“Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar en otras lenguas, según el Espíritu Santo les concedía manifestarse”. Ese parece ser el primer efecto de la presencia del Espíritu Santo entre el grupo de los apóstoles de Jesús (Hech 2,1-11).
La altanería de los hombres había suscitado en ellos, allá en Babel, la pretensión de alcanzar el cielo con sus propias fuerzas. Ese orgullo había generado la confusión y la dispersión. Ahora el Espíritu de Dios infundía sobre la naciente comunidad el don del amor, que favorece y alienta la comunicación y la comunión entre las personas.
Con el salmo responsorial, la Iglesia repite en este día una súplica con la que implora de Dios el don de la vida: “Envía tu Espíritu Señor, y repuebla la faz de la tierra” (Sal 103).
En la segunda lectura se nos dice que, ante los fieles de Corinto que presumen de los dones y carismas que han recibido, san Pablo insiste en recordar que la llamada del Espíritu los orienta a formar un solo cuerpo (1 Cor 12,13).
DEL MIEDO A LA PAZ
El evangelio de Pentecostés nos sitúa de nuevo en el “primer día de la semana”. Las mujeres que llegaron al sepulcro muy de mañana, lo encontraron vacío. Esa noticia suscitó en los discípulos del Señor sentimientos de asombro y de alegría. El miedo los había encerrado en una casa, pero precisamente allí percibieron la presencia del Resucitado (Jn 20,19).
• Es Jesús el que viene al encuentro de sus discípulos. Él es quien los había elegido y los había llamado, para que le siguieran y estuvieran con él. Es verdad que ellos lo han abandonado, pero el Resucitado toma de nuevo la iniciativa de acercarse hasta ellos.
• Jesús se coloca en medio del grupo. A orillas del Jordán, Juan Bautista había proclamado: “En medio de vosotros está uno al que no conocéis” (Jn 1,26). Ahora se coloca “en medio” de sus discípulos el Maestro al que no reconocen. Ese ha de ser para siempre su puesto en la comunidad.
• Y Jesús dirige a sus discípulos el saludo tradicional de la paz. Ese era el saludo que ellos habían de pronunciar al entrar en una casa (Mt 10,12). En sus palabras de despedida, el Maestro ya les había anunciado ese don (Jn 14,27), que era su promesa para la eternidad.
LA GRACIA Y EL PERDÓN
Tras mostrarles las huellas que demostraban su identidad, el Resucitado sopló sobre sus discípulos y les dijo: “Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos” (Jn 20,23).
• Recibir el Espíritu Santo. El Espíritu Santo es el primer don de Dios y del Señor Resucitado. El aliento final que exhaló desde la cruz es su propia vida. Una vida que ha entregado por nosotros. Una vida que comparte con nosotros para que la entreguemos como él.
• Perdonar los pecados. Jesús no ha venido al mundo para condenar al mundo y reprocharle sus pecados, sino para que el mundo se salve por él (Jn 3,17). Al igual que él había hecho durante su vida, ahora envía a sus apóstoles para anunciar la gracia, la misericordia y el perdón de Dios.
• Retener los pecados. Dios respeta y siempre respetará la libertad de sus hijos. Pero los discípulos del Señor han de servir a la verdad y advertir a todos los hombres de los obstáculos y tentaciones que podrán apartarlos de la salvación que el mismo Dios les ofrece.
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