“Samuel tomó la cuerna de aceite y lo ungió en medio de sus hermanos. En aquel momento, invadió a David el espíritu del Señor y estuvo con él en adelante”. En la primera lectura de los domingos de cuaresma del ciclo A, la liturgia nos presenta algunos personajes de la historia de la salvación.
Hoy recuerda cómo Samuel unge a David como rey de Israel (1 Sam 16,1-13). El texto enseña que los criterios de Dios no siempre coinciden con los criterios humanos. En este caso, Dios elige al último de los hermanos, que estaba en el campo, pastoreando el rebaño, casi olvidado por su padre Jesé.
El salmo responsorial evoca esa figura para ayudarnos a reconocer la providencia y el amor de Dios mientras proclamamos: “El Señor es mi pastor, nada me falta… Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo, porque tú vas conmigo (Sal 22).
Por su parte, san Pablo exhorta a los fieles de Éfeso a caminar como hijos de la luz, buscando lo que agrada al Señor (Ef 5, 8-14).
LA CEGUERA Y LA LUZ
Tanto el verso del Aleluya como el texto evangélico retoman el tema de la luz. Nada parece más opuesto a la visión clara que el barro. Sin embargo, cuando Jesús cura al ciego de nacimiento, escupe en la tierra, hace un poco de lodo con la saliva, con él unge los ojos del ciego y lo envía a lavarse en el estanque de “El Enviado” (Jn 9,1-41).
La escena ha sido muchas veces representada en el arte cristiano primitivo. La tradición vio en ella un símbolo del bautismo. En este domingo central de la cuaresma esta lectura refleja la misericordia del Señor y nuestra ceguera, la necesidad de la fe y del bautismo, las dificultades que acosan a quien cree en Jesús, que le ha dado la luz.
Al untar los ojos del ciego con el polvo que habitualmente los ciega, Jesús lo capacita para que pueda ver. Parece una contradicción, pero el mensaje es muy claro. Nuestra experiencia de fe nos enseña que sin la intervención del Señor, nuestra ceguera tiene difícil curación.
LA FUENTE DE “EL ENVIADO”
Como el ciego de nacimiento, también nosotros necesitamos que Jesús nos envíe a lavar nuestros ojos en la fuente de “El Enviado”. Para la tradición cristiana, aquellas aguas representan y recuerdan el bautismo, para el que se preparan los catecúmenos.
• “Ve a lavarte a la piscina de Siloé”. Necesitamos purificarnos de antiguos prejuicios, de imágenes inútiles y nocivas, de un espectáculo diario que nos fascina y nos encanta, que nos aliena y nos hace olvidar nuestro destino.
• “Ve a lavarte a la piscina de Siloé”. Es preciso recordar cada día el lavatorio original de nuestro bautismo y volver a recobrar el frescor primero que brotaba de las aguas que nos dieron nueva vida.
• “Ve a lavarte a la piscina de Siloé”. Solo en el contacto con el Mesías Jesús puede aclararse nuestra mirada para descubrir su misterio y nuestra dignidad.
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