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La vida del amigo Jn 11 (CUA5-23)

 Yo  mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré salir de vuestros sepulcros, pueblo mío” (Ez 37,12). Con esa imagen tan impresionante, el profeta Ezequiel anunciaba que Dios se mostraba dispuesto a promover la restauración del pueblo de Israel.

Durante años hemos cantado en los funerales el salmo ”De profundis” y hemos repetido esa súplica inicial: “Desde lo hondo a ti grito Señor, Señor, escucha mi voz”. Con el tiempo, hemos descubierto que ese salmo, aparentemente cargado de tristeza, es un grito de esperanza:  “Mi alma espera en el Señor, espera en su palabra” (Sal  129). 

Una esperanza que san Pablo atribuye a nuestra fe en el Espíritu de Dios: “Si el Espíritu  del  que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales por el mismo Espíritu que habita en vosotros” (Rom 8,11).

EL DOLOR ANTE LA MUERTE

El evangelio de Juan relata la resurrección de Lázaro (Jn 11,1-45). Cuando se acerca hasta su tumba, las hermanas del difunto parecen lamentarse del retraso del amigo. Pero Jesús suscita en ellas la esperanza y en sus discípulos la fe.

Sin tratar de ocultar sus lágrimas, Jesús pide que se haga correr la piedra que cierra la boca del sepulcro de su amigo. Con una voz imperiosa ordena al muerto que salga fuera.  Y Lázaro vuelve a la vida. Entre los testigos de ese suceso extraordinario hay dos reacciones contrapuestas. Unos creen que Jesús es un profeta. Pero otros deciden darle muerte. Con toda intención se sugiere que se condena a muerte a Jesús por haber librado de la muerte a un amigo. 

El texto evangélico es una parábola de la misión de Jesús. Él ha venido para dar la vida a los muertos. La vida espiritual a los que han aceptado la muerte del pecado. Y la vida que no muere, para los que le han confiado la vida caduca y quebradiza.

EL DON DE LA VIDA

En el relato de la resurrección de Lázaro, el evangelista ha colocado en labios de Jesús una revelación de su ser y de su misión:

• “Yo soy la resurrección y la vida”. Jesús es partícipe del poder del Padre celestial.  Jesús es el manantial de la vida humana y la fuente de su íntimo sentido. Jesús aporta su rescate definitivo cuando ha sido secuestrada por el pecado y por la muerte. 

• “El que cree en mí, aunque haya muerto vivirá”. Cuando las esperanzas se agotan, tan solo en el Señor recobran plenitud. La muerte física no es el final del camino humano, cuando el camino  ha estado marcado por el amor de Él y por la fe en Él. 

• “El que está vivo y cree en mí no morirá para siempre”. El que todavía permanece vivo ha de saber que su vida no es naturalmente caduca. A la vida es preciso que se añada la fe en el Mesías Jesús. Solo así será vencida la muerte. 


Nuestra victoria sobre la muerte, en Jesús Un 11 (CUA5-23)

1. Estamos en lo que podemos llamar el «climax» de nuestro evangelio. Debemos estar muy atentos, no a lo sucedido, sino a lo que se nos quiere decir o enseñar en nues­tro relato. Desde luego el evangelista no duda ni un instante de que Jesús ha devuelto a la vida a su amigo Lázaro; pero ¿cómo lo interpreta y qué significa eso? No es tanto la resurrección de Lázaro lo que interesa, sino el misterio de la muerte y de la vida que tiene su fuente en la misma persona de Jesús. Se trata de lo que los hombres buscan, y de lo que Dios ofrece. Ya nos vamos in­tro­duciendo en el pensamiento de Juan y vamos conociendo su talante, que aunque mis­te­rio­so nos sirve mucho para conocer al Señor Jesús. Y es que Jesús no es para nosotros una fi­gura histórica que existió en un tiempo, sino que sigue existiendo y está presente en nues­tras vidas, aunque nuestra mediocridad no lo experimente a veces. Este capítulo lo debemos ver como una enseñanza poderosa sobre la muerte y la re­su­rrec­ción de Jesús que se prolonga en los cristianos. Si nos fijamos bien, no se nos quiere re­latar solamente la tradición del hecho de la resurrección de Lázaro, que se trata de una simple reviviscencia (una vuel­ta a la vida), sino aprovechar esta coyuntura para ahondar en lo que Jesús significa pa­ra la fe cristiana y muy concretamente ante el misterio de la muerte.

III.2. Se dice que si Lázaro está enfermo es «para mostrar la gloria de Dios» (v.4). Fi­jémonos, más que en cualquier otra cosa, en las palabras que pronuncian los personajes y, sobre to­do, en las palabras que el evangelista ha puesto en boca de Jesús durante todo el relato. Lo mismo se nos decía en la curación del ciego de nacimiento: «para que se manifiesten las obras de Dios» (Jn 9,3). Son dos narraciones bastante semejantes. Las dos gravitan en torno a las ex­pre­sio­nes del don de Dios: la luz y la vida. En el primero, la luz verdadera, Jesús, se enfrenta con las tinieblas del pecado; la luz en los ojos del ciego no era sino el signo de la otra luz que le fue dada: la fe. Y aquí, en nuestro relato, el que regala la vida a Lázaro, está en ca­mi­no hacia la muerte. Y la vida que aparece de nuevo en el cuerpo de Lázaro no es más que el signo de la otra vida, la del creyente, la que Dios dará a todos a partir de la resurrección salvadora de su Hijo.

