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“Reconoce hoy y medita en tu corazón que el Señor es el único Dios allá arriba en el cielo, y aquí abajo en la tierra, no hay otro”. El libro del Deuteronomio pone en boca de Moisés esta exhortación a su pueblo (Dt 4,32-34.30-40). Dios ha creado el mundo, ha liberado a su pueblo de la esclavitud de Egipto, y le ha revelado su voluntad en el monte Sinaí. Él es el único Dios.
La respuesta del hombre a esas tres maravillas no puede ser otra que la aceptación y cumplimiento de los mandamientos de Dios. Él por su parte, promete a su pueblo la felicidad en la tierra que le ha entregado. Bien la recoge y proclama el salmo responsorial: “Dichoso el pueblo que el Señor se escogió como heredad” (Sal 32).
Como evocando todavía la fiesta de Pentecostés, san Pablo nos recuerda hoy que el Espíritu da testimonio de que somos hijos y herederos de Dios y coherederos con Cristo, “de modo que si sufrimos con él, seremos también glorificados cn él” (Rom 8, 16-17).
LAS PALABRAS DEL ENVÍO
Esas palabras del apóstol Pablo nos recuerdan nuestra fe en la santa Trinidad de Dios, que vemos también reflejada en las palabras de Jesús que se proclaman en el evangelio de hoy (Mt 28,16-20).
Jesús resucitado había dado cita a sus discípulos en lo alto de un monte. Desde allí los envía a anunciar su palabra por todo el mundo y a bautizar a todas las gentes “en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo”.
Como sabemos el nombre significa, indica y revela la identidad y la misión de la persona. Esas palabras del envío nos recuerdan que hemos sido lavados, inmersos e incorporados en la bondad misericordiosa del Padre, en la cercanía y la salvación de Jesús y en la verdad y el amor que nos comunica el Espíritu Santo.
EL CAMINO DE LA FE
Demasiadas veces tenemos la tentación de reducir nuestra fe en la Trinidad Santa de Dios a una mera afirmación teórica, que nos parece tan difícil de entender como inútil para orientar nuestra vida y nuestros compromisos sociales.
• Sin embargo, con los antiguos padres de la Iglesia, hemos de confesar y proclamar que nuestra fe en el Dios uno y trino es la fuente que da fundamento y motivación a nuestros valores, a nuestros compromisos y a nuestras esperanzas.
• Ya el papa san Pablo VI señalaba la importancia de esta fe: “De aquí parte nuestro vuelo al misterio de la vida divina, de aquí la raíz de nuestra fraternidad humana, de aquí la captación del sentido de nuestro obrar presente, de aquí la comprensión de nuestra necesidad de ayuda y de perdón divinos, de aquí la percepción de nuestro destino escatológico”.
• Como sabemos, esta fe cristiana en la Santa Trinidad de Dios ha tenido un comienzo en la profesión de fe bautismal. Pero a lo largo de la vida, esa fe ha de ir recorriendo un camino de oración contemplativa, de acción generosa y de testimonio valiente en la vida de cada día. Finalmente, esperamos que esta fe reciba un día el premio gratuito y feliz de la gloria eterna de Dios.
1. El evangelio del día usa la fórmula trinitaria como fórmula bautismal de salvación. Hacer discípulos y bautizar no puede quedar en un rito, en un papel, en una ceremonia de compromiso. Es el resucitado el que “manda” a los apóstoles, en esta experiencia de Galilea, a anunciar un mensaje decisivo. No sabemos cuándo y cómo nació esta fórmula trinitaria en el cristianismo primitivo. Se ha discutido mucho a todos los efectos. Pero debemos considerar que el bautismo en nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo significa que ser discípulos de Jesús es una llamada para entrar en el misterio amoroso de Dios.
2. Bautizarse en el nombre del Dios trino es introducirse en la totalidad de su misterio. El Señor resucitado, desde Galilea, según la tradición de Mateo (en Marcos falta un texto como éste) envía a sus discípulos a hacer hijos de Dios por todo el mundo. Podíamos preguntarnos qué sentido tienen hoy estas fórmulas de fe primigenias. Pues sencillamente lo que entonces se prometía a los que buscaban sentido a su vida. Por lo mismo, hacer discípulos no es simplemente enseñar una doctrina, sino hacer que los hombres encuentren la razón de su existencia en el Dios trinitario, el Dios cuya riqueza se expresa en el amor.
Fray Miguel de Burgos Núñez
“Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu Santo les concedía manifestarse”. Ese parece ser el primer efecto de la presencia del Espíritu Santo entre el grupo de los apóstoles de Jesús (Hech 2,1-11).
La altanería de los hombres había suscitado en ellos, allá en Babel, la pretensión de alcanzar el cielo con sus propias fuerzas. Ese orgullo había generado la confusión y la dispersión. Ahora el Espíritu de Dios infundía sobre la naciente comunidad el don del amor, que favorece y alienta la comunicación y la comunión entre las personas.
