Señor Presidente, Señoras y Señores Vicepresidentes,
Señoras y Señores Eurodiputados,
Trabajadores en los distintos ámbitos de este hemiciclo,
Queridos amigos
Señoras y Señores Eurodiputados,
Trabajadores en los distintos ámbitos de este hemiciclo,
Queridos amigos
Les agradezco que me hayan invitado a tomar la palabra ante esta
institución fundamental de la vida de la Unión Europea, y por la
oportunidad que me ofrecen de dirigirme, a través de ustedes, a los más
de quinientos millones de ciudadanos de los 28 Estados miembros a
quienes representan. Agradezco particularmente a usted, Señor Presidente
del Parlamento, las cordiales palabras de bienvenida que me ha dirigido
en nombre de todos los miembros de la Asamblea.
Mi visita tiene lugar más de un cuarto de siglo después de la del Papa Juan Pablo II.
Muchas cosas han cambiado desde entonces, en Europa y en todo el mundo.
No existen los bloques contrapuestos que antes dividían el Continente
en dos, y se está cumpliendo lentamente el deseo de que «Europa, dándose
soberanamente instituciones libres, pueda un día ampliarse a las
dimensiones que le han dado la geografía y aún más la historia».[1]
Junto a una Unión Europea más amplia, existe un mundo más complejo y
en rápido movimiento. Un mundo cada vez más interconectado y global, y,
por eso, siempre menos «eurocéntrico». Sin embargo, una Unión más
amplia, más influyente, parece ir acompañada de la imagen de una Europa
un poco envejecida y reducida, que tiende a sentirse menos protagonista
en un contexto que la contempla a menudo con distancia, desconfianza y,
tal vez, con sospecha.
Al dirigirme hoy a ustedes desde mi vocación de Pastor, deseo enviar a
todos los ciudadanos europeos un mensaje de esperanza y de aliento.
Un mensaje de esperanza basado en la confianza de que las
dificultades puedan convertirse en fuertes promotoras de unidad, para
vencer todos los miedos que Europa – junto a todo el mundo – está
atravesando. Esperanza en el Señor, que transforma el mal en bien y la
muerte en vida.
Un mensaje de aliento para volver a la firme convicción de los Padres
fundadores de la Unión Europea, los cuales deseaban un futuro basado en
la capacidad de trabajar juntos para superar las divisiones,
favoreciendo la paz y la comunión entre todos los pueblos del
Continente. En el centro de este ambicioso proyecto político se
encontraba la confianza en el hombre, no tanto como ciudadano o sujeto
económico, sino en el hombre como persona dotada de una dignidad trascendente.
Quisiera subrayar, ante todo, el estrecho vínculo que existe entre estas dos palabras: «dignidad» y «trascendente».
La «dignidad» es una palabra clave que ha caracterizado el proceso de
recuperación en la segunda postguerra. Nuestra historia reciente se
distingue por la indudable centralidad de la promoción de la dignidad
humana contra las múltiples violencias y discriminaciones, que no han
faltado, tampoco en Europa, a lo largo de los siglos. La percepción de
la importancia de los derechos humanos nace precisamente como resultado
de un largo camino, hecho también de muchos sufrimientos y sacrificios,
que ha contribuido a formar la conciencia del valor de cada persona
humana, única e irrepetible. Esta conciencia cultural encuentra su
fundamento no sólo en los eventos históricos, sino, sobre todo, en el
pensamiento europeo, caracterizado por un rico encuentro, cuyas
múltiples y lejanas fuentes provienen de Grecia y Roma, de los ambientes
celtas, germánicos y eslavos, y del cristianismo que los marcó
profundamente,[2] dando lugar al concepto de «persona».
Hoy, la promoción de los derechos humanos desempeña un papel central
en el compromiso de la Unión Europea, con el fin de favorecer la
dignidad de la persona, tanto en su seno como en las relaciones con los
otros países. Se trata de un compromiso importante y admirable, pues
persisten demasiadas situaciones en las que los seres humanos son
tratados como objetos, de los cuales se puede programar la concepción,
la configuración y la utilidad, y que después pueden ser desechados
cuando ya no sirven, por ser débiles, enfermos o ancianos.
