Ofrecí la espalda a los que me apaleaban y la mejilla a los que mesaban mi barba. No oculté el rostro a insultos y salivazos”. Esa confesión del Siervo de Dios (Is 50,5-9) indica que la misión que le ha sido confiada lo expone a burlas y a violencias de todo tipo.
Pero el elegido por Dios se mantiene firme en medio de la persecución. Su fuerza no viene de sí mismo: “El Señor me ayudaba, por eso no sentí los ultrajes”. La fe en la cercanía de Dios no nos exime de las burlas, pero nos da la audacia que caracteriza a los creyentes.
Con el valor que nos otorga la fe, proclamamos con el salmo responsorial: “El Señor guarda a los sencillos: estando yo sin fuerzas me salvó” (Sal 114).
Bien sabemos que nuestro aguante no nace de la fuerza de nuestra voluntad, sino de esa fe que genera y orienta nuestras buenas obras (Sant 2,14-18).
LA CONFESIÓN Y LA RÉPLICA
El evangelio de hoy nos lleva a la zona de Cesarea de Felipe, cerca de las fuentes del Jordán (Mc 8,27-35). Mientras va de camino, Jesús pregunta a sus discípulos qué idea tienen las gentes sobre él. Y a continuación les pregunta quién es él para ellos.
Pedro responde con decisión: “Tú eres el Mesías”. Pero Jesús replica con una prohibición, una explicación y una reprensión.
• Jesús prohíbe a sus discípulos que difundan entre las gentes que él es el Mesías de Dios. El título tenía implicaciones políticas que el Maestro trataba de evitar.
• Además, Jesús les explica que su mesianismo incluye un panorama de padecimiento y condena por parte de las autoridades y un destino de muerte y de resurrección.
• Y, ante la resistencia de Pedro a admitir ese futuro de condena y de pasión, Jesús lo reprende por tratar de apartarlo del fiel cumplimiento de su misión.
Esa es la decisiva lección para nosotros. A veces decimos caminar con Jesús, pero seguimos pensando como nos lo dicta la opinión pública, no como lo exige la fe en Dios.
UNA TRIPLE PROPUESTA
En ese contexto, Jesús nos dirige una lección inolvidable: “El que quiera venir conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga”. Así pues, acompañar al Maestro por el camino comporta tres decisiones radicales:
• Negarse a sí mismo. Es preciso salir del individualismo que nos impulsa a rechazar la llamada del Maestro. El verdadero discípulo ha de estar dispuesto a renunciar a esos intereses personales que lo llevan a la indiferencia respecto a los demás..
• Cargar con la cruz. Aquel horrible instrumento de suplicio se destinaba a los delincuentes que merecían una grave condena. Cargar con la cruz supone para el creyente compartir el destino del Justo injustamente ajusticiado.
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