III.3. El relato se nos presenta, por una parte, bastante humano, y por lo mismo lleno de significaciones. Lázaro está enfermo. Es hermano de dos mujeres amigas de Jesús que re­presentan dos motivaciones: Marta y la búsqueda impetuosa de la resurrección según los judíos; y María que se postra a los pies de Jesús esperando de Él cualquier decisión, pe­ro sin preestablecer cómo debe ser, ni cuando eso de la resurrección. Jesús se entera de que es­tá enfermo su amigo. Pero Jesús no se mueve -no lo hace moverse el evangelista, intencionadamente-, sino que se retarda pa­ra que de tiempo, precisamente, a que muera. Y es que las pretensiones eran mostrar có­mo Dios considera la muerte física. Si se hubiera querido mostrar el poder solamente, el poder taumatúrgico, Jesús hubiera marchado enseguida para curar a Lázaro. Pero Jesús quie­re enfrentarse con la muerte tal como es, y tal como la consideran los hombres: una tra­gedia. La muerte, pues, tiene un doble sentido: a) la muerte física, que no le preocupa a Jesús y, por lo mismo, se retrasa su llegada, para ver la serenidad con que Jesús la afronta, ya que entiende que la muerte viene a ser el encuentro profundo con el Dios de los vivos; b) la muerte como misterio, de la que Jesús libera, y en ésto se va a centrar el relato en su enseñanza para nosotros.

III.4. Este simbolismo joánico quiere también introducirnos en el misterio de la misma muer­te de Jesús. Jesús está fuera de Judea, lejos de Jerusalén, que es donde se va a ce­le­brar el drama de la muerte de Jesús. Los judíos están buscando una ocasión para coger a Jesús. Lázaro está en el territorio de los judíos (los no creyentes), cerca de Jerusalén. Para con­solar a las hermanas del muerto vienen los judíos de Jerusalén (los no creyentes). Vemos co­mo juega el evangelista con el simbolismo de creer y no creer en Jesús. Las hermanas son las que se confían a Él. Ellas, como buenas judías, aceptaban que debía haber resurrección al final de los tiempos. Pero no entendían el sentido. La respuesta de Marta (Jn 11,24) es la misma que pensaban los fariseos. Pero con esto no se logra darle a la muerte todo su sentido. ¿Por qué hace Jesús el milagro? Para que los hombres crean. No para probar su po­der divino, sino para que los hombres crean que hay una vida después de la muerte. Y pa­ra hacer entender que la muerte sin esperanza es una muerte que nace del alejamiento de Dios. Los ju­díos (los no creyentes) no han podido encontrar en Dios toda la fuerza de la vida, porque bus­caban algo que superaba la razón y que solamente se puede encontrar en la fe en la per­sona de Jesús. Ellos no han logrado esperanzar a las hermanas de Lázaro. Viniendo Jesús al territorio judío se expresa que entra en la esfera de la muerte de los hombres, la esfera de los que no tienen esperanza, la esfera de los que no ponen en Dios todo, la esfera de una religión de tejas abajo; la esfera de los egoísmos y las mio­pías. Jesús sabe que pronto va a llegar su muerte en ese territorio de los judíos, pero no le importa.

III.5. El “mirar como le amaba” no puede interpretarse solamente como un gesto de la amis­tad personal del hombre Jesús con Lázaro. El evangelista no quiere presentar nunca so­lamente al hombre Jesús, sino a Jesús Señor. Quiere decirse que el Señor, a todos los que es­tán muertos en razón de la ley humana y en razón de sus mismos pecados, no los aban­do­na, aunque estén cuatro días en la tumba. Uno más, para significar que pasado tres días, ya es cuando al cadáver se le daba por perdido. Ningún hombre está perdido ante el Señor. Jesús grita a Lázaro y este sale con los pies y las manos atadas (Jn 11,43). La voz de Dios es al­go que se oye dentro del ser, del corazón y uno se conmueve. Esta es la voz que re­su­ci­ta. Fijémonos en el v.43, cuando se dice que sale de la tumba y, sin embargo, está atado de pies y manos. Y luego se les dice a los otros que lo desaten. Hay un distinción entre lo que Jesús hace y lo que hacen los hombres. El que ver­da­deramente da la vida es el Señor, y entonces Lázaro revive. Luego se manda que se le desate. En Lázaro está representada la muerte de los hombres a todos los efectos. Lázaro era un buen judío, pero desde los planteamientos de su religión no se le puede dar vida. No quiere decir, ni que Lázaro fuera un gran pecador, ni un judío contrario a Je­sús. Sabemos que es al revés. Es un simbolismo para el gran amor que se expresa.

III.6. Esta resurrección de Lázaro, no obstante, no tiene sentido más que a la luz de la misma re­su­rrección de Jesús. Así lo quiere presentar el evangelista. Se está preparando la muerte de Jesús por parte de los fariseos. A partir de los vv. 45-57 tenemos el juicio que los fa­ri­seos tienen sobre él. Muchos se han convertido. Y esto hace temblar a los responsables de la religión. Deciden darle muerte, cosa que se ha ido preparado en todo el evangelio. Por eso este relato es el simbolismo mismo de lo que va a suceder con el Jesús hom­bre; que Dios no lo abandonará a la muerte, sino que lo resucitará. Se hacía necesario que Jesús marchara a su propia muerte para hacernos comprender que tras la muerte se en­cuentra la definitiva vida de Dios. Y esta vida de Jesús que se comunicará a todos los que creen es la que se simboliza en todo el relato. Jesús está haciendo una donación del don de la vida que él anuncia: «yo soy la re­su­rrección y la vida» (11,25). El milagro es un signo de la vida de Jesús, y no se trata pro­pia­men­te de una anticipación de la resurrección corporal, ya que Lázaro debe morir de nuevo. Ade­más, propiamente, no se trata de una resurrección, como en Jesús, sino de una reviviscencia. Y la reviviscencia solamente supone una vuelta de nuevo a este mundo, y en este mundo necesariamente se ha de morir.