Efectivamente, ¿qué dignidad existe cuando falta la posibilidad de
expresar libremente el propio pensamiento o de profesar sin constricción
la propia fe religiosa? ¿Qué dignidad es posible sin un marco jurídico
claro, que limite el dominio de la fuerza y haga prevalecer la ley sobre
la tiranía del poder? ¿Qué dignidad puede tener un hombre o una mujer
cuando es objeto de todo tipo de discriminación? ¿Qué dignidad podrá
encontrar una persona que no tiene qué comer o el mínimo necesario para
vivir o, todavía peor, che no tiene el trabajo que le otorga dignidad?
Promover la dignidad de la persona significa reconocer que posee
derechos inalienables, de los cuales no puede ser privada
arbitrariamente por nadie y, menos aún, en beneficio de intereses
económicos.
Es necesario prestar atención para no caer en algunos errores que
pueden nacer de una mala comprensión de los derechos humanos y de un
paradójico mal uso de los mismos. Existe hoy, en efecto, la tendencia
hacia una reivindicación siempre más amplia de los derechos individuales
– estoy tentado de decir individualistas –, que esconde una concepción
de persona humana desligada de todo contexto social y antropológico,
casi como una «mónada» (μονάς), cada vez más insensible a las otras
«mónadas» de su alrededor. Parece que el concepto de derecho ya no se
asocia al de deber, igualmente esencial y complementario, de modo que se
afirman los derechos del individuo sin tener en cuenta que cada ser
humano está unido a un contexto social, en el cual sus derechos y
deberes están conectados a los de los demás y al bien común de la
sociedad misma.
Considero por esto que es vital profundizar hoy en una cultura de los
derechos humanos que pueda unir sabiamente la dimensión individual, o
mejor, personal, con la del bien común, con ese «todos nosotros» formado por individuos, familias y grupos intermedios que se unen en comunidad social.[3]
En efecto, si el derecho de cada uno no está armónicamente ordenado al
bien más grande, termina por concebirse sin limitaciones y,
consecuentemente, se transforma en fuente de conflictos y de violencias.
Así, hablar de la dignidad trascendente del hombre, significa
apelarse a su naturaleza, a su innata capacidad de distinguir el bien
del mal, a esa «brújula» inscrita en nuestros corazones y que Dios ha
impreso en el universo creado;[4] significa sobre todo mirar al hombre no como un absoluto, sino como un ser relacional. Una de las enfermedades que veo más extendidas hoy en Europa es la soledad,
propia de quien no tiene lazo alguno. Se ve particularmente en los
ancianos, a menudo abandonados a su destino, como también en los jóvenes
sin puntos de referencia y de oportunidades para el futuro; se ve
igualmente en los numerosos pobres que pueblan nuestras ciudades y en
los ojos perdidos de los inmigrantes que han venido aquí en busca de un
futuro mejor.
Esta soledad se ha agudizado por la crisis económica, cuyos efectos
perduran todavía con consecuencias dramáticas desde el punto de vista
social. Se puede constatar que, en el curso de los últimos años, junto
al proceso de ampliación de la Unión Europea, ha ido creciendo la
desconfianza de los ciudadanos respecto a instituciones consideradas
distantes, dedicadas a establecer reglas que se sienten lejanas de la
sensibilidad de cada pueblo, e incluso dañinas. Desde muchas partes se
recibe una impresión general de cansancio, de envejecimiento, de una
Europa anciana que ya no es fértil ni vivaz. Por lo que los grandes
ideales que han inspirado Europa parecen haber perdido fuerza de
atracción, en favor de los tecnicismos burocráticos de sus
instituciones.
