“He visto la opresión de mi pueblo en Egipto y he oído sus quejas contra los opresores; conozco sus sufrimientos” (Éx 3,7-8). Así suena la voz que oye Moisés en el desierto.
Moisés había sido educado en un ambiente politeísta. Al oír una voz que sale de una zarza que arde sin consumirse, pregunta el nombre del dios que decide liberar a los hebreos. Y Dios responde que solo él puede ser reconocido como el dios que se compadece de su pueblo.
La cuaresma nos invita a recordar nuestros pecados. Pero con el salmo responsorial también nosotros confesamos y proclamamos los atributos que distinguen a Dios: “El Señor es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia” (Sal 102).
Sin embargo, los hebreos no siempre se mostraron agradecidos a la compasión de Dios. Según san Pablo, “la mayoría de ellos no agradaron a Dios y sus cuerpos quedaron tendidos en el desierto” (1 Cor 10,5). Por eso, el Apóstol ruega a los corintios que “el que se crea seguro, se cuide de no caer”.
LA HORA DE LA CONVERSIÓN
Según el evangelio de Lucas, Jesús se enteró de un hecho que había horrorizado a las gentes. Unos peregrinos galileos habían sido masacrados en Jerusalén por orden de Pilato. Además, unos obreros habían muerto aplastados por el derrumbe de una torre junto al estanque de Siloé (Lc 13,1-9).
En su tiempo se pensaba que los males físicos respondían al mal comportamiento de quien los padecía. Así que las gentes consideraban como pecadores tanto a los asesinados por la crueldad romana como a las víctimas de una desgracia en el trabajo.
En realidad, tambien hoy, cuando sucede una catástrofe, muchos se preguntan escandalizados: “¿Qué mal han hecho estas personas para ser castigadas de esta forma?”
Pero Jesús advirtió que las desgracias no siempre atrapan a los más culpables. Si fuera así, muchos de sus oyentes habrían sido asesinados o atrapados por los cascotes de la torre. Jesús sabe que todos somos pecadores y a todos se nos concede todavía la hora de la conversión.
EL FRUTO ESPERADO
En el evangelio de este tercer domingo de cuaresma, se incluye la parábola de la higuera estéril. Hace tiempo que no da fruto, así que el dueño decide arrancarla, pero el viñador intercede por ella. Si las noticias de hoy dan cuenta de la extensión del pecado, todavía se nos ofrece a todos la esperanza del perdón.
• “Señor déjala todavía este año”. La parábola sugiere que el pecado comporta siempre la esterilidad de la existencia. Sin embargo, se nos concede la oportunidad de reconocer con humildad nuestros pecados. Este es el tiempo para la conversión.
• “Yo cavaré alrededor… a ver si da fruto”. Todavía hay un espacio y un tiempo para la esperanza. No se puede justificar nuestra pereza. La esperanza exige de nosotros un esfuerzo. La conversión requiere el trabajo del cultivo.
• “Si no, el año que viene la cortarás”. La esperanza se fundamenta en la misericordia de Dios, pero no puede llevarnos a la irresponsabilidad. Toda crisis nos ofrece la posibilidad de repensar nuestra vida y tratar de producir el fruto que se espera de nosotros.
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