“Yo vendré para reunir a las naciones de toda lengua:
vendrán para ver mi gloria, les daré una señal, y de entre ellos despacharé
supervivientes a las naciones…y anunciarán mi gloria a las naciones”. Estas palabras pertenecen a un oráculo de
Dios que aparece en la última parte del libro de Isaias que se lee en la misa
de este domingo (Is 66,18-21).
Este texto en prosa, con el que se concluye el libro,
parece reflejar las ideas de universalidad que suscitó el paso de Alejandro
Magno y la caida del imperio persa. El profeta anuncia la llegada de todos los
pueblos. En Jerusalén serán testigos de la gloria del Señor. Él hará un
prodigio en medio de ellos y enviará a los supervivientes como mensajeros ante
toda la humanidad entonces conocida.
Es impresionante esa esperanza que orienta la mirada
hacia el futuro. Todas las naciones que antes mostraraon su enemistad a Israel
serán admitidas a formar parte de ese pueblo. Es más, habrán de ser enviadas
por el Señor a una misión universal que nunca hubieran sospechado. Realmente,
los planes de Dios son impensables.
LOS DE CERCA Y LOS DE LEJOS
El evangelio no es sólo una profecía. Pero es también
una profecía. Y lo es no solo porque anuncie el futuro al que estamos llamados
los creyentes, sino porque abre una perspectiva a las esperanzas de toda la
humanidad. Así lo vemos en el texto que hoy se proclama (Lc 13, 22-30).
Comienza con una pregunta que uno dirige a Jesús:
“Señor, ¿serán pocos los que se salven?” A esa cuestión teórica Jesús responde
con una exhortacion práctica: “Esforzaos en entrar por la puerta
estrecha”. A continuacion añade Jesús
que algunos que se dicen creyentes no entraran por ella, mientras que algunos
paganos encontrarán el camino.
Los de casa siempre han dado por cierta la salvación.
Confiaban en sus muchos rezos y en las ceremonias religiosas con las que
pretendían disfrutar de su amistad con Dios y dar un público testimonio de
ella. A la hora de la verdad, descubrirán que esos signos externos no les
garantizaban la vida eterna. Serán excluidos de la cercanía de los patriarcas y
profetas.
Los otros, los que parecían enemigos de Dios y de su
pueblo, llegarán de los cuatro puntos cardinales “y se sentarán a la mesa en el
reino de Dios”. La imagen del banquete es muy elocuente. Y la lección es clara.
Los que llegan de lejos están más cerca de Dios que los que siempre habían profesado
creer en el Dios de sus padres.
MISERIA Y
FELICIDAD
En el centro del evangelio de hoy resuena la
invocacion con la que unos y otros pretenderemos entrar a formar parte del
banquete del Reino de Dios.
• “Señor ábrenos”. Esa habría de ser la petición más importante
en la oración de un creyente. Muchas veces le pedimos al Señor la salud para
nosotros o para nuestros seres queridos.
Y no está mal. Con esas peticiones reconocemos su grandea y nuestra
debilidad. Pero, sobre todo, deberíamos pedirle que nos admita en su eterna
intimidad.
• “Señor ábrenos”. Esa habrá de ser siempre
la oración de la Iglesia. Llamada a dar testimonio de la presencia del Señor en
el mundo, anuncia que un día se manifestará la verdad salvadora de su Reino. Y
bien sabe la Iglesia que el ser admitidos a ese banquete es una gracia
misericordiosa de Dios. Solo él puede abrirnos la puerta.
• “Señor ábrenos”. ¡Ya nos gustaría que esa fuera la oración de
toda la humanidad! Los que aún no han abierto su puerta al Señor o la han
cerrado, pueden confiar siempre en su misericordia. Esperamos que todos
comprendan que “la felicidad de esta vida, comparada con la felicidad eterna es
una auténtica miseria” (San Agustín, “Ciudad de Dios”, 19, 10).
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