A eso se asocian algunos estilos de vida un tanto egoístas,
caracterizados por una opulencia insostenible y a menudo indiferente
respecto al mundo circunstante, y sobre todo a los más pobres. Se
constata amargamente el predominio de las cuestiones técnicas y
económicas en el centro del debate político, en detrimento de una
orientación antropológica auténtica.[5]
El ser humano corre el riesgo de ser reducido a un mero engranaje de un
mecanismo que lo trata como un simple bien de consumo para ser
utilizado, de modo que – lamentablemente lo percibimos a menudo –,
cuando la vida ya no sirve a dicho mecanismo se la descarta sin tantos
reparos, como en el caso de los enfermos, los enfermos terminales, de
los ancianos abandonados y sin atenciones, o de los niños asesinados
antes de nacer.
Este es el gran equívoco que se produce «cuando prevalece la absolutización de la técnica»,[6] que termina por causar «una confusión entre los fines y los medios».[7] Es el resultado inevitable de la «cultura del descarte» y del «consumismo exasperado».
Al contrario, afirmar la dignidad de la persona significa reconocer el
valor de la vida humana, que se nos da gratuitamente y, por eso, no
puede ser objeto de intercambio o de comercio. Ustedes, en su vocación
de parlamentarios, están llamados también a una gran misión, aunque
pueda parecer inútil: Preocuparse de la fragilidad, de la fragilidad de
los pueblos y de las personas. Cuidar la fragilidad quiere decir fuerza y
ternura, lucha y fecundidad, en medio de un modelo funcionalista y
privatista que conduce inexorablemente a la «cultura del descarte».
Cuidar de la fragilidad de las personas y de los pueblos significa
proteger la memoria y la esperanza; significa hacerse cargo del presente
en su situación más marginal y angustiante, y ser capaz de dotarlo de
dignidad.[8]
Por lo tanto, ¿cómo devolver la esperanza al futuro, de manera
que, partiendo de las jóvenes generaciones, se encuentre la confianza
para perseguir el gran ideal de una Europa unida y en paz, creativa y
emprendedora, respetuosa de los derechos y consciente de los propios
deberes?
Para responder a esta pregunta, permítanme recurrir a una imagen. Uno
de los más célebres frescos de Rafael que se encuentra en el Vaticano
representa la Escuela de Atenas. En el centro están Platón y
Aristóteles. El primero con el dedo apunta hacia lo alto, hacia el mundo
de las ideas, podríamos decir hacia el cielo; el segundo tiende la mano
hacia delante, hacia el observador, hacia la tierra, la realidad
concreta. Me parece una imagen que describe bien a Europa en su
historia, hecha de un permanente encuentro entre el cielo y la tierra,
donde el cielo indica la apertura a lo trascendente, a Dios, que ha
caracterizado desde siempre al hombre europeo, y la tierra representa su
capacidad práctica y concreta de afrontar las situaciones y los
problemas.
El futuro de Europa depende del redescubrimiento del nexo vital e
inseparable entre estos dos elementos. Una Europa que no es capaz de
abrirse a la dimensión trascendente de la vida es una Europa que corre
el riesgo de perder lentamente la propia alma y también aquel «espíritu
humanista» que, sin embargo, ama y defiende.
Precisamente a partir de la necesidad de una apertura a la
trascendencia, deseo afirmar la centralidad de la persona humana, que de
otro modo estaría en manos de las modas y poderes del momento. En este
sentido, considero fundamental no sólo el patrimonio que el cristianismo
ha dejado en el pasado para la formación cultural del continente, sino,
sobre todo, la contribución que pretende dar hoy y en el futuro para su
crecimiento. Dicha contribución no constituye un peligro para la
laicidad de los Estados y para la independencia de las instituciones de
la Unión, sino que es un enriquecimiento. Nos lo indican los ideales que
la han formado desde el principio, como son: la paz, la subsidiariedad,
la solidaridad recíproca y un humanismo centrado sobre el respeto de la
dignidad de la persona.
