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Alfabetización digital y analfabetismo espiritual

Ser espiritual es eso: poder enfrentarse al propio silencio, a la soledad, y preguntarse qué quiero hacer con mi vida, para qué estoy hecho, cómo voy a dar sentido al tiempo que se me ha dado

Ganamos terreno en lo digital, pero las sociedades opulentas e hipertecnológicas viven una paradoja: se llenan con lo material y más vacío queda su interior. Nos informamos de todo y nos distraemos permanentemente. Pero la distracción es una manera de huir de un vacío existencial que resulta irresistible.

Vivimos superficialmente en un mundo de estímulo-respuesta: nos estimulan a consumir y consumimos sin tasa. Sin embargo, una persona espiritual detiene ese estímulo y se lo piensa. Este es el fundamento de la libertad. Cuando uno ahonda en lo espiritual, no vive superficialmente y desactiva ciertas prácticas. La falta de cultivo de la dimensión espiritual tiene como consecuencia una pérdida de libertad, de autodeterminación, de autonomía personal. Un desarrollo pleno e integral de las personas requiere un desarrollo armónico de todas sus capacidades, funciones y dimensiones. No se puede desarrollar mucho unas y dejar otras atrofiadas.

Hay, en efecto, mucho analfabetismo espiritual. No hay equilibrio emocional ni espiritual en las personas. Y no son casos aislados, son muchos, incluso con intentos de suicidio. Nos distraemos permanentemente, pero la distracción es un modo de huir del vacío existencial, es una salida por la tangente. Desde las series a la droga, desde el juego a las apuestas o el fútbol, existen tantos mecanismos de evasión que hay muchas formas de escapar al vacío. Y el vacío es irresistible, no se puede soportar: o se enfrenta a él y busca un sentido o se escapa a través de mil mecanismos.

Ser espiritual es eso: poder enfrentarse al propio silencio, a la soledad, y preguntarse qué quiero hacer con mi vida, para qué estoy hecho, cómo voy a dar sentido al tiempo que se me ha dado.

El horror a la nada es terrible: hay quien es capaz de atravesarla y hay quien perece en ella. No siempre tras la noche oscura viene la luz. Por eso la tendencia habitual es fugarse, distraerse. El mundo se cae a trozos y nosotros contamos las anécdotas más estúpidas. Es el carpe diem de Horacio, pero en su versión posmoderna: «No pienses, pásalo bien; al final la vida son cuatro días, hemos vivido tres y mañana ya no estamos».

Si dejáramos hablar al silencio, ¿qué diría? El silencio no es ausencia de lenguaje, sino otro tipo de lenguaje. Lo que los demás ignoran y ni siquiera imaginan aflora en el silencio. Él revela nuestras carencias y debilidades, por eso no lo aguantamos. La persona trabajada en lo espiritual lo busca y convive con él: uno tiene que aprender no solo a tolerarlo, sino amarlo. Al final, resulta cómodo vivir en él, pero de entrada es un poco árido.

Se hacen grandes esfuerzos por eliminar el analfabetismo porque hay millones de personas que no saben leer ni escribir. También se trabaja por erradicar el analfabetismo emocional porque hay personas con grados académicos que no saben controlar sus emociones ni dominar sus sentimientos. Pero existe otro analfabetismo, el espiritual, que atañe a la incapacidad de preguntarse por el sentido de la vida. Por eso el mundo anda a la deriva y es cada vez más injusto e inhumano. Los seres humanos somos los únicos en el mundo capaces de reflexionar sobre nosotros mismos. Somos no sólo autores y actores de nuestras vidas, sino también espectadores para observarla y recrearla.

Al haber dejado de llamar padre a Dios, el hombre contemporáneo ha caído en la «orfandad». «En nuestro tiempo –ha dicho el Papa Francisco– se constatan diferentes signos de nuestra condición de huérfanos. Esa soledad interior que percibimos incluso en medio de la muchedumbre, y que a veces puede llegar a ser tristeza existencial; esa supuesta independencia de Dios, que se ve acompañada por una cierta nostalgia de su cercanía; ese difuso analfabetismo espiritual por el que nos sentimos incapaces de rezar; esa dificultad para experimentar verdadera y realmente la vida eterna, como plenitud de comunión que germina aquí y que florece después de la muerte; esa dificultad para reconocer al otro como hermano, en cuanto hijo del mismo Padre; y así otros signos semejantes.

La misión de Jesús es «apartarnos de la condición de huérfanos y restituirnos a la de hijos», fue «culminada con el don del Espíritu Santo». El Paráclito nos hace entrar además «en una nueva dinámica de fraternidad». «Por medio del Hermano universal, Jesús, podemos relacionarnos con los demás de un modo nuevo, no como huérfanos, sino como hijos del mismo Padre bueno y misericordioso. Y esto hace que todo cambie. Podemos mirarnos como hermanos, y nuestras diferencias harán que se multiplique la alegría y la admiración de pertenecer a esta única paternidad y fraternidad».

Manuel Sánchez Monge (obispo emérito de Santander)
Fuente: El Debate 16-3-2025

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