“Él te puso hoy en mis manos, pero yo no quise atentar contra el ungido del Señor”. El grito de David sonaba como un desafío desde el otro lado del barranco. De noche se había acercado hasta el campamento del rey Saúl. Y se había llevado desde su misma cabecera la lanza de aquel rey que lo perseguía con una tropa desmesurada (1 Sam 26,23).
La escena se repite a lo largo de la historia. El poderoso y el débil. El rey y su fiel vasallo, que lo ha librado del enemigo y toca el arpa para aliviar las depresiones del rey. La fuerza teme a la debilidad y utiliza toda su influencia para satisfacer su envidia y su deseo de mantenerse en el poder. Pero el joven David se muestra grande en su pequeñez. No quiere vengarse. No daría nunca la muerte al ungido por el Señor.
No hay razones políticas para la grandeza del perdón. Sólo hay esa razón religiosa que pregona el salmo responsorial: “El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia; no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas”. Sal 102,8.10). Nuestra fe nos invita a vivir no según el modelo del hombre terreno. Nos exhorta y nos ayuda a vivir según los ideales del hombre celestial (1 Cor 15,45-49).
LO RAZONABLE Y LA LOCURA
Tras la proclamación de las bienaventuranzas, el evangelio de Lucas nos recuerda el mensaje fundamental de Jesús: “Amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os injurian”. Cuatro verbos que resumen una propuesta que parece descabellada e imposible (Lc 6,27-38).
En un lenguaje oriental, tan colorista como exagerado, el texto concreta en algunos ejemplos ese tipo de amor inimaginable que propone el Maestro. Presentar la mejilla al que nos hiere. Dar más que lo que nos piden. No reclamar lo que nos arrebatan. ¿No es una locura?
Amar a los que nos aman, hacer el bien a quien nos ha hecho bien, prestar dinero para cobrarlo con intereses. Eso es lo normal, lo habitual, lo más razonable de este mundo. Eso lo hacen con frecuencia hasta los mas degenerados. Claro que para seguir comportándonos así, no necesitábamos al Mesías de Dios. ¿Dónde estaría la novedad que todos soñamos?
EL TALANTE DEL PADRE
Dios es compasivo y misericordioso. Imitar esas cualidades suyas es el camino de la sabiduría y de la armonía social. Así es el Padre. Y solo con ese espíritu pueden imitarle sus hijos. Ese talante se concreta en dos prohibiciones y en dos exhortaciones:
• “No juzgar”. No conocemos las profundas motivaciones que llevan a los demás a actuar. No conocemos todas las circunstancias en las que se sitúan sus decisiones.
• “No condenar”. No podemos negar a los demás la oportunidad para revisar su comportamiento. Nada es definitivo mientras vamos de camino.
• “Perdonar”. Somos un “ejercito de perdonados”, como ha dicho el papa Francisco. Todos hemos necesitado y necesitaremos una y mil veces el perdón.
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