III.7. En Jesús si se trata de una resurrección, ya que la resurrección supone una trans­for­ma­ción total del ser corporal humano. Luego el milagro de la reviviscencia de Lázaro es el símbolo de la vida que Jesús adquiere en su resurrección y que anticipa a los hombres de este mun­do mediante la fe, aunque sea una pizca. Debemos caer en la cuenta del simbolismo con el que gestiona Juan la narración, en su totalidad, para que no nos perdamos en lo insignificante y nos preguntemos, sin obtener respuesta, en qué ha consistido el milagro (en Juan es un “signo” sêmeion). Si nos empeñamos en averiguar cómo fue este milagro no llegaremos a la grandeza teológica y espiritual del texto. Porque si entendemos la vuelta a la vida de Lázaro como resurrección, debemos asumir que ha debido morir otra vez: lo cuál sería bastante desconcertante: así no se soluciona el misterio de la muerte. En una novela actual se dice: “nadie es tan malo que merezca morir dos veces”, en palabras de Magdalena a Jesús. Por ello, este milagro último viene a cerrar y coronar la serie de representaciones por los signos de la obra de Jesús. Este es el más evocador de todos y el que más tensión crea, ya que va a preparar la muerte de Jesús por parte de los judíos. Jesús ya puede ir a la muerte, porque la muerte física no es obstáculo para la vida eterna. Con ello se logra pre­parar a los fieles para que entiendan, desde ya, que la muerte física no puede destruir al hombre. Que la Cruz (donde va a morir Jesús) viene a ser el comienzo de la vida, por la acción verdaderamente resucitadora de Dios.

La unción y el bautismo Jn 9 (CUA4-23)

 “Samuel tomó la cuerna de aceite y lo ungió en medio de sus hermanos. En aquel momento, invadió a David el espíritu del Señor y estuvo con él en adelante”. En la primera lectura de los domingos de cuaresma del ciclo A, la liturgia nos presenta algunos personajes de la historia de la salvación. 

Hoy recuerda cómo Samuel unge a David como rey de Israel (1 Sam 16,1-13). El texto enseña que los criterios de Dios no siempre coinciden con los criterios humanos. En este caso, Dios elige al último de los hermanos, que estaba en el campo, pastoreando el rebaño, casi olvidado por su padre Jesé.

 El salmo responsorial evoca esa figura para ayudarnos a reconocer la providencia y el amor de Dios mientras proclamamos: “El Señor es mi pastor, nada me falta… Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo (Sal 22).

 Por su parte, san Pablo exhorta a los fieles de Éfeso a caminar como hijos de la luz, buscando lo que agrada al Señor (Ef 5, 8-14).  

LA CEGUERA Y LA LUZ

Tanto el verso del Aleluya como el texto evangélico retoman el tema de la luz. Nada parece más opuesto a la visión clara que el barro. Sin embargo, cuando Jesús cura al ciego de nacimiento, escupe en la tierra, hace un poco de lodo con la saliva, con él unge los ojos del ciego y lo envía a lavarse en el estanque de “El Enviado” (Jn 9,1-41). 

La escena ha sido muchas veces representada en el arte cristiano primitivo. La tradición vio en ella un símbolo del bautismo. En este domingo central de la cuaresma esta lectura refleja la misericordia del Señor y nuestra ceguera, la necesidad de la fe y del bautismo, las dificultades que acosan a quien cree en Jesús, que le ha dado la luz.  

Al untar los ojos del ciego con el polvo que habitualmente los ciega, Jesús lo capacita para que pueda ver. Parece una contradicción, pero el mensaje es muy claro. Nuestra experiencia de fe nos enseña que sin la intervención del Señor, nuestra ceguera tiene difícil curación.

LA FUENTE DE “EL ENVIADO”

Como el ciego de nacimiento, también nosotros necesitamos que Jesús nos envíe a lavar nuestros ojos en la fuente de “El Enviado”. Para la tradición cristiana, aquellas aguas  representan y recuerdan el bautismo, para el que se preparan los catecúmenos.  

• “Ve a lavarte a la piscina de Siloé”. Necesitamos purificarnos de antiguos prejuicios, de imágenes inútiles y nocivas, de un espectáculo diario que nos fascina y nos encanta, que nos aliena y nos hace olvidar nuestro destino. 

• “Ve a lavarte a la piscina de Siloé”. Es preciso recordar cada día el lavatorio original de nuestro bautismo y volver a recobrar el  frescor primero que brotaba de las aguas que nos dieron nueva vida. 

• “Ve a lavarte a la piscina de Siloé”. Solo en el contacto con el Mesías Jesús puede aclararse nuestra mirada para descubrir su misterio y nuestra dignidad.

Jesús profeta de la luz de la vida Jn 9 (CUA4-23)

1. El evangelio de hoy es uno de los episodios más densos de la obra joánica. Un signo y un diálogo, en polémica con los judíos, nos presenta a Jesús como revelador de Dios que va destruyendo muchas cosas y concepciones que se tenían sobre Dios, sobre la vida, sobre la enfermedad, sobre el pecado y sobre la muerte. Juan enfrenta al hombre ciego de nacimiento con los fariseos, que son los que deciden sobre las cuestiones religiosas cuando se escribe esta obra. El ciego de nacimiento, en la mentalidad de un judaísmo teológico inaceptable, debía tener una culpabilidad, bien personal, bien heredada de sus padres o antepasados. Los simbolismos con los que está compuesto el relato: el barro de la tierra, la saliva, el sábado, el envío a la piscina de Siloé... nos muestran a un Jesús que domina la situación, en nombre de Dios, para dar luz, en definitiva, para dar vida y para mostrarse como la luz del mundo.

