A nuestro Dios le encantan los disfraces.
Se disfraza de aliento de soplo,
de brisa suave o viento huracanado,
de zarza ardiendo o nube opaca o luminosa,
de pan, de vino, de humano.
Dios es todo un furtivo. Lo suyo es sorprender.
No hacer nada como si estuviera previsto,
venir cuando no se le espera,
aparecer donde aparentemente nada tiene que hacer,
utilizar unas ropas que no le conocíamos,
deslizarse entre las páginas de una agenda apretada
en la que parece que no hay sitio para nadie,
dejarse oír en la llamada de teléfono,
sonreir al traluz de estos ojos triste, perdir ayuda...
El amor, y Dios es amor,
es la capacidad de disfrazarse de otro, de hacerse otro,
de asumir los harapos del mendigo,
la tez morena del inmigrante, o el perfil de un enfermo.
A Dios le duele el mundo y ríe con el mundo.
Hace suyos todos los gestos, todos los asombrosos
y nos invita a sorprendernos de los muchos colores de la vida.
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