Por ello, quisiera renovar la disponibilidad de la Santa Sede y de la
Iglesia Católica, a través de la Comisión de las Conferencias
Episcopales Europeas (COMECE), para mantener un diálogo provechoso,
abierto y trasparente con las instituciones de la Unión Europea. Estoy
igualmente convencido de que una Europa capaz de apreciar las propias
raíces religiosas, sabiendo aprovechar su riqueza y potencialidad, puede
ser también más fácilmente inmune a tantos extremismos que se expanden
en el mundo actual, también por el gran vacío en el ámbito de los
ideales, como lo vemos en el así llamado Occidente, porque «es
precisamente este olvido de Dios, en lugar de su glorificación, lo que
engendra la violencia».[9]
A este respecto, no podemos olvidar aquí las numerosas injusticias y
persecuciones que sufren cotidianamente las minorías religiosas, y
particularmente cristianas, en diversas partes del mundo. Comunidades y
personas que son objeto de crueles violencias: expulsadas de sus propias
casas y patrias; vendidas como esclavas; asesinadas, decapitadas,
crucificadas y quemadas vivas, bajo el vergonzoso y cómplice silencio de
tantos.
El lema de la Unión Europea es Unidad en la diversidad, pero
la unidad no significa uniformidad política, económica, cultural, o de
pensamiento. En realidad, toda auténtica unidad vive de la riqueza de la
diversidad que la compone: como una familia, que está tanto más unida
cuanto cada uno de sus miembros puede ser más plenamente sí mismo sin
temor. En este sentido, considero que Europa es una familia de pueblos,
que podrán sentir cercanas las instituciones de la Unión si estas saben
conjugar sabiamente el anhelado ideal de la unidad, con la diversidad
propia de cada uno, valorando todas las tradiciones; tomando conciencia
de su historia y de sus raíces; liberándose de tantas manipulaciones y
fobias. Poner en el centro la persona humana significa sobre todo dejar
que muestre libremente el propio rostro y la propia creatividad, sea en
el ámbito particular que como pueblo.
Por otra parte, las peculiaridades de cada uno constituyen una
auténtica riqueza en la medida en que se ponen al servicio de todos. Es
preciso recordar siempre la arquitectura propia de la Unión Europea,
construida sobre los principios de solidaridad y subsidiariedad, de modo
que prevalezca la ayuda mutua y se pueda caminar, animados por la
confianza recíproca.
En esta dinámica de unidad-particularidad, se les plantea también,
Señores y Señoras Eurodiputados, la exigencia de hacerse cargo de
mantener viva la democracia, la democracia de los pueblos de Europa. No
se nos oculta que una concepción uniformadora de la globalidad daña la
vitalidad del sistema democrático, debilitando el contraste rico,
fecundo y constructivo, de las organizaciones y de los partidos
políticos entre sí. De esta manera se corre el riesgo de vivir en el
reino de la idea, de la mera palabra, de la imagen, del sofisma… y se
termina por confundir la realidad de la democracia con un nuevo
nominalismo político. Mantener viva la democracia en Europa exige evitar
tantas «maneras globalizantes» de diluir la realidad: los purismos
angélicos, los totalitarismos de lo relativo, los fundamentalismos
ahistóricos, los eticismos sin bondad, los intelectualismos sin
sabiduría.[10]
Mantener viva la realidad de las democracias es un reto de este
momento histórico, evitando que su fuerza real – fuerza política
expresiva de los pueblos – sea desplazada ante las presiones de
intereses multinacionales no universales, que las hacen más débiles y
las trasforman en sistemas uniformadores de poder financiero al servicio
de imperios desconocidos. Este es un reto que hoy la historia nos
ofrece.