Con el salmo responsorial, la Iglesia repite en este día una súplica con la que implora de Dios el don de la vida: “Envía tu Espíritu Señor, y repuebla la faz de la tierra” (Sal 103).
En la segunda lectura se nos dice que, ante los fieles de Corinto que presumen de los dones y carismas que han recibido, san Pablo insiste en recordar que la llamada del Espíritu los orienta a formar un solo cuerpo (1 Cor 12,13).
DEL MIEDO A LA PAZ
El evangelio de Pentecostés nos sitúa de nuevo en el “primer día de la semana”. Las mujeres que llegaron al sepulcro muy de mañana, lo encontraron vacío. Esa noticia suscitó en los discípulos del Señor sentimientos de asombro y de alegría. El miedo los había encerrado en una casa, pero precisamente allí percibieron la presencia del Resucitado (Jn 20,19).
• Es Jesús el que viene al encuentro de sus discípulos. Él es quien los había elegido y los había llamado, para que le siguieran y estuvieran con él. Es verdad que ellos lo han abandonado, pero el Resucitado toma de nuevo la iniciativa de acercarse hasta ellos.
• Jesús se coloca en medio del grupo. A orillas del Jordán, Juan Bautista había proclamado: “En medio de vosotros está uno al que no conocéis” (Jn 1,26). Ahora se coloca “en medio” de sus discípulos el Maestro al que no reconocen. Ese ha de ser para siempre su puesto en la comunidad.
• Y Jesús dirige a sus discípulos el saludo tradicional de la paz. Ese era el saludo que ellos habían de pronunciar al entrar en una casa (Mt 10,12). En sus palabras de despedida, el Maestro ya les había anunciado ese don (Jn 14,27), que era su promesa para la eternidad.
LA GRACIA Y EL PERDÓN
Tras mostrarles las huellas que demostraban su identidad, el Resucitado sopló sobre sus discípulos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20,23).
• Recibir el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es el primer don de Dios y del Señor Resucitado. El aliento final que exhaló desde la cruz es su propia vida. Una vida que ha entregado por nosotros. Una vida que comparte con nosotros para que la entreguemos como él.
• Perdonar los pecados. Jesús no ha venido al mundo para condenar al mundo y reprocharle sus pecados, sino para que el mundo se salve por él (Jn 3,17). Al igual que él había hecho durante su vida, ahora envía a sus apóstoles para anunciar la gracia, la misericordia y el perdón de Dios.
• Retener los pecados. Dios respeta y siempre respetará la libertad de sus hijos. Pero los discípulos del Señor han de servir a la verdad y advertir a todos los hombres de los obstáculos y tentaciones que podrán apartarlos de la salvación que el mismo Dios les ofrece.
1. El evangelio de este domingo está entresacado de Juan 15 y 16, capítulos de densa y expresiva teología joánica, que se ha puesto en boca de Jesús en el momento de la despedida de la última cena con sus discípulos. Habla del Espíritu que les ha prometido como «el Defensor» y el que les llevará a la experiencia de la verdad. Cuando se habla así, no se quiere proponer una verdad metafísica, sino la verdad de la vida. Sin duda que quiere decir que se trata de la verdad de Dios y de la verdad de los hombres. El concepto verdad en la Biblia es algo dinámico, algo que está en el corazón de Jesús y de los discípulos y, consiguientemente, en el corazón de Dios. El corazón es la sede de todos los sentimientos. Por lo mismo, si el Espíritu nos llevará a la verdad plena, total, germinal, se nos ofrece la posibilidad de entrar en el misterio del Dios de la salvación, de entrar en su corazón y en sus sentimientos. Por ello, sin el Espíritu, pues, no encontraremos al Dios vivo de verdad.
2. El Espíritu es el “defensor” también del Hijo. Todo lo que él, según San Juan, nos ha revelado de Dios, del padre vendrá confirmado por el Espíritu. Efectivamente, el Jesús joánico es muy atrevido en todos los órdenes y sus afirmaciones sobre las relaciones entre Jesús y Dios, el Padre, deben ser confirmadas por un testigo cualificado. No se habla de que el Espíritu sea el continuador de la obra reveladora de Jesús y de su verdad, pero es eso lo que se quiere decir con la expresión “recibirá de mí lo que os irá comunicando”. No puede ser de otra manera; cuando Jesús ya no esté entre los suyos, su Espíritu, el de Dios, el del Padre continuará la tarea de que no muera la verdad que Jesús ha traído al mundo.
Fray Miguel de Burgos Núñez
“Galileos, ¿Qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto marcharse” (Hech 1,11). Esta lectura del libro de los Hechos de los Apóstoles nos recuerda una tentación que debieron de padecer las primeras comunidades cristianas.
Ante las mil dificultades internas de cada día y ante la difamación y la persecución que venían del exterior era inevitable volver la vista atrás y situarse en la nostalgia. Seguramente eran muchos los hermanos que, a fuerza de mirar al cielo, ignoraban o pretendían olvidar los desafíos que se les planteaban en este suelo.
