El pan que yo daré, es mi carne, dada para que el mundo tenga vida»
La Iglesia ha recibido la Eucaristía de Cristo su Señor como un don, no sólo como un don entre otros muchos, aunque sea muy valioso, sino como el don por excelencia, porque es don en sí mismo, de su persona, en su santa humanidad y, además de toda su obra de salvación. Esta no queda relegada al pasado, pues «todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos...»(CEC,1085).
puede tomar parte en él, obteniendo frutos inagotablemente. Esta es la fe de la que han vivido a lo largo de los siglos las generaciones cristinas. Esta es la fe, que el Magisterio de la Iglesia ha reiterado continuamente con gozosa gratitud por tan inestimable don. Deseo una vez más llamar la atención sobre esta verdad, poniéndome con vosotros, hermanos y hermanas, en adoración delante de este Misterio: Misterio grande, Misterio de misericordia. ¿Qué más podría hacer Jesús por nosotros? En la Eucaristía nos muestra un amor que llega «hasta el extremo» (Jn 13,1), un amor que no conoce medida.
Cuando la Iglesia celebra la Eucaristía, memorial de la muerte y resurrección de su Señor, se hace realmente presente este acontecimiento central de salvación y «se realiza la obra de nuestra redención» (LG 3). Este sacrificio es tan decisivo para la salvación del género humano, que Jesucristo lo ha realizado y ha vuelto al Padre sólo después de habernos dejado el medio para participar de él, como si hubiéramos estado presentes. Así, todo fiel
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