Dar esperanza a Europa no significa sólo reconocer la centralidad de
la persona humana, sino que implica también favorecer sus cualidades. Se
trata por eso de invertir en ella y en todos los ámbitos en los que sus
talentos se forman y dan fruto. El primer ámbito es seguramente el de
la educación, a partir de la familia, célula fundamental y elemento
precioso de toda sociedad. La familia unida, fértil e indisoluble trae
consigo los elementos fundamentales para dar esperanza al futuro. Sin
esta solidez se acaba construyendo sobre arena, con graves consecuencias
sociales. Por otra parte, subrayar la importancia de la familia, no
sólo ayuda a dar prospectivas y esperanza a las nuevas generaciones,
sino también a los numerosos ancianos, muchas veces obligados a vivir en
condiciones de soledad y de abandono porque no existe el calor de un
hogar familiar capaz de acompañarles y sostenerles.
Junto a la familia están las instituciones educativas: las escuelas y
universidades. La educación no puede limitarse a ofrecer un conjunto de
conocimientos técnicos, sino que debe favorecer un proceso más complejo
de crecimiento de la persona humana en su totalidad. Los jóvenes de hoy
piden poder tener una formación adecuada y completa para mirar al
futuro con esperanza, y no con desilusión. Numerosas son las
potencialidades creativas de Europa en varios campos de la investigación
científica, algunos de los cuales no están explorados todavía
completamente. Baste pensar, por ejemplo, en las fuentes alternativas de
energía, cuyo desarrollo contribuiría mucho a la defensa del ambiente.
Europa ha estado siempre en primera línea de un loable compromiso en
favor de la ecología. En efecto, esta tierra nuestra necesita de
continuos cuidados y atenciones, y cada uno tiene una responsabilidad
personal en la custodia de la creación, don precioso que Dios ha puesto
en las manos de los hombres. Esto significa, por una parte, que la
naturaleza está a nuestra disposición, podemos disfrutarla y hacer buen
uso de ella; por otra parte, significa que no somos los dueños.
Custodios, pero no dueños. Por eso la debemos amar y respetar. «Nosotros
en cambio nos guiamos a menudo por la soberbia de dominar, de poseer,
de manipular, de explotar; no la “custodiamos”, no la respetamos, no la
consideramos como un don gratuito que hay que cuidar».[11]
Respetar el ambiente no significa sólo limitarse a evitar estropearlo,
sino también utilizarlo para el bien. Pienso sobre todo en el sector
agrícola, llamado a dar sustento y alimento al hombre. No se puede
tolerar que millones de personas en el mundo mueran de hambre, mientras
toneladas de restos de alimentos se desechan cada día de nuestras mesas.
Además, el respeto por la naturaleza nos recuerda que el hombre mismo
es parte fundamental de ella. Junto a una ecología ambiental, se
necesita una ecología humana, hecha del respeto de la persona, que hoy
he querido recordar dirigiéndome a ustedes.
El segundo ámbito en el que florecen los talentos de la persona
humana es el trabajo. Es hora de favorecer las políticas de empleo, pero
es necesario sobre todo volver a dar dignidad al trabajo, garantizando
también las condiciones adecuadas para su desarrollo. Esto implica, por
un lado, buscar nuevos modos para conjugar la flexibilidad del mercado
con la necesaria estabilidad y seguridad de las perspectivas laborales,
indispensables para el desarrollo humano de los trabajadores; por otro
lado, significa favorecer un adecuado contexto social, que no apunte a
la explotación de las personas, sino a garantizar, a través del trabajo,
la posibilidad de construir una familia y de educar los hijos.
Es igualmente necesario afrontar juntos la cuestión migratoria. No se
puede tolerar que el mar Mediterráneo se convierta en un gran
cementerio. En las barcazas que llegan cotidianamente a las costas
europeas hay hombres y mujeres que necesitan acogida y ayuda. La
ausencia de un apoyo recíproco dentro de la Unión Europea corre el
riesgo de incentivar soluciones particularistas del problema, que no
tienen en cuenta la dignidad humana de los inmigrantes, favoreciendo el
trabajo esclavo y continuas tensiones sociales. Europa será capaz de
hacer frente a las problemáticas asociadas a la inmigración si es capaz
de proponer con claridad su propia identidad cultural y poner en
práctica legislaciones adecuadas que sean capaces de tutelar los
derechos de los ciudadanos europeos y de garantizar al mismo tiempo la
acogida a los inmigrantes; si es capaz de adoptar políticas correctas,
valientes y concretas que ayuden a los países de origen en su desarrollo
sociopolítico y a la superación de sus conflictos internos – causa
principal de este fenómeno –, en lugar de políticas de interés, que
aumentan y alimentan estos conflictos. Es necesario actuar sobre las
causas y no solamente sobre los efectos.