2. Se dice, con razón, que este es un relato bautismal de la comunidad joánica; una especie de catequesis para los que habían de ser bautizados, en un proceso que les debía enseñar cómo el recibir y vivir la luz de la fe les llevaría necesariamente a enfrentarse con el misterio de las tinieblas de los que no aceptan a Jesucristo. El hombre ciego, que llega a ver, que al principio no sabe quién es Jesús, poco a poco va descubriendo lo que Jesús le ha dado, y lo que los fariseos le quieren arrebatar. Así es el centro de la polémica: este pobre hombre que ha venido ciego al mundo tiene que elegir entre una religión de vida, de luz, de felicidad, o una religión de muerte, la que le proponen los "fariseos" a los que les duele más que el hombre haya sido liberado en sábado, que el que pueda asomarse a la luz de la vida. Se dice que es el debate de la comunidad joánica procedente del judaísmo, que ha aceptado a Jesús como el Mesías, frente al judaísmo de la sinagoga. La actualización, sin embargo, de este tema, nos muestra que mientras la religión no sea humana, comprensiva, iluminadora, misericordiosa, entrañable y restauradora, no tiene futuro en la humanidad. Y eso es lo que ha venido a traer Jesús al corazón de la religión de su pueblo.

3. El hombre debe ir a lavarse a la piscina del «enviado». Pero el enviado es el mismo Jesús. Podemos decir que aquel hombre no es curado = salvado, por la saliva y el barro, sino por lavarse, sumergirse en el misterio de la vida del Señor. Es un juego de imágenes llenas de sentido; de ahí su significado bautismal originario. Los vecinos, los parientes, los que le conocían en su ceguera y en su pobreza se asombran de aquel acontecimiento. Ha sucedido algo maravilloso, porque lo que viene de Dios no es comprendido más que por la fe. Los hombres y el mundo tenemos unos criterios demasiado cosificados para entender su manera de actuar. Toda aquella gente no podía comprender, ya que se necesitan otros ojos distintos para mirar lo que ha sucedido. Para ellos sólo existe una respuesta: Jesús, que significa salvador, y que es el enviado, ha logrado lo que parecía imposible para los hombres. «¿Donde está ése? Le preguntan las autoridades, y responde el hombre: ¿No lo se?». Nosotros vemos aquí algo más que una respuesta inocua. Aquel hombre ha comenzado a experimentar la salvación de Dios traída por Jesús. Pero no puede decir quién es Él, para los que sólo pretenden verlo con los ojos humanos. Aquel hombre no puede decir donde ésta Jesús, porque en el interrogatorio sólo existe un interés lejano de lo auténticamente salvador. Por eso no puede responder a los intereses mal intencionados.

4. El interrogatorio se hace más denso hasta arrancar de aquel hombre todo temor para confesar el misterio de la salvación. Más que otra cosa, el evangelista quiere apurar todo para contraponer a Jesús y la Ley. No se trata de contraponer a Jesús y a Moisés, aunque pueda parecerlo. Porque tras la figura de Moisés, como auténtico y único revelador de la Ley de Dios, los hombres quieren ocultar sus criterios religiosamente antihumanos. Ellos son discípulos de Moisés, pero ¿de qué les sirve? Si la ley fue dada para encontrar a Dios, y la interpretación de la Ley para facilitar el acercamiento; en el judaísmo sucede todo lo contrario. La Ley separa a los hombres de Dios. Es esto lo que ahora se quiere poner en evidencia. Los fariseos (todos los hombres que podemos ser egoístas) interponemos entre Dios y nosotros la ley, la tradición, los prejuicios de lo santo y lo sagrado…. Como si fuera voluntad de Dios, aunque no lo sea. Y por eso, Dios queda lejano, y nosotros nos hacemos dueños de nosotros mismos, fáciles para lo que nos interesa. La Ley puede ser el engaño de nuestra vida. Y con ella queremos comprar a Dios lo que no sabemos hacer con corazón desprendido. Este es el pecado del judaísmo, y sigue siendo el pecado de nuestro mundo religioso. Jesús viene para dar luz, para iluminar la ley. Para hacer posible una ley de libertad en el encuentro con Dios. Y esto pone en claro nuestro pecado.

5. Cuando Jesús oye que aquel hombre ha sido rechazado por el mundo religioso de su entorno sale a su encuentro. Y el hombre se entrega completamente a Él. Es Dios mismo, un hombre entre los hombres, quien ha salido a su encuentro y quien le ha abierto los ojos de su vida para que pueda sentirse libre. En este Dios, en Jesús, cree el ciego. El es su Señor. En el ciego de nacimiento están todos los hombres sumergidos en la tiniebla hasta que Cristo trae el conocimiento que ilumina: es la experiencia verdadera de las falsas seguridades de los judíos y del mundo. Pero otros, sin embargo, se encierran y se afirman en lo que creen les va bien. Y por eso permanecen en su ceguera. Es un juicio para el mundo, no porque Jesús venga a condenarlo (cf Jn 3,17ss), sino porque los hombres quieren permanecer en su hacer y en su vivir sin esperanza. Su pecado permanece. Es esto lo que quiere decir Juan para el judaísmo de entonces, y para el mundo religioso de siempre.


