“Cada
uno los oímos hablar de las maravillas de Dios en nuestra propia lengua” (Hch 2, 11). Esa es la exclamación que recorre las calles
de Jerusalén cuando los discípulos salen del salón donde han sido sorprendidos
por el vendaval del Espíritu de Dios.
Antes
eran tímidos y ahora son valientes. Antes estaban dominados por el miedo a los
jefes de los judíos, pero ahora exponen con energía la obra y la palabra de
Jesús de Nazaret. Antes estaban acobardados por la muerte ignominiosa de su
Maestro. Ahora dan un convencido testimonio de la resurrección de su Señor.
La
ciudad está llena de peregrinos llegados de todas las naciones del mundo
conocido. Y todos entienden el mensaje. Babel había marcado el desastre de la
confusión de las lenguas. Jerusalén inicia el milagro de la comprensión
universal. Babel era el orgullo, la altanería el endiosamiento. Pentecostés es
el paso del Espíritu, la obediencia de la fe y la era del amor.
TRES DONES
“Envía
tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra (Sal 103). Con razón el
salmo expresa el anhelo más profundo del corazón humano. El anhelo de la vida.
El orante de la primera alianza busca y espera recibir el don más precioso e
inefable del Espíritu de Dios. Ese Espíritu que el orante de la nueva alianza
confiesa como “Señor y dador de vida”.
Junto
al don de la vida, los cristianos valoramos y pedimos otro don igualmente
precioso: el de la unidad. En la nueva comunidad, todos nos reconocemos como
miembros de un mismo cuerpo. Todos somos útiles y necesarios. Todos somos
iguales en dignidad. “Todos hemos bebido de un solo Espíritu”, como nos
recuerda san Pablo (1 Cor 12, 13).
Todavía
hay un tercer don que agradecemos y tratamos de recordar cada día: el don del
envío. El Señor resucitado abre ante nuestros ojos un horizonte universal. “Paz a vosotros. Como el Padre me ha enviado,
así también os envío yo”. (Jn 20, 21)
TRES NOTAS
El
Evangelio de Juan que se proclama en esta fiesta de Pentecostés (Jn 29, 19-23)
nos recuerda tres notas importantes de este don del envío del Señor:
• “Recibid el Espíritu Santo”. No podríamos
recorrer los caminos del mundo si no fuéramos movidos por su vendaval. No
acertaríamos a transmitir las palabras del Señor. No llegaríamos a hacer
visible su presencia sin la gracia del Espíritu.
•
“A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados”. El Señor es el rostro de la misericordia de
Dios. Pero ha querido confiar a sus apóstoles el tesoro de su perdón. Que el
espíritu nos haga testigos del amor y la ternura de Dios.
•
“A quienes se los retengáis, les quedan retenidos”. Más asombrosa que la
autoridad de perdonar es la responsabilidad de retener el perdón cuando los
corazones se endurecen. Que el Espíritu nos conceda la gracia del
discernimiento y del buen consejo.
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