“Señor,
¿quién puede hospedarse en tu tienda?”. Ese es el estribillo del salmo
responsorial que repetimos en este domingo (Sal 14, 2-5). Es una pregunta que
refleja una nostalgia profunda. La de la persona que se ve perdida y
desorientada por los caminos del mundo. La del creyente que, en medio de tanto
ruido, anhela la paz del santuario.
Pero
ese deseo que da sentido a nuestro canto, no parece responder al mensaje de la
primera lectura que se proclama en la eucaristía de hoy (Gén 18, 1-10a). No es
Abrahán el que llega como peregrino al santuario de Dios. Es el Señor el que
llega hasta la tienda de aquel pastor nómada.
Abrahán
ve premiada su hospitalidad, al recibir y agasajar a unos peregrinos que no
conocía y a los que tardó en reconocer como mensajeros de Dios. Como ha escrito
el teólogo judío Elías Wiesel, esa disposición para acoger al huésped es lo que
convierte a Abrahán en el padre de las tres grandes religiones monoteístas.
LA TIENDA Y LA CASA
Este
hermoso relato anticipa la lectura del Evangelio (Lc 10, 39-42). Evidentemente,
la hospitalidad es el tema que se ofrece a nuestra meditación. Es esta una
virtud difícil. En otros tiempos las gentes acogían a los peregrinos. Hoy
desconfiamos de todos. De los peregrinos, de los inmigrantes, de los
refugiados. Preferimos vivir en la indiferencia hacia los demás.
Es
interesante ver que el texto evangélico
atribuye a Marta la iniciativa de la acogida: “Entró Jesús en una aldea,
y una mujer llamada Marta lo recibió en su casa”. Marta se nos presenta, por
tanto, como una réplica de la actitud de Abrahán. La tienda del nómada es ahora
una casa. Si Abrahán no conocía a sus huéspedes, Marta parece conocer al suyo.
No
olvidemos la importancia que tiene en los evangelios el verbo “recibir”. Se
habla de recibir a los niños, a un justo, a un profeta y a los discípulos. Y
aún más. Jesús llega a decir: “El que reciba al que yo envíe, a mí me recibe; y
el que a mí me recibe, recibe al que me envió” (Jn 13,20).
LA PIEDRA EN EL LAGO
Así
pues, la hospitalidad no es una decisión que afecte sólo a quien la práctica.
Ninguna de nuestras acciones u omisiones termina en nosotros mismos. Somos como
la piedra que produce un oleaje en las aguas de un lago.
•
Al borde del desierto, Abrahán se apresuró a recibir a los que llegaban hasta
su tienda. Como sabemos, la hospitalidad de Abrahán terminó por implicar también
a su esposa Sara, que tras las lonas de la tienda, escuchaba las promesas de
los huéspedes. Una promesa de fecundidad y de vida.
•
En una aldea, Marta “se multiplicaba” para dar abasto con el servicio que
deseaba prestar a Jesús. Pero la hospitalidad de Marta beneficia a su familia.
De hecho, encuentra su reflejo en la actitud de su hermana María que, sentada a
los pies del Señor, escucha su palabra. Una palabra de vida y de salvación.
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