En el salmo responsorial repetimos hoy que “Dios asciende entre aclamaciones; el Señor al son de trompetas” (Sal 46,2-9). Está bien proclamar su gloria, con tal de que no apartemos la vista de las demandas que nos vienen de toda la tierra.
Que Dios ilumine los ojos de nuestro corazón para que podamos comprender la esperanza a la que nos llama cada día (Ef 1,17-23).
EL ÚLTIMO ENCARGO
El texto evangélico que se proclama en esta fiesta de la Ascensión del Señor nos recuerda el último encargo que Jesús nos dejó: “Id al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación” (Mc 16,15).
• “Ir al mundo entero” es más que una amable invitación. Es el legado de un testamento. Es una orden que nos exige salir de nuestra comodidad para afrontar el riesgo de los caminos y llegar a las últimas periferias.
• “Proclamar el Evangelio” no justifica arrogarnos el papel de los nuevos inquisidores, tan de actualidad en la sociedad civil de nuestro tiempo. Se nos ha confiado una “buena noticia”. ¡Y hay de nosotros si no la comunicamos de forma tan creíble como amable!
• Llevar esa noticia “a toda la creación” nos exige superar nuestra comodidad. Es fácil pescar pececitos en una pecera. Pero es preciso hacerse a la mar. Y presentar el Evangelio a los que no quieren oírlo, a los que ya lo han olvidado y a los que dicen conocerlo de sobra.
LA MISIÓN Y LOS SIGNOS
Además del encargo del Maestro, el evangelio de Marcos incluye una nota sobre la fidelidad con la que sus discípulos lo cumplieron: “Ellos fueron y proclamaron el Evangelio por todas partes, y el Señor actuaba con ellos y confirmaba la palabra con los signos que los acompañaban”.
• Salir a proclamar el Evangelio de Jesús no es un ejercicio deportivo ni un proyecto para ganar méritos sociales. Esa es nuestra misión y aun el premio de nuestra misión.
• Con mucha frecuencia nos sentimos débiles e indefensos ante las dificultades. Pero no podemos olvidar que nuestro Maestro y Señor camina con nosotros.
• Dicen que no hemos ayudado a la humanidad. No es verdad. Al anuncio del Evangelio acompañan la promoción de la cultura y, sobre todo, la compasión hacia los más necesitados.
El evangelio de hoy es una especie de síntesis de lo que sucedió a Jesús a partir de la resurrección; síntesis que alguien ha añadido al evangelio de Marcos cuando ya estaba terminado. Esto se reconoce hoy claramente por su estilo, e incluso, por su teología. Habla de la Ascensión según lo que hemos podido escuchar en el texto de los Hechos de los Apóstoles. Pero lo que verdaderamente llama la atención de este evangelio es el encargo de la misión del Resucitado a sus apóstoles para que hagan discípulos en todas las partes del mundo. Se describe esta misión de la misma manera que Jesús la puso en práctica en el mismo evangelio de Marcos. Por tanto, Él es el modelo de nuestra predicación y de nuestros compromisos cristianos. El Reino, ahora, se hace presente cuando sus discípulos se empeñan, como Jesús, en vencer el mal del mundo y en hacer realidad la liberación de todas las situaciones angustiosas de la vida por medio del evangelio.
Fray Miguel de Burgos Núñez
Fuente: https://www.dominicos.org/predicacion/homilia/16-5-2021/comentario-biblico/miguel-de-burgos-nunez/
Interesantes documentos sobre el nuevo currículo de Religión Católica a partir del Foro organizado para definir las líneas maestras y fundamentales que debe de contemplar.
Una lectura y su correspondiente reflexión aconsejable, actual y necesaria para cualquier persona vinculada-interesada en la educación religiosa de España. En primer lugar os dejo el ENLACE DIRECTO con la Comisión Episcopal para la Educación y Cultura en la que podréis ver los dos documentos que también os muestro más abajo y la presentación de los mismos por parte del presidente de la comisión D. Alfonso Carrasco (obispo de Lugo).
Martes 11 de mayo de 2021. El papa Francisco da a conocer la Carta Apostólica "Antiquum ministerium" con la que instituye el ministerio del Catequista. Un documento especialmente dedicado a quienes se dedican a este servicio, ahora ministerio eclesial, que conviene ser conocido por todo el mundo. Aquí está su texto en el que me he permitido realizar algunos subrayados destacados:
1. El ministerio de Catequista en la Iglesia es muy antiguo. Entre los teólogos es opinión común que los primeros ejemplos se encuentran ya en los escritos del Nuevo Testamento. El servicio de la enseñanza encuentra su primera forma germinal en los “maestros”, a los que el Apóstol hace referencia al escribir a la comunidad de Corinto: «Dios dispuso a cada uno en la Iglesia así: en primer lugar están los apóstoles; en segundo lugar, los profetas, y en tercer lugar, los maestros; enseguida vienen los que tienen el poder de hacer milagros, luego los carismas de curación de enfermedades, de asistencia a los necesitados, de gobierno y de hablar un lenguaje misterioso. ¿Acaso son todos apóstoles?, ¿o todos profetas?, ¿o todos maestros?, ¿o todos pueden hacer milagros?, ¿o tienen todos el carisma de curar enfermedades?, ¿o hablan todos un lenguaje misterioso?, ¿o todos interpretan esos lenguajes? Prefieran los carismas más valiosos. Es más, les quiero mostrar un carisma excepcional» (1 Co 12,28-31).