Jesús y la samaritana Jn 4,5-42 (CUA3-23)

 



El agua viva de una religión de gracia Jn 4 (CUA3-23)

1. El evangelio, de san Juan (en este domingo se prescinde de Mateo), nos ofrece una de las escenas y diálogos mejor construidos del cuarto evangelista. Todo hemos escuchado alguna vez esta narración de Jesús y la samaritana; aunque no siempre hayamos podido abarcar todo su significado y profundidad. Puede que hoy no la oigamos completa, pero su sentido es el mismo que exponemos. Jesús pasa por territorio de herejes, como eran considerados los samaritanos por los judíos ortodoxos. Es una vieja historia de odios y rencores a causa de la religión. Los samaritanos se consideraban herederos de los patriarcas, tenían su Pentateuco, creían en Yahvé, en Dios, pero unos y otros pensaban que su “dios” era mejor que el otro, y su templo, y su monte santo, y su agua y sus fuentes. La escena se sitúa en Samaría.

2.Los samaritanos proceden de la unión de tribus asirias y de judíos del reino del Norte antes de su destrucción en el año 721 a. C.. Después se llegó a un verdadero cisma entre judíos y samaritanos, como rigorismo de la reforma judía que sigue al destierro de Babilonia. Los samaritanos se opusieron a la construcción del nuevo Templo de los judíos. Construyeron otro santuario para ellos en el monte Garizim que fue destruido en el año 129 a C.. Los samaritanos se consideran descendientes de los Patriarcas, y estaban orgullosos del pozo que -decían- les había dejado su padre Jacob por medio de José (Gn 33,19;48,22; Jos 24,32). Los samaritanos solamente creen en los cinco libros del Pentateuco; aún hoy existen tribus samaritanas. Un judío religioso debía evitar todo contacto con los samaritanos, no solamente impuros, sino herejes, y lo que menos se podía pensar era en pedirle a ellos de comer o beber (Cf. Eclo 50,25-26; Lc 9,52; 10,33; Mt 10,5). En este relato van a coincidir una serie de factores, muchos tipológicos, para enseñar verdades que nunca deberíamos olvidar. Jesús fatigado del camino, deja Jerusalén, va hacia Galilea y pasa por Samaría que era un lugar que evitaban los judíos piadosos. El, Jesús, un hombre, un judío, y si queremos Dios «pide» a una mujer pecadora y herética. Jesús, a una samaritana, a una persona que por herejía solo podía dar hastío y maldición, le pide. Ya sabemos que Jesús le pide para dar él mucho más. El diálogo es sabroso, es un diálogo con alguien maldito. Y Jesús ofrece a cambio «agua viva». Esta expresión en el AT significaba: los valores de la vida, la revelación, la Sabiduría divina y la Ley (Cf: Jer 2,13; Zac 14,8; Ez 47,9; Prov 13,14; Is 44,3; Jl 3,1). En nuestro caso, a cambio, Jesús ofrece por el agua del pozo (que puede significar el judaísmo con lo que prometía y no daba, ya que los samaritanos también eran judíos), «agua viva» que según el mismo Juan es el Espíritu que da la vida eterna (cf: Jn 7, 37-39).

3. Jesús no pasa por casualidad por aquél camino, ya que a la ida o vuelta de Jerusalén, había que evitar este territorio central de Tierra Santa; había elegido él mismo el camino por el que debía pasar; se siente cansado, pero, más bien que por el camino, a causa de estas disputas religiosas sin sentido y le pide a la mujer (representante de todo un pueblo odiado y condenado) agua, llega pidiendo, no ofreciendo. Existe desconfianza, aunque Jesús ha venido para ofrecer a estos herejes un espíritu nuevo, un agua viva, un culto nuevo, un Dios verdadero. El agua del pozo estaba encerrada y el pozo era hondo; representa el judaísmo y el samaritanismo. Es una crítica a las religiones que ponen tanto empeño en sus cosas, en sus tradiciones, en sus costumbres y en sus normas. A una y otra religión les faltaba el agua viva, carecían de Espíritu y verdadera adoración. Vemos a Jesús que escucha las quejas de la mujer samaritana contra los judíos; pero Jesús, en el evangelio no representa a los judíos, aunque sea confundido con uno de ellos. Advirtamos que Jesús pide, para dar; pregunta, para responder; siente sed, para ofrecerse como agua viva.

4.Con esa dinámica de contraste, la teología joánica de este pasaje, emblemático a todas luces, propone una religión nueva y un culto nuevo: el culto en Espíritu y verdad. El Espíritu dará a conocer cuál es el culto que tiene sentido: el conocer a Dios y el adorarlo como Padre. Pero los judíos y los samaritanos no adoran precisamente a un Dios como Padre, sino a un dios que ellos mismos se han creado a su modo y manera; el dios que justifica sus odios y rencores. Esa religión, que muchas veces sigue siendo la dinámica de nuestras religiones actuales es un contra-Dios y anti-evangelio. Hoy, pues, también podemos aprender mucho desde el punto de vista ecuménico en la celebración de la eucaristía con este evangelio joánico. Ese no pasar de lejos por el terreno, por el mundo o la vida de los malditos; ese pedir para dar y ofrecer en nombre del Dios vivo la felicidad y la vida verdadera… es lo propio de la “religión” de Cristo. Son muchos los desafíos que esta narración evangélica nos sugiere. El relato nos muestra a un Jesús que en este caso no es un simple judío, sino el Logos de Dios, que habla y dialoga con una mujer (que representa a un pueblo con sus influencias sincretistas, pero al fin y al cabo una mujer)… que descubre algo nuevo que viene de Dios. Y entonces todo cambia… se dejan de lado historias pasadas, reglas que atan el corazón y el alma de la gente religiosa… y hacen posible descubrir a Dios como Padre.

