“Yo soy el Señor, tu Dios, que te saqué de la tierra de Egipto, de la casa de esclavitud. No tendrás otros dioses frente a mí” (Éx 20,2). Moisés entrega a su pueblo los mandamientos que ha recibido de Dios. Pero antes de los deberes que ha de cumplir, ese mismo pueblo ha de recordar los favores con que Dios lo ha enriquecido.
En efecto, Dios ha tomado la iniciativa para liberar de Egipto a su pueblo. Pero la liberación es siempre un itinerario. Para ser libre, el pueblo ha de comportarse de acuerdo con los grandes valores morales, que tutelan por una parte la majestad de Dios y, por otra, la dignidad de la persona humana. Para eso están los mandamientos.
Al salmo responsorial (Sal 18) la asamblea responde hoy con una confesión de los discípulos de Jesús: “Señor, tú tienes palabras de vida eterna” (Jn 6,68).
San Pablo recuerda a los Corintios que ante los signos que exigen los judíos y la sabiduría que buscan los griegos, se alza el misterio de la cruz. Para los primeros, Cristo crucificado es un escándalo. Para los segundos es una necedad. Ahora bien, para los llamados a seguirle, Cristo es fuerza y sabiduría de Dios (1 Cor 1,22-25).
LA PREGUNTA
El evangelio de este tercer domingo de cuaresma nos sitúa en las vísperas de la fiesta de Pascua. Jesús llega al templo de Jerusalén y expulsa a los mercaderes que se han instalado en sus pórticos para vender bueyes, ovejas y palomas para los sacrificios. Además, se enfrenta a los que cambian el dinero profano por las monedas aceptadas para las ofrendas.
Pero la costumbre se había hecho ley. La gente había llegado a aceptar aquel mercado como un servicio al culto que se celebraba en el templo. Ya no percibían que oscurecía el sentido del culto. Los profetas habían dicho que Dios prefiere la misericordia antes que los sacrificios ofrecidos en el templo. Pero aquel mensaje había costado la vida a los profetas.
Ahora Jesús resulta sospechoso para “los judíos” de su tiempo. De hecho, le dirigen una pregunta por su poder y exigen un signo que muestre la autoridad con la que pretende terminar con aquella costumbre. No les bastan los signos de misericordia y compasión con los que Jesús atiende a las gentes. Y no lo reconocen como el verdadero signo de Dios.
LA RESPUESTA
También hoy nos interpela el relato evangélico de la limpieza del templo de Jerusalén. Pero más nos interpela la respuesta que Jesús dirige a los que cuestionan aquella acción.
• Jesús anuncia que el verdadero templo de Dios será su propio cuerpo. A la luz de la fe, nosotros confesamos que la humanidad de Jesús era, es y será siempre el espacio en el que Dios se manifiesta a los hombres. En su humanidad los hombres podemos acercarnos verdaderamente a Dios.
• Para afirmar su autoridad, Jesús ofrecía como signo su poder para reconstruir el templo. Pero no se refería al templo de piedra, sino a su propio cuerpo. En el cuerpo de Cristo podemos descubrir a Dios. En el cuerpo de Cristo damos gloria a Dios y nos encontramos en oración con todos los creyentes.
• Cuando Jesús resucitó de entre los muertos, sus discípulos se acordaron de sus palabras y llegaron a comprender su promesa de reconstruir el templo. La resurrección de Cristo los llevó a entender que él era el Señor. Jesús era más que aquel Templo y más que la Ley recibida de Moisés.
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