Santa Teresa
de Jesús escribía: “¿Qué esperanza podemos tener de hallar sosiego en otras
cosas, pues en las propias no podemos sosegar…?” Las noticias de cada día nos
hablan de catástrofes naturales, de guerras y atentados. Con mucha frecuencia
son los más pobres y marginados los primeros en pagar las consecuencias del mal
y de las desgracias.
El texto del
profeta Isaías que hoy se lee gira en torno a una consoladora profecía: “Mirad
a vuestro Dios, que trae el desquite, viene en persona, resarcirá y os
salvará”. Inmediatamente añade que su venida cambiará la suerte de los ciegos y
los sordos, los cojos y los mudos y hará volver a los rescatados del Señor.
El evangelio
se hace eco de aquella profecía. De hecho, las mismas señales de curación
constituyen la prueba de que Jesús es el Mesías que había de venir. Hoy no
podemos ignorar a todos esos enfermos y desvalidos. Hoy hemos de agradecer la
misericordia de Dios sobre ellos.
SANACIÓN Y SALVACIÓN
Desde la
mazmorra en la que había sido arrojado por Herodes, Juan Bautista envía a dos
discípulos suyos para que interroguen a Jesús sobre su identidad: “¿Eres tú el
que ha de venir o tenemos que esperar a otro?”
Jesús no presenta más credenciales que sus propias obras. Sus acciones
coinciden con las antiguas promesas formuladas en el libro de Isaías
Sus acciones
que no son meros actos de curación. La sanación corporal es el signo visible de
la salvación integral de la persona. Una salvación que solo Jesús puede
otorgar. Nadie fuera de él podrá salvarnos. Ni personas, ni instituciones. Ni
líderes ni ideologías. Ni objetos de consumo ni loterías. Solo Él es el
Salvador. Ese es el contenido central de nuestra fe y de la nueva evangelización.
La salvación
del hombre no se reduce a la sanación corporal de las persona, pero no pretende
ignorarla. Hoy podemos preguntar por los enfermos que conocemos. O tal vez
visitar en una residencia a los ancianos
que no conocemos todavía. Y no sólo para “distraerlos”. Podemos tener para
ellos las palabras y los gestos de la fe, la esperanza y el amor.
LA GRAN
BIENAVENTURANZA
De todas
formas, no olvidemos esa bienaventuranza que hoy se proclama. Entre todas las
bienaventuranzas que el evangelio pone en boca de Jesús, ésta es especialmente
llamativa.
• “¡Dichoso
aquel que no pierde su confianza en mí!”. Muchos desearían un Mesías a la
medida de sus gustos, un evangelio que aceptara sus caprichos, una Iglesia que
bendijera todas sus decisiones. Para la fe cristiana, es dichoso el que no
coloca su propia idea del Mesías por encima y contra la realidad del Mesías
Jesús.
• “¡Dichoso aquel que no pierde su confianza en mí!”.
Contemplemos una vez más su apariencia humilde. Contemplemos su sacrificio. Su
pasión y su muerte eran un verdadero escándalo, una piedra de tropiezo. Es
dichoso quien supera la tentación de abandonar a Jesús y su evangelio, a Cristo
y a su Iglesia.
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