“El precepto que yo te mando hoy no es cosa
que te exceda ni inalcanzable...El mandamiento está muy cerca de ti: en tu
corazón y en tu boca. Cúmplelo”. El libro del Deuteronomio pone en boca de
Moisés estas palabras que hoy se proclaman en la celebración de la Eucaristía
(Dt. 30,10-14).
Sin
duda estas observaciones eran útiles para los hebreos que sentían la tentación
de pensar que los mandamientos eran imposibles de cumplir. El texto les decía
que no estaban en las nubes, sino en su propio corazón. Pero esa reflexión no
pertenece solo al pasado. Alcanza en
nuestro tiempo una evidente actualidad.
Adorar
a Dios, honrar a los padres, defender la vida humana, promover una limpieza
integral, luchar por la justicia y mantenerse fieles a la verdad. Esos valores,
tutelados por los mandamientos, responden a los anhelos más profundos de
nuestro corazón. Esos ideales éticos nos hacen personas y contribuyen a crear
una cultura humana y humanizadora.
EL DOBLE AMOR
Esos
valores pueden ser descubiertos por la razón. Por eso son comunes a todos los
pueblos. Ahora bien, lo específico de los cristianos es que los hemos visto
reflejados en Jesús de Nazaret. La carta a los Colosenses nos presenta hoy a
Cristo Jesús como imagen del Dios invisible y como principio y prototipo del
ser humano (Col 1, 15-20).
En el evangelio que se proclama en este
domingo reaparece la pregunta por los mandamientos (Lc 10, 25-37). Un letrado
pregunta a Jesús cuál de ellos es el más importante. Tal vez era una pregunta
teórica. Entre los letrados se discutía cuál de los mandamientos era el más
importante. El gancho del que podía colgar toda la Ley.
También en nuestro tiempo es importante esa
pregunta. El Papa Francisco nos dice que la evangelización ha de centrarse en
el núcleo central de la fe, que es el amor misericordioso de Dios. Pero
nosotros solemos hablar de todo menos de Dios.
De
todas formas, Jesús devuelve la pregunta al letrado. Así podemos descubrir que
él mismo había ya descubierto la importancia de los dos mandamientos
principales: el amor incondicional a Dios y el amor desinteresado al prójimo.
EL PRÓJIMO
Es
verdad que en aquel tiempo muchos se preguntaban quién es el prójimo al que hay
que amar. Algunos se negaban a reconocer como prójimos a los que no pertenecían
a su pueblo, a su religión y a su cultura. Otros, rechazaban a los vecinos que
no cumplían la ley.
•
Esa cuestión permanece en nuestro tiempo. De hecho, excluimos del amor a pobres
e inmigrantes, a niños no nacidos o a enfermos incurables. Tenemos nuestros
propios criterios, que a veces llamamos “carismas”. No reconocemos como prójimo
al que Dios nos presenta.
•
El criterio para reconocer al otro como prójimo es muy discutible. Rechazamos
al que no simpatiza con nuestro equipo deportivo. O al que no da su voto a los
políticos de mi partido. ¿Por qué es tan difícil firmar alianzas para el bien
de todos? ¿Quién nos ha dado el derecho de excluir a los demás?
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