios era locura”.
Así comienza un hermoso poema en el que José Luis Martín Descalzo reflexiona sobre la gran transformación que el Espíritu produjo sobre los Apóstoles el día de Pentecostés. Pero no deberíamos leerlo en pasado. Pentecostés se repite en cualquier momento de la historia. Siempre que nos dejamos invadir por el viento de Dios.
Por el viento que lleva las semillas de la vida. Por el viento que respiramos. Y por el fuego que calienta nuestro corazón. Por el fuego que purifica nuestra incredulidad y quema la hojarasca de nuestra pereza. Pentecostés asombra a los que nos observan. Y unifica en el amor las lenguas de los dispersos por el egoísmo (Hech 2, 1-8).
MISIÓN
El evangelio que se proclama en esta fiesta de Pentecostés nos recuerda una vez más la primera aparición del Resucitado a sus discípulos (Jn 20, 19-23). Viene a rescatarlos del miedo y a entregarles el don soberano de la paz. Se presenta con sus llagas ante ellos pero no suscita el terror sino la alegría. Y sus palabras rezuman confianza:
- “Recibid el Espíritu Santo”. Jesús se lo había prometido. Sería el Abogado y el Consolador. Los conduciría a la plenitud de la verdad, es decir al mismo Señor que es la verdad. Tras la muerte y la resurrección de Cristo, se cumple la promesa.
- “A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados”. Algunos imaginan al Dios de Jesucristo como el gran castigador. Pero el Maestro no viene a acusar a los que lo han abandonado. Vienen a confiarles el ministerio el perdón.
- “A quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. Otros imaginan que cualquier decisión es buena si ha sido adoptada libremente. El Resucitado confía a sus discípulos la misión de juzgar sobre el mal y el bien. O mejor, sobre la obstinación en el mal y el arrepentimiento sincero y confiado.
INVOCACIÓN
San Pablo nos dice que nadie puede decir “Jesús es Señor si no es bajo la acción del Espíritu Santo” (1 Cor 12,3). Sabemos que lo necesitamos para pasar de la admiración a Jesús al reconocimiento del Cristo. Por eso nos atrevemos a invocarlo:
• “Ven, Espíritu divino, manda tu luz desde el cielo”. No son los fogonazos de la publicidad los que nos habrán de guiarnos por el camino de la verdad. La suave luz del Espíritu nos orienta para seguir los pasos de Jesús.
• “Padre amoroso del pobre; don en tus dones espléndido”. No bastan las organizaciones de este mundo para superar el drama de la pobreza. Son los dones del Espíritu los que nos hacen hijos de Dios y nos redimen de nuestra pobreza fundamental.
• “Luz que penetra las almas; fuente del mayor consuelo”. No basta nuestra previsión social ni nuestras asociaciones benéficas para enjugar las lágrimas de los que sufren. Sólo la luz del Espíritu de amor es manantial de consuelo y de esperanza.
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