El mismo Lucas al comienzo de su Evangelio afirma: «También yo, ilustre Teófilo, investigué todo con cuidado desde sus orígenes y me pareció bien escribirte este relato ordenado, para que conozcas la solidez de las enseñanzas en que fuiste instruido» (1,3-4). El evangelista parece ser muy consciente de que con sus escritos está proporcionando una forma específica de enseñanza que permite dar solidez y fuerza a cuantos ya han recibido el Bautismo. El apóstol Pablo vuelve a tratar el tema cuando recomienda a los Gálatas: «El que recibe instrucción en la Palabra comparta todos los bienes con su catequista» (6,6). El texto, como se constata, añade una peculiaridad fundamental: la comunión de vida como una característica de la fecundidad de la verdadera catequesis recibida.
2. Desde sus orígenes, la comunidad cristiana ha experimentado una amplia forma de ministerialidad que se ha concretado en el servicio de hombres y mujeres que, obedientes a la acción del Espíritu Santo, han dedicado su vida a la edificación de la Iglesia. Los carismas, que el Espíritu nunca ha dejado de infundir en los bautizados, encontraron en algunos momentos una forma visible y tangible de servicio directo a la comunidad cristiana en múltiples expresiones, hasta el punto de ser reconocidos como una diaconía indispensable para la comunidad. El apóstol Pablo se hace intérprete autorizado de esto cuando atestigua: «Existen diversos carismas, pero el Espíritu es el mismo. Existen diversos servicios, pero el Señor es el mismo. Existen diversas funciones, pero es el mismo Dios quien obra todo en todos. A cada uno, Dios le concede la manifestación del Espíritu en beneficio de todos. A uno, por medio del Espíritu, Dios le concede hablar con sabiduría, y a otro, según el mismo Espíritu, hablar con inteligencia. A uno, Dios le concede, por el mismo Espíritu, la fe, y a otro, por el único Espíritu, el carisma de sanar enfermedades. Y a otros hacer milagros, o la profecía, o el discernimiento de espíritus, o hablar un lenguaje misterioso, o interpretar esos lenguajes. Todo esto lo realiza el mismo y único Espíritu, quien distribuye a cada uno sus dones como él quiere» (1 Co 12,4-11).
Por lo tanto, dentro de la gran tradición carismática del Nuevo Testamento, es posible reconocer la presencia activa de bautizados que ejercieron el ministerio de transmitir de forma más orgánica, permanente y vinculada a las diferentes circunstancias de la vida, la enseñanza de los apóstoles y los evangelistas (cf. Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Dei Verbum, 8). La Iglesia ha querido reconocer este servicio como una expresión concreta del carisma personal que ha favorecido grandemente el ejercicio de su misión evangelizadora. Una mirada a la vida de las primeras comunidades cristianas que se comprometieron en la difusión y el desarrollo del Evangelio, también hoy insta a la Iglesia a comprender cuáles puedan ser las nuevas expresiones con las que continúe siendo fiel a la Palabra del Señor para hacer llegar su Evangelio a toda criatura.
3. Toda la historia de la evangelización de estos dos milenios muestra con gran evidencia lo eficaz que ha sido la misión de los catequistas. Obispos, sacerdotes y diáconos, junto con tantos consagrados, hombres y mujeres, dedicaron su vida a la enseñanza catequética a fin de que la fe fuese un apoyo válido para la existencia personal de cada ser humano. Algunos, además, reunieron en torno a sí a otros hermanos y hermanas que, compartiendo el mismo carisma, constituyeron Órdenes religiosas dedicadas completamente al servicio de la catequesis.
No se puede olvidar a los innumerables laicos y laicas que han participado directamente en la difusión del Evangelio a través de la enseñanza catequística. Hombres y mujeres animados por una gran fe y auténticos testigos de santidad que, en algunos casos, fueron además fundadores de Iglesias y llegaron incluso a dar su vida. También en nuestros días, muchos catequistas capaces y constantes están al frente de comunidades en diversas regiones y desempeñan una misión insustituible en la transmisión y profundización de la fe. La larga lista de beatos, santos y mártires catequistas ha marcado la misión de la Iglesia, que merece ser conocida porque constituye una fuente fecunda no sólo para la catequesis, sino para toda la historia de la espiritualidad cristiana.