Señor Presidente, Excelencias, Señoras y Señores Diputados:
Ser conscientes de la propia identidad es necesario también para
dialogar en modo propositivo con los Estados que han solicitado entrar a
formar parte de la Unión en el futuro. Pienso sobre todo en los del
área balcánica, para los que el ingreso en la Unión Europea puede
responder al ideal de paz en una región que ha sufrido mucho por los
conflictos del pasado. Por último, la conciencia de la propia identidad
es indispensable en las relaciones con los otros países vecinos,
particularmente con aquellos de la cuenca mediterránea, muchos de los
cuales sufren a causa de conflictos internos y por la presión del
fundamentalismo religioso y del terrorismo internacional.
A ustedes, legisladores, les corresponde la tarea de custodiar y
hacer crecer la identidad europea, de modo que los ciudadanos encuentren
de nuevo la confianza en las instituciones de la Unión y en el proyecto
de paz y de amistad en el que se fundamentan. Sabiendo que «cuanto más
se acrecienta el poder del hombre, más amplia es su responsabilidad
individual y colectiva».[12] Les exhorto, pues, a trabajar para que Europa redescubra su alma buena.
Un autor anónimo del s. II escribió que «los cristianos representan en el mundo lo que el alma al cuerpo».[13]
La función del alma es la de sostener el cuerpo, ser su conciencia y la
memoria histórica. Y dos mil años de historia unen a Europa y al
cristianismo. Una historia en la que no han faltado conflictos y
errores, también pecados, pero siempre animada por el deseo de construir
para el bien. Lo vemos en la belleza de nuestras ciudades, y más aún,
en la de múltiples obras de caridad y de edificación humana común que
constelan el Continente. Esta historia, en gran parte, debe ser todavía
escrita. Es nuestro presente y también nuestro futuro. Es nuestra
identidad. Europa tiene una gran necesidad de redescubrir su rostro para
crecer, según el espíritu de sus Padres fundadores, en la paz y en la
concordia, porque ella misma no está todavía libre de conflictos.
Queridos Eurodiputados, ha llegado la hora de construir juntos la
Europa que no gire en torno a la economía, sino a la sacralidad de la
persona humana, de los valores inalienables; la Europa que abrace con
valentía su pasado, y mire con confianza su futuro para vivir plenamente
y con esperanza su presente. Ha llegado el momento de abandonar la idea
de una Europa atemorizada y replegada sobre sí misma, para suscitar y
promover una Europa protagonista, transmisora de ciencia, arte, música,
valores humanos y también de fe. La Europa que contempla el cielo y
persigue ideales; la Europa que mira y defiende y tutela al hombre; la
Europa que camina sobre la tierra segura y firme, precioso punto de
referencia para toda la humanidad.
Gracias.
[1] Juan pablo II,
Discurso al Parlamento Europeo, 11 octubre 1988, 5.
[2] Cf. Juan pablo II, Discurso a la Asamblea Parlamentaria del Consejo de Europa, 8 octubre 1988, 3.
[3] Cf. Benedicto XVI, Caritas in veritate, 7; Con. Ecum. Vat. II, Const. past. Gaudium et spes, 26.
[5] Cf. Evangelii gaudium, 55.
[6] Benedicto XVI, Caritas in veritate, 71.
[7] Ibíd.
[9] Benedico XVI, Discurso a los Miembros del Cuerpo diplomático, 7 enero 2013.
[12] Gaudium et spes, 34.
[13] Carta a Diogneto, 6.
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