Fray Miguel de Burgos Núñez


Ascesis cuaresmal, un camino sinodal (Mensaje cuaresmal del papa Francisco)

Los evangelios de Mateo, Marcos y Lucas concuerdan al relatar el episodio de la Transfiguración de Jesús. En este acontecimiento vemos la respuesta que el Señor dio a sus discípulos cuando estos manifestaron incomprensión hacia Él. De hecho, poco tiempo antes se había producido un auténtico enfrentamiento entre el Maestro y Simón Pedro, quien, tras profesar su fe en Jesús como el Cristo, el Hijo de Dios, rechazó su anuncio de la pasión y de la cruz. Jesús lo reprendió enérgicamente: «¡Retírate, ve detrás de mí, Satanás! Tú eres para mí un obstáculo, porque tus pensamientos no son los de Dios, sino los de los hombres» (Mt 16,23). Y «seis días después, Jesús tomó a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y los llevó aparte a un monte elevado» (Mt 17,1).

El evangelio de la Transfiguración se proclama cada año en el segundo domingo de Cuaresma. En efecto, en este tiempo litúrgico el Señor nos toma consigo y nos lleva a un lugar apartado. Aun cuando nuestros compromisos diarios nos obliguen a permanecer allí donde nos encontramos habitualmente, viviendo una cotidianidad a menudo repetitiva y a veces aburrida, en Cuaresma se nos invita a “subir a un monte elevado” junto con Jesús, para vivir con el Pueblo santo de Dios una experiencia particular de ascesis.

La ascesis cuaresmal es un compromiso, animado siempre por la gracia, para superar nuestras faltas de fe y nuestras resistencias a seguir a Jesús en el camino de la cruz. Era precisamente lo que necesitaban Pedro y los demás discípulos. Para profundizar nuestro conocimiento del Maestro, para comprender y acoger plenamente el misterio de la salvación divina, realizada en el don total de sí por amor, debemos dejarnos conducir por Él a un lugar desierto y elevado, distanciándonos de las mediocridades y de las vanidades. Es necesario ponerse en camino, un camino cuesta arriba, que requiere esfuerzo, sacrificio y concentración, como una excursión por la montaña. Estos requisitos también son importantes para el camino sinodal que, como Iglesia, nos hemos comprometido a realizar. Nos hará bien reflexionar sobre esta relación que existe entre la ascesis cuaresmal y la experiencia sinodal.  

En el “retiro” en el monte Tabor, Jesús llevó consigo a tres discípulos, elegidos para ser testigos de un acontecimiento único. Quiso que esa experiencia de gracia no fuera solitaria, sino compartida, como lo es, al fin y al cabo, toda nuestra vida de fe. A Jesús hemos de seguirlo juntos. Y juntos, como Iglesia peregrina en el tiempo, vivimos el año litúrgico y, en él, la Cuaresma, caminando con los que el Señor ha puesto a nuestro lado como compañeros de viaje. Análogamente al ascenso de Jesús y sus discípulos al monte Tabor, podemos afirmar que nuestro camino cuaresmal es “sinodal”, porque lo hacemos juntos por la misma senda, discípulos del único Maestro. Sabemos, de hecho, que Él mismo es el Camino y, por eso, tanto en el itinerario litúrgico como en el del Sínodo, la Iglesia no hace sino entrar cada vez más plena y profundamente en el misterio de Cristo Salvador.

Y llegamos al momento culminante. Dice el Evangelio que Jesús «se transfiguró en presencia de ellos: su rostro resplandecía como el sol y sus vestiduras se volvieron blancas como la luz» (Mt 17,2). Aquí está la “cumbre”, la meta del camino. Al final de la subida, mientras estaban en lo alto del monte con Jesús, a los tres discípulos se les concedió la gracia de verle en su gloria, resplandeciente de luz sobrenatural. Una luz que no procedía del exterior, sino que se irradiaba de Él mismo. La belleza divina de esta visión fue incomparablemente mayor que cualquier esfuerzo que los discípulos hubieran podido hacer para subir al Tabor. Como en cualquier excursión exigente de montaña, a medida que se asciende es necesario mantener la mirada fija en el sendero; pero el maravilloso panorama que se revela al final, sorprende y hace que valga la pena. También el proceso sinodal parece a menudo un camino arduo, lo que a veces nos puede desalentar. Pero lo que nos espera al final es sin duda algo maravilloso y sorprendente, que nos ayudará a comprender mejor la voluntad de Dios y nuestra misión al servicio de su Reino.

La experiencia de los discípulos en el monte Tabor se enriqueció aún más cuando, junto a Jesús transfigurado, aparecieron Moisés y Elías, que personifican respectivamente la Ley y los Profetas (cf. Mt 17,3). La novedad de Cristo es el cumplimiento de la antigua Alianza y de las promesas; es inseparable de la historia de Dios con su pueblo y revela su sentido profundo. De manera similar, el camino sinodal está arraigado en la tradición de la Iglesia y, al mismo tiempo, abierto a la novedad. La tradición es fuente de inspiración para buscar nuevos caminos, evitando las tentaciones opuestas del inmovilismo y de la experimentación improvisada.

El camino ascético cuaresmal, al igual que el sinodal, tiene como meta una transfiguración personal y eclesial. Una transformación que, en ambos casos, halla su modelo en la de Jesús y se realiza mediante la gracia de su misterio pascual. Para que esta transfiguración pueda realizarse en nosotros este año, quisiera proponer dos “caminos” a seguir para ascender junto a Jesús y llegar con Él a la meta.