4. A partir del Concilio Ecuménico Vaticano II, la Iglesia ha percibido con renovada conciencia la importancia del compromiso del laicado en la obra de la evangelización. Los Padres conciliares subrayaron repetidamente cuán necesaria es la implicación directa de los fieles laicos, según las diversas formas en que puede expresarse su carisma, para la “plantatio Ecclesiae” y el desarrollo de la comunidad cristiana. «Digna de alabanza es también esa legión tan benemérita de la obra de las misiones entre los gentiles, es decir, los catequistas, hombres y mujeres, que llenos de espíritu apostólico, prestan con grandes sacrificios una ayuda singular y enteramente necesaria para la propagación de la fe y de la Iglesia. En nuestros días, el oficio de los Catequistas tiene una importancia extraordinaria porque resultan escasos los clérigos para evangelizar tantas multitudes y para ejercer el ministerio pastoral» (Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Ad gentes, 17).
Junto a la rica enseñanza conciliar, es necesario referirse al constante interés de los Sumos Pontífices, del Sínodo de los Obispos, de las Conferencias Episcopales y de los distintos Pastores que en el transcurso de estas décadas han impulsado una notable renovación de la catequesis. El Catecismo de la Iglesia Católica, la Exhortación apostólica Catechesi tradendae, el Directorio Catequístico General, el Directorio General para la Catequesis, el reciente Directorio para la Catequesis, así como tantos Catecismos nacionales, regionales y diocesanos, son expresión del valor central de la obra catequística que pone en primer plano la instrucción y la formación permanente de los creyentes.
5. Sin ningún menoscabo a la misión propia del Obispo, que es la de ser el primer catequista en su Diócesis junto al presbiterio, con el que comparte la misma cura pastoral, y a la particular responsabilidad de los padres respecto a la formación cristiana de sus hijos (cf. CIC c. 774 §2; CCEO c. 618), es necesario reconocer la presencia de laicos y laicas que, en virtud del propio bautismo, se sienten llamados a colaborar en el servicio de la catequesis (cf. CIC c. 225; CCEO cc. 401. 406). En nuestros días, esta presencia es aún más urgente debido a la renovada conciencia de la evangelización en el mundo contemporáneo (cf. Exhort. ap. Evangelii gaudium, 163-168), y a la imposición de una cultura globalizada (cf. Carta enc. Fratelli tutti, 100. 138), que reclama un auténtico encuentro con las jóvenes generaciones, sin olvidar la exigencia de metodologías e instrumentos creativos que hagan coherente el anuncio del Evangelio con la transformación misionera que la Iglesia ha emprendido. Fidelidad al pasado y responsabilidad por el presente son las condiciones indispensables para que la Iglesia pueda llevar a cabo su misión en el mundo.
Despertar el entusiasmo personal de cada bautizado y reavivar la conciencia de estar llamado a realizar la propia misión en la comunidad, requiere escuchar la voz del Espíritu que nunca deja de estar presente de manera fecunda (cf. CIC c. 774 §1; CCEO c. 617). El Espíritu llama también hoy a hombres y mujeres para que salgan al encuentro de todos los que esperan conocer la belleza, la bondad y la verdad de la fe cristiana. Es tarea de los Pastores apoyar este itinerario y enriquecer la vida de la comunidad cristiana con el reconocimiento de ministerios laicales capaces de contribuir a la transformación de la sociedad mediante «la penetración de los valores cristianos en el mundo social, político y económico» (Evangelii gaudium, 102).
6. El apostolado laical posee un valor secular indiscutible, que pide «tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios» (Conc. Ecum. Vat. II, Const. dogm. Lumen gentium, 31). Su vida cotidiana está entrelazada con vínculos y relaciones familiares y sociales que permiten verificar hasta qué punto «están especialmente llamados a hacer presente y operante a la Iglesia en aquellos lugares y circunstancias en que sólo puede llegar a ser sal de la tierra a través de ellos» (Lumen gentium, 33). Sin embargo, es bueno recordar que además de este apostolado «los laicos también pueden ser llamados de diversos modos a una colaboración más inmediata con el apostolado de la Jerarquía, al igual que aquellos hombres y mujeres que ayudaban al apóstol Pablo en la evangelización, trabajando mucho por el Señor» (Lumen gentium, 33).
La particular función desempeñada por el Catequista, en todo caso, se especifica dentro de otros servicios presentes en la comunidad cristiana. El Catequista, en efecto, está llamado en primer lugar a manifestar su competencia en el servicio pastoral de la transmisión de la fe, que se desarrolla en sus diversas etapas: desde el primer anuncio que introduce al kerygma, pasando por la enseñanza que hace tomar conciencia de la nueva vida en Cristo y prepara en particular a los sacramentos de la iniciación cristiana, hasta la formación permanente que permite a cada bautizado estar siempre dispuesto a «dar respuesta a todo el que les pida dar razón de su esperanza» (1 P 3,15). El Catequista es al mismo tiempo testigo de la fe, maestro y mistagogo, acompañante y pedagogo que enseña en nombre de la Iglesia. Una identidad que sólo puede desarrollarse con coherencia y responsabilidad mediante la oración, el estudio y la participación directa en la vida de la comunidad (cf. Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización, Directorio para la Catequesis, 113).
