“Dios no creó la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes; todo lo creó para que subsistiera”. Con estas palabras del libro de la Sabiduría se abre la primera lectura que se lee en este domingo (Sab 1,13). El texto nos dice que el pecado es lo que hace penosos los fenómenos naturales de la vida humana, como la enfermedad, la debilidad o la muerte.
Más importante aún es la afirmación de que Dios nos ha creado para la inmortalidad, puesto que nos ha hecho a imagen de su propio ser. Estamos acostumbrados a pensar en esa categoría de la imagen y semejanza de Dios en términos del conocimiento. Pero es importante verla a la luz de nuestra vocación a vivir siempre junto al Autor de la vida.
Con esa confianza podremos proclamar con el salmo: “Te ensalzaré, Señor, porque me has librado” (Sal 29). Por otra parte, escuchamos cómo san Pablo invita a los Corintios a participar en la colecta a favor de los pobres de Jerusalén. No se trata solo de compartir. Se trata de imitar la generosidad de Jesucristo. Esa es la norma y el ideal de nuestra vida.
EL RUEGO DE LA FE
El evangelio que hoy se proclama nos introduce en un escenario de dolor y de muerte. Ahí aparece el jefe de una sinagoga. Se llama Jairo o Yaír. Su nombre parece significar: “Que él (Dios) lo ilumine”. Y efectivamente, este padre que sale al encuentro de Jesús para suplicarle la curación de su hija parece guiado por la luz de lo alto.
Su ruego es sencillamente patético: “Mi niña está en las últimas; ven, impón las manos sobre ella para que sane y viva” (Mc 5,23). Jesús escucha la petición y se pone en camino con Jairo. Pero alguien llega anunciando que la niña ha muerto. Jesús oye el mensaje y le dice a Jairo: “No temas, basta que tengas fe” (Lc 8,51).
Los discípulos más cercanos de Jesús acompañan al padre y a la madre de la niña. Por todas partes hay mucha gente alborotada. Hay flautistas y plañideras a sueldo. En ese contexto se sitúa la exclamación de Jesús: “¿Qué estrépito y qué lloros son estos?” (Mc 5,39).
EL PECADO DE LA ACEDIA
Además, Jesús pronuncia una afirmación sorprendente: “La niña no está muerta, está dormida”. Todo son burlas. Las mujeres que lloran a sueldo creen saber cuándo ha muerto una persona. Los profesionales del duelo no siempre descubren la posibilidad de la esperanza.
• “La niña no está muerta, está dormida”. Seguramente esas palabras sugerían una reflexión sobre el pueblo de Israel. Llamado por Dios a la alianza y a la vida, parecía dormido en su nostalgia y en sus falsas seguridades.
• “La niña no está muerta, está dormida”. Es posible que las primeras comunidades cristianas se hayan aplicado a sí mismas estas palabras de Jesús. Tanto la persecución como la rutina adormecían a los que debían vivir el mensaje del Maestro.
• “La niña no está muerta, está dormida”. Con todo, esa advertencia de Jesús es especialmente importante para nuestro tiempo. Con frecuencia culpamos a la sociedad de nuestra situación eclesial. Pero es evidente que padecemos esa “acedia” que nos mantiene pasivos, según ha dicho el papa Francisco.
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