El primero se refiere al imperativo que Dios Padre dirigió a los discípulos en el Tabor, mientras contemplaban a Jesús transfigurado. La voz que se oyó desde la nube dijo: «Escúchenlo» (Mt 17,5). Por tanto, la primera indicación es muy clara: escuchar a Jesús. La Cuaresma es un tiempo de gracia en la medida en que escuchamos a Aquel que nos habla. ¿Y cómo nos habla? Ante todo, en la Palabra de Dios, que la Iglesia nos ofrece en la liturgia. No dejemos que caiga en saco roto. Si no podemos participar siempre en la Misa, meditemos las lecturas bíblicas de cada día, incluso con la ayuda de internet. Además de hablarnos en las Escrituras, el Señor lo hace a través de nuestros hermanos y hermanas, especialmente en los rostros y en las historias de quienes necesitan ayuda. Pero quisiera añadir también otro aspecto, muy importante en el proceso sinodal: el escuchar a Cristo pasa también por la escucha a nuestros hermanos y hermanas en la Iglesia; esa escucha recíproca que en algunas fases es el objetivo principal, y que, de todos modos, siempre es indispensable en el método y en el estilo de una Iglesia sinodal.

Al escuchar la voz del Padre, «los discípulos cayeron con el rostro en tierra, llenos de temor. Jesús se acercó a ellos y, tocándolos, les dijo: “Levántense, no tengan miedo”. Cuando alzaron los ojos, no vieron a nadie más que a Jesús solo» (Mt 17,6-8). He aquí la segunda indicación para esta Cuaresma: no refugiarse en una religiosidad hecha de acontecimientos extraordinarios, de experiencias sugestivas, por miedo a afrontar la realidad con sus fatigas cotidianas, sus dificultades y sus contradicciones. La luz que Jesús muestra a los discípulos es un adelanto de la gloria pascual y hacia ella debemos ir, siguiéndolo “a Él solo”. La Cuaresma está orientada a la Pascua. El “retiro” no es un fin en sí mismo, sino que nos prepara para vivir la pasión y la cruz con fe, esperanza y amor, para llegar a la resurrección. De igual modo, el camino sinodal no debe hacernos creer en la ilusión de que hemos llegado cuando Dios nos concede la gracia de algunas experiencias fuertes de comunión. También allí el Señor nos repite: «Levántense, no tengan miedo». Bajemos a la llanura y que la gracia que hemos experimentado nos sostenga para ser artesanos de la sinodalidad en la vida ordinaria de nuestras comunidades.

Queridos hermanos y hermanas, que el Espíritu Santo nos anime durante esta Cuaresma en nuestra escalada con Jesús, para que experimentemos su resplandor divino y así, fortalecidos en la fe, prosigamos juntos el camino con Él, gloria de su pueblo y luz de las naciones.

La obediencia y la escucha Mt 17,1-9 (CUA2-23)

“Abraham marchó como le había dicho el Señor” (Gén 12,4). En la primera lectura de los domingos de Cuaresma,  hacemos un recorrido por la historia de la salvación. De hecho, la liturgia nos presenta las figuras de Adán y Eva, Abraham, Moisés, el rey David y el profeta Ezequiel, para culminar el Domingo de Ramos con el Siervo de Dios.

Pues bien, frente a la desobediencia de Adán y Eva, se subraya hoy la obediencia de Abraham.  El patriarca sale de su tierra y de la casa de su padre hacia una tierra y un destino que Dios le ha de mostrar. El suyo es un itinerario de fe y de esperanza. Un modelo para el camino que ha de seguir todo creyente.  

En el salmo se menciona hasta tres veces la misericordia de Dios (Sal 32). En la segunda lectura de los domingos cuaresmales, los textos, tomados de los escritos paulinos, subrayan la salvación que nos ha llegado por Jesucristo. Hoy san Pablo recuerda que Él “destruyó la muerte y sacó a la luz la vida inmortal, por medio del Evangelio” (2 Tim 1,8-10).

CUATRO DETALLES EXCLUSIVOS

 En el evangelio de este segundo domingo de cuaresma se lee todos los años el relato de la Transfiguración de Jesús en un monte alto. El texto de este año, tomado del evangelio de Mateo, contiene cuatro detalles exclusivos, relacionados por parejas: 

• Se concede a Pedro un cierto protagonismo. Es él quien se ofrece a levantar por su cuenta tres tiendas: una para Jesús, otra para Moisés y otra para Elías.

• Pero los evangelios de Marcos y Lucas añaden que Pedro no sabía lo que decía. Solo el evangelio de Mateo suprime esa observación que podría oscurecer su autoridad.

• Según este evangelio, al oír la voz de lo alto que los invita a escuchar a Jesús, los discípulos predilectos cayeron de bruces, dominados por el miedo.

• Pero solo este evangelio, al sentido del oído y de la vista, añade también el tacto. Jesús se acercó a los discípulos, los tocó y les dijo: “Levantaos y no tengáis miedo” (Mt 17,7).

LA VOZ DE DIOS DESDE LA NUBE

 Sin embargo, los tres evangelios sinópticos coinciden en un dato muy importante. Recogen la voz que procede de la nube, que es un signo habitual signo de la presencia de Dios: “Este es mi Hijo amado, en quien me complazco. Escuchadlo”.

• “Este es mi Hijo amado”. La Transfiguración de Jesús revela a los discípulos el rostro de Dios. Nunca podrá ser confundido con los dioses de los paganos. Con los ídolos de antes y los de ahora. El verdadero Dios es Padre y manifiesta públicamente su amor.

• “En él me complazco”. Jesús recoge la imagen del Siervo de Dios, al que se dedicaban aquellos hermosos cantos en la segunda parte del libro de Isaías. También Jesús ha sido elegido y enviado. Él es el predilecto de Dios. Y también él nos salvará por sus dolores.  

• “Escuchadlo”. En el Deuteronomio se pedía al hebreo que escuchase a Dios. Ahora Dios nos pide que escuchemos a Jesús. Él es la Palabra hecha carne. La Palabra definitiva de Dios. Escucharlo no es una frivolidad. Es aceptar su vida y su suerte, tomar su cruz y seguirle.