7. Con clarividencia, san Pablo VI promulgó la Carta apostólica Ministeria quaedam con la intención no sólo de adaptar los ministerios de Lector y de Acólito al nuevo momento histórico (cf. Carta ap. Spiritus Domini), sino también para instar a las Conferencias Episcopales a ser promotoras de otros ministerios, incluido el de Catequista: «Además de los ministerios comunes a toda la Iglesia Latina, nada impide que las Conferencias Episcopales pidan a la Sede Apostólica la institución de otros que por razones particulares crean necesarios o muy útiles en la propia región. Entre estos están, por ejemplo, el oficio de Ostiario, de Exorcista y de Catequista». La misma apremiante invitación reapareció en la Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi cuando, pidiendo saber leer las exigencias actuales de la comunidad cristiana en fiel continuidad con los orígenes, exhortaba a encontrar nuevas formas ministeriales para una pastoral renovada: «Tales ministerios, nuevos en apariencia pero muy vinculados a experiencias vividas por la Iglesia a lo largo de su existencia —por ejemplo, el de catequista […]—, son preciosos para la implantación, la vida y el crecimiento de la Iglesia y para su capacidad de irradiarse en torno a ella y hacia los que están lejos» (San Pablo VI, Exhort. ap. Evangelii nuntiandi, 73).
No se puede negar, por tanto, que «ha crecido la conciencia de la identidad y la misión del laico en la Iglesia. Se cuenta con un numeroso laicado, aunque no suficiente, con arraigado sentido de comunidad y una gran fidelidad en el compromiso de la caridad, la catequesis, la celebración de la fe» (Evangelii gaudium, 102). De ello se deduce que recibir un ministerio laical como el de Catequista da mayor énfasis al compromiso misionero propio de cada bautizado, que en todo caso debe llevarse a cabo de forma plenamente secular sin caer en ninguna expresión de clericalización.
8. Este ministerio posee un fuerte valor vocacional que requiere el debido discernimiento por parte del Obispo y que se evidencia con el Rito de Institución. En efecto, éste es un servicio estable que se presta a la Iglesia local según las necesidades pastorales identificadas por el Ordinario del lugar, pero realizado de manera laical como lo exige la naturaleza misma del ministerio. Es conveniente que al ministerio instituido de Catequista sean llamados hombres y mujeres de profunda fe y madurez humana, que participen activamente en la vida de la comunidad cristiana, que puedan ser acogedores, generosos y vivan en comunión fraterna, que reciban la debida formación bíblica, teológica, pastoral y pedagógica para ser comunicadores atentos de la verdad de la fe, y que hayan adquirido ya una experiencia previa de catequesis (cf. Conc. Ecum. Vat. II, Decr. Christus Dominus, 14; CIC c. 231 §1; CCEO c. 409 §1). Se requiere que sean fieles colaboradores de los sacerdotes y los diáconos, dispuestos a ejercer el ministerio donde sea necesario, y animados por un verdadero entusiasmo apostólico.
En consecuencia, después de haber ponderado cada aspecto, en virtud de la autoridad apostólica instituyo el ministerio laical de Catequista
La Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos se encargará en breve de publicar el Rito de Institución del ministerio laical de Catequista.
9. Invito, pues, a las Conferencias Episcopales a hacer efectivo el ministerio de Catequista, estableciendo el necesario itinerario de formación y los criterios normativos para acceder a él, encontrando las formas más coherentes para el servicio que ellos estarán llamados a realizar en conformidad con lo expresado en esta Carta apostólica.
10. Los Sínodos de las Iglesias Orientales o las Asambleas de los Jerarcas podrán acoger lo aquí establecido para sus respectivas Iglesias sui iuris, en base al propio derecho particular.
11. Los Pastores no dejen de hacer propia la exhortación de los Padres conciliares cuando recordaban: «Saben que no han sido instituidos por Cristo para asumir por sí solos toda la misión salvífica de la Iglesia en el mundo, sino que su eminente función consiste en apacentar a los fieles y reconocer sus servicios y carismas de tal suerte que todos, a su modo, cooperen unánimemente en la obra común» (Lumen gentium, 30). Que el discernimiento de los dones que el Espíritu Santo nunca deja de conceder a su Iglesia sea para ellos el apoyo necesario a fin de hacer efectivo el ministerio de Catequista para el crecimiento de la propia comunidad.
Lo establecido con esta Carta apostólica en forma de “Motu Proprio”, ordeno que tenga vigencia de manera firme y estable, no obstante cualquier disposición contraria, aunque sea digna de particular mención, y que sea promulgada mediante su publicación en L’Osservatore Romano, entrando en vigor el mismo día, y sucesivamente se publique en el comentario oficial de las Acta Apostolicae Sedis.
Dado en Roma, junto a San Juan de Letrán, el día 10 de mayo del año 2021, Memoria litúrgica de san Juan de Ávila, presbítero y doctor de la Iglesia, noveno de mi pontificado.
Francisco
Incluye orientaciones pedagógicas.
