“Venid a comer mi pan y a beber mi vino que he
mezclado; dejad la inexperiencia y viviréis, seguid el camino de la prudencia”.
Esta invitación y esas exhortaciones se ponen en la boca de la Sabiduría, que
ha preparado un banquete y ha puesto la mesa para todos (Sap 9, 1-6).
En
su exhortación apostólica “El sacramento
del amor”, el papa Benedicto XVI ha presentado la Eucaristía como el sacramento de la verdad, en cuanto
que “Cristo se convierte para nosotros en alimento de la Verdad” (SC 2).
Hemos de reconocer que, en un mundo movido por
la mentira, como ha escrito J. F. Revel,
el ser humano se siente desorientado. Ahora bien, el Papa dice que “Jesús nos enseña en el sacramento de la
Eucaristía la verdad del amor, que es la esencia misma de Dios. Ésta es la
verdad evangélica que interesa a cada hombre y a todo el hombre” (SC 2).
TENER
VIDA
En
el evangelio que hoy se proclama, continúa el discurso de Jesús en la sinagoga
de Cafarnaúm (Jn 6, 51-58). Con un realismo que escandalizó a sus oyentes,
Jesús advierte a los judíos: “Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del
hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros”.
La
imagen es fuerte y subraya la necesaria asunción del mensaje, la vida y el
espíritu de Cristo. Como han escrito los hermanos de la Comunidad de Bose, “en
la Eucaristía, el cuerpo de Cristo viene al creyente no a través de un contacto
exterior o efímero, sino en el modo más íntimo y duradero posible: la
asimilación de un alimento”.
El
comer refleja al hombre en su ser necesitado, en su relación con la tierra y en
su relación con los demás. La comida expresa nuestra condición corpórea y
caduca. Somos seres indigentes. Necesitamos comer y beber para no morir. Pero
la entrega de Cristo como alimento y bebida da consistencia a nuestra vida y
preanuncia la plenitud de esa vida.
Con
razón escribe el mismo papa Benedicto XVI: “Todo hombre, para poder caminar en
la dirección correcta, necesita ser orientado hacia la meta final. Esta meta
última, en realidad, es el mismo Cristo Señor, vencedor del pecado y de la
muerte, que se nos hace presente de modo especial en la celebración
eucarística” (SC 30).
HABITAR
Todavía
antes de terminar el texto evangélico se nos ofrece otra frase inolvidable del
mismo discurso de Jesús: “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”.
• Habitar en Cristo significa poner nuestra morada en el hogar y
en la misión que le caracterizan. Eso exige participar de sus sentimientos y de
sus proyectos, de su obediencia al Padre y de su amor a los hombres.
• Reconocer que Cristo habita en nosotros significa acoger su
presencia en nuestra vida. Y exige
despojarnos de nuestros prejuicios y egoísmos y permitir que él tome el timón
para orientar nuestra navegación por el mar de la vida.
• La participación en la liturgia eucarística es un signo de esta
mutua inhabitación. Como afirma también Benedicto XVI, “participar en la acción
litúrgica, comulgar el Cuerpo y la Sangre de Cristo quiere decir, al mismo
tiempo, hacer cada vez más íntima y profunda la propia pertenencia a Él, que
murió por nosotros” (SC 76).
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