La Transfiguración, la transformación de lo divino en lo humano Mt 17,1-9 (CUA2-23)

1. Todos los años, en el segundo domingo de cuaresma, leemos el relato de la transfiguración. Corresponde, pues, en este domingo leer el texto de Mateo. Los pormenores del este relato mateano no nos alejaría mucho de su fuente, que es Marcos (9,2ss). Lucas (9,28ss) sí se ha permitido una autonomía más personal (como la oración, por dos veces, que es tan importante en el tercer evangelista y otros pormenores, como cuando Moisés y Elías hablan de su “éxodo”). Para el evangelista Marcos es el momento de emprender el viaje a Jerusalén y este es el punto de partida; Lucas ha querido adelantar la Transfiguración antes de emprender de una forma decisiva el “viaje” (9,51ss). Por tanto, Mateo es el más dependiente de Marcos a todos los efectos literarios. Deberíamos pensar que una experiencia muy intensa vivida por Jesús con algunos de sus discípulos, ha marcado la tradición de esta narración.

2. El hecho de que esté en este momento, tras la predicación de Jesús en Galilea y ya a las puertas de emprender el viaje definitivo a Jerusalén, resulta elocuente. No podemos negar que esta narración está concebida con el tono apocalíptico y con el lenguaje veterotestamentario pertinentes. Las dos columnas del AT, Moisés y Elías son testigos privilegiados de esta “experiencia”, en el monte (que nosotros lo conocemos como el Tabor, pero que no está identificado en el texto, y no es necesario). Porque el “monte” en cuestión es un símbolo, un lugar sagrado, un templo, el cielo… Precisamente esos dos personajes del AT tuvieron con Dios su experiencia en el monte, el Sinaí o el Horeb que es lo mismo. Por tanto, ya podemos llegar a percibir unas claves concretas de lectura a partir de estas semejanzas con los personajes mencionados. Por una parte están esos personajes para ser testigos de la “intimidad” de Jesús, el Hijo de Dios, pero en su necesidad más humana… Jesús, no es un impostor que habla del Reino a los hombres sin autoridad. Moisés y Elías testifican que no es así… si “conversan” con él es porque ellos le conceden a Jesús el “testigo” definitivo de la revelación. Pero este no es solamente un nuevo Moisés o un nuevo Elías… es el Hijo, como hace notar la voz celeste: escuchadlo!

3. Independientemente de la fisonomía literaria y teológica del relato, con las cartas marcadas por la cristología que respira la narración, nos preguntamos: ¿Qué significa la transfiguración? La transformación luminosa de Jesús delante de sus discípulos, ya camino de Jerusalén y de la pasión, es como un respiro que se concede Jesús para ponerse en comunicación con lo más profundo de su ser y de su obediencia a Dios. Jesús lee, digamos, su propia historia a la luz de su obediencia a Dios con objeto de llevar adelante ese plan de salvación para todos los hombres. Jesús no sube al monte de la transfiguración siendo el Hijo de Dios de la alta cristología, sino el hombre-profeta de Galilea que pregunta a Dios si el camino que ha emprendido se cumplirá. Por eso Lucas pone tanto interés en la oración, porque estas cosas se preguntan y se viven en la oración. Y las respuestas de Dios se escuchan también en la experiencia de la oración. De esa manera, los dos personajes que se presentan acompañando a la nube divina, Moisés y Elías, representantes cualificados del Antiguo Testamento, indican que ahora es Jesús quien revela a Dios y a su mundo. Los discípulos le acompañan, pero no pueden percibir más que una especie de sosiego que les lleva a pedir y desear “plantarse” allí, construir tiendas en lo alto del monte.

4. Pero los hombres están abajo, en la tierra, en la historia, y se les invita a bajar, como una especie de vocación; deben acompañar a Jesús, recorrer con él el camino de Jerusalén, porque un día ellos deben anunciar la salvación a todos los hombres. Jesús decide bajar de ese monte y pide a los suyos que le acompañen. Viene de “arriba” con la confianza absoluta de que su Dios lo ama… y ama a los hombres. Pero en Jerusalén no le otorgarán la autoridad que ahora le han concedido Moisés y Elías. También un día Moisés tuvo que bajar del Sinaí y se encontró con la realidad de un pueblo que se había fabricado un becerro de oro (Ex 32,1-35); Elías también descendió del Horeb (1Re 19), sabiendo que lo perseguirían las huestes de Jezabel que querían imponer a los dioses cananeos. Jesús tuvo que aclarar en el “monte” si su mensaje y su vida eran la voluntad de Dios. La voz celeste, por muy apocalíptica que suene, lo deja claro.

5. ¿Se debe o no se debe subir al monte de la transfiguración? Desde luego que sí. Y este es un relato que nos habla de la búsqueda de Dios y de su voluntad en la “contemplación” y en la “oración”. Esta es una de las razones por las que el relato de la transfiguración figura en la liturgia de la Cuaresma. No obstante, la enseñanza es palmaria: lo contemplado debe ser llevado a la vida de cada día, de cada hombre. Como Abrahán tuvo que dejar su tierra, los discípulos deben dejar la “altura infinita” del monte para abajarse, porque ese evangelio que ellos han vivido, deben anunciarlo a todos los hombres cuando Jesús resucite de entre los muertos. Probablemente Jesús vivió e hizo vivir a los suyos experiencias profundas que se describen como aquí, simbólicamente, pero siempre estuvo muy cerca de las realidades más cotidianas. No obstante, ello le valió para ir vislumbrando, como profeta, que tenía que llegar hasta dar la vida por el Reino. Se debe subir, pues, al monte de la transfiguración, para bajar a iluminar la vida.

Fray Miguel de Burgos Núñez

Fuente: https://www.dominicos.org/predicacion/homilia/5-3-2023/comentario-biblico/miguel-de-burgos-nunez/