1. El evangelio de Juan, en esta parte del discurso de despedida de la última cena de Jesús con sus discípulos, insiste en el gran mandamiento, en el único mandamiento que Jesús ha querido dejar a los suyos. No hacía falta otro, porque en este mandamiento se cumplen todas las cosas. Forma parte del discurso de la vid verdadera que podíamos escuchar el domingo pasado y, sin duda, aquí podemos encontrar las razones profundas de por qué Jesús se presentó como la vid: porque en su vida, en comunión con Dios, en fidelidad constante a lo que Dios es, se ha dedicado a amar. Si Dios es amor, y Jesús es uno con Dios, su vida es una vida de entrega.
2. Por ello, los sarmientos solamente tendrán vida permaneciendo en el amor de Jesús, porque Jesús no falla en su fidelidad al amor de Dios. Jesús quiere repetir con los suyos, con su comunidad, lo que Dios ha hecho con él. Jesús siente que Dios le ama siempre (porque Dios es amor) y una comunidad no puede ser nada si no se fundamenta en el amor sin medida: dando la vida por los otros. Dios vive porque ama; si no amara, Dios no existiría. Jesús es el Señor de la comunidad, porque su señorío lo fundamenta en su amor. La comunidad tendrá futuro si ponemos en práctica el amor, el perdón, la misericordia de los unos con los otros. Ese es el signo de los hijos de Dios.
3. Con una densidad, quizás no ajustada al lenguaje del Jesús histórico, el autor del cuarto evangelio nos adentra en el mundo del amor y de la amistad con Dios, con Jesús y entre los suyos. Es un discurso que establece unas relaciones muy particulares. Dios ama al Hijo, el Hijo ama a los suyos, éstos se llenan de alegría, ¿por qué? Porque estas son relaciones de amor de entrega, de amistad. Son términos que la psicología recoge como los más curativos para el corazón y la mente humana. Todos sabemos lo necesario que es ser amado y amar: es como la fuente de la felicidad. El Jesús de San Juan, pues, se despide de los suyos hablándoles de cosas trascendentales y definitivas. No hay otro mensaje, ni otro mandamiento, ni otra consigna más definitiva para los suyos. No está la cuestión en preguntarse solamente ¿qué tenemos que hacer?, aunque se formule en mandamiento, sino ¿cómo tenemos que vivir? : amando.
4. ¿Es amor de amistad (filía) - como en los griegos-, o más bien es amor de entrega sin medida (ágapê)? Sabemos que San Juan usa el verbo “fileô”, que es amar como se aman los amigos, en otros momentos. Pero en este texto de despedida está usando el verbo agapaô y el sustantivo ágape, para dar a entender que no se trata de una simple “amistad”, sino de un amor más profundo, donde todo se entrega a cambio de nada. El amor de amistad puede resultar muy romántico, pero se puede romper. El amor de “entrega” no es romántico, sino que implica el amor de Dios que ama a todos: a los que le aman y a los que no le aman. Los discípulos de Jesús deben tener el amor de Dios que es el que les ha entregado Jesús. Este es el amor que produce la alegría (chara) verdadera. El “permanecer” en Jesús no se resuelve como una simple cuestión de amistad, de la que tanto se habla, se necesita y es admirable. El discipulado cristiano del permanecer no se puede fundamentar solamente en la “amistad” romántica, sino en la confianza de quien tiene que dar frutos. Por eso han sido elegidos: están llamados a ser amigos de Jesús los que aman entregándolo todo como El hizo. Esta amistad no se puede romper porque está hecho de un amor sin medida, el de Dios.
Fray Miguel de Burgos Núñez
Fuente: https://www.dominicos.org/predicacion/homilia/9-5-2021/comentario-biblico/miguel-de-burgos-nunez/
“Está claro que Dios no hace distinciones: acepta al que lo teme y practica la justicia, sea de la nación que sea”. Enviado por la voz que le había hablado desde lo alto, Pedro llegó proclamando esta convicción ante el centurión Cornelio (Hch 10,25-48).
Este galileo, pescador en el lago de Tiberíades y seguidor de Jesús de Nazaret, comprendía ahora que era enviado como testigo del evangelio de la gracia hasta la casa de un pagano. Con el salmo responsorial, también nosotros nos sentimos invitados a proclamar que “el Señor revela a las naciones su salvación” (Sal 97).
Sin embargo, nos cuesta reconocer la dimensión universal de la salvación. Tenemos que superar exclusivismos y prejuicios, nacionalismos y otras formas de afirmar nuestros pretendidos privilegios. Tenemos que aprender que “quien no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (1 Jn 4,7-8).
TESTAMENTO Y HERENCIA
Esa superación de nuestros egoísmos ha de ser fruto del amor universal, al que nos invita Jesús. Pues bien, a ese amor de amplios horizontes se refiere la palabra del Señor en el evangelio de este domingo sexto de Pascua (Jn 15,9-17).
• En primer lugar, Jesús revela a sus discípulos el amor que le une a su Padre celestial. Un amor que él desea comunicarles. El amor de su Padre no es un privilegio exclusivo para él solo. Por Jesús llega hasta cada uno de nosotros ese amor del Padre celestial.
• Bien sabemos que el amor es a la vez un don y una tarea: una gracia y una responsabilidad, un regalo gratuito y un mandamiento. Ese es el testamento y la herencia de Jesús. Permanece en el amor de Dios quien transmite ese amor a los demás.
• Por otra parte, el amor no es solo un sentimiento pasajero. Es un compromiso. Pero ese compromiso no es un castigo o una condena. ¡Al contrario! El amor es una liberación. Es la clave de nuestra realización personal y la fuente de la alegría.
AMIGO Y MAESTRO
Con todo, “no es oro todo lo que reluce”. Es preciso aprender a distinguir el amor verdadero de los falsos amores. Jesús nos ha dado la clave para realizar ese discernimiento: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos”.
• El amor más grande no es el que queda prendido en las notas de una canción o en las imágenes de un mensaje enviado a los amigos. Es verdad que el amor verdadero no desprecia las palabras, pero se manifiesta sobre todo en las obras.
• El amor más grande tampoco puede confundirse con una ayuda puntual y pasajera con motivo de una catástrofe más o menos lejana. El amor verdadero se expresa en el don más precioso que se puede ofrecer a los que se ama: el tiempo.
• El amor más grande no se limita a regalar a la persona amada algunas cosas, más o menos brillantes, más o menos preciosas. El amor verdadero se expresa en la entrega generosa de la vida, como hizo Jesús.
“Llegado Pablo a Jerusalén, trataba de juntarse con los discípulos, pero todos le tenían miedo, porque no se fiaban de que fuera discípulo. Entonces Bernabé se lo presentó a los Apóstoles” (Hch 9, 26-31). Es impresionante esa doble anotación que se lee en el libro de los Hechos de los Apóstoles.
Saulo ha perseguido a muerte a los que siguen la doctrina y el camino de Jesús de Nazaret. Ahora se dice que ha cambiado radicalmente. Pero no lo creen los que todavía no han visto pruebas de ese cambio. Hay demasiados lobos que se cubren con pieles de oveja.
Sin embargo hay un levita que sigue a Jesús y que ha vendido un campo para compartir el dinero con los pobres de la comunidad. Bernabé es creíble. Hay que agradecerle que haya avalado con su palabra y su autoridad el cambio que ha convertido a Saulo en un hermano.
Seguramente, en nuestro entorno ha ocurrido algo semejante. Por eso podemos cantar con el salmo responsorial: “Alabarán al Señor los que lo buscan” (Sal 21).
De todas formas, recordemos el mensaje de la segunda lectura de este domingo: “Ese es su mandamiento: que creamos en el nombre de su Hijo, Jesucristo, y que nos amemos unos a otros, tal como nos lo mandó” (1 Jn 15,1-8).
LA VENDIMIA
Tras la alegoría del Buen Pastor, que se leía en el cuarto domingo de Pascua, en este quinto domingo meditamos la alegoría de la vid y los sarmientos (Jn 15,1-8). En ella se nos habla de Jesús y se nos recuerda la vocación de los discípulos.
• De Jesús se nos dice que él es la verdadera vid. El viñador sueña con una buena cosecha de uvas y con un vino excelente. Pero ese sueño solo será realidad si cuenta con una buena viña. Pues bien, Jesús es la nueva y definitiva vid. Gracias a él podremos dar buenos frutos.
• De los discípulos de Jesús se dice que son los sarmientos. Si están unidos a la vid reciben de ella la savia de la vida y pueden producir las uvas. Pero cuando podan la vid, los sarmientos que han sido cortados, se secan y suelen ser destinados al fuego.
Es fácil descubrir la lección que nos enseña esta alegoría. A todos nos espera la hora de la vendimia. Queremos ofrecer al mundo una excelente cosecha. Pero solo el estar unidos a Jesús nos dará la posibilidad de producir buenos frutos. Los sarmientos que pretenden desprenderse de la viña para alcanzar la libertad deberían saber que les espera la sequedad y la muerte.
FIDELIDAD Y FECUNDIDAD
Sin embargo la alegoría de la vid y los sarmientos no se reduce a una amenaza de esterilidad y de fuego. En realidad nos invita a mirar al Padre y a Jesús. Y abre ante nuestros ojos un espléndido panorama de fe, de fidelidad y de vida.
• “Con esto recibe gloria mi Padre”. Jesús se refería con frecuencia a la gloria de su Padre. Es verdad que nosotros buscamos demasiadas veces nuestra propia gloria. Pero nos engañamos. Nuestra esterilidad no equivale a la felicidad. Ni da gloria a Dios.
• “Con que deis fruto abundante”. Se dice que la fe cristiana no favorece la cultura o el progreso. Es un tópico que no responde a la verdad. A pesar de nuestros fallos, los seguidores de Jesús hemos dado abundantes frutos de verdad, de bondad y de belleza.
• “Así seréis discípulos míos”. Todos seremos siempre discípulos de alguien. Es un don de Dios poder ser discípulos de Jesús. Pero esa condición hay que vivirla en fidelidad al Maestro, que es la vid, para producir en fecundidad los frutos de los sarmientos sanos.