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Una fe que ora (TOC29-13)



“Mientras Moisés tenía en alto las manos, vencía Israel; mientras las tenía bajadas, vencia Amalec”. Con esa sencilla contraposición se resume el éxito de los israelitas fente al ataque promovido por los amalecitas (Ex 17, 8-13).
Israel es bien consciente de que en su liberación fue imprescindible la intervención de Dios. Dios tomó la decisión de emprender el camino, ayudó a su pueblo a superar las barreras naturales, lo alimentó en el desierto y lo defendió de las escaramuzas que le tendieron las gentes que le iban saliendo al paso. 
La liberación era gratuita y comprometida a la vez. El itinerario del éxodo requería el valor, la constancia y la lucha de las gentes de Israel. Pero no hubiera sido posible sin la fe de Moisés que, confiando en el Señor, levantaba sus brazos a lo alto. Entonces y ahora, la fe motiva la acción y exige la oración.

UNA  JUSTICIA FORZADA

La oración de Moisés encuentra su reflejo en la oración de la viuda que aparece en la parábola  evangélica que hoy se proclama (Lc 18, 1-8). Con el estilio típico de los cuentos, se nos dice que había una vez un juez injusto. No es muy seductor el retrato que se hace de él: “Ni temía a Dios ni le importaban los hombres”. 
Durante mucho tiempo, ese juez corrupto se niega a hacer justicia a una viuda que le suplica. Si, al final, le presta una atención forzada, no es movido por la piedad o por la compasión.  Sólo para liberarse de la insistencia de la que le persigue, el juez decide cumplir con su propio deber y hacerle justicia.
Esa es la lección de la parábola. En esta ocasión la conclusión religiosa del relato nace precisamente de la contraposición. Si el juez humano escucha el lamento, lo hace en razón de su propia comodidad. Sin embargo,  Dios  escucha los ruegos de los que le suplican y les hace justicia porque él es justo y compasivo.

LA FUERZA DE LA SÚPLICA

Sabemos que la viuda era para Israel la imagen viviente de la pobreza y el desvalimiento. La parábola del juez inicuo que ignora su lamento nos lleva también a recordar la humilde suplica de esta mujer:
• “Hazme justicia frente a mi adversario”.  Son muchos  los que se sienten marginados o tratados injustamente en la sociedad y hasta en los estrechos límites de la familia o del puesto de trabajo. Lejos de ser alienante, la oración puede ayudarles a adquirir conciencia de la propia dignidad y de los propios derechos.
• “Hazme justicia frente a mi adversario”. También la Iglesia, como comunidad tantas veces humillada, puede y debe dirigirse a Dios implorando su misericordia y su justicia, cuando muchos de sus hijos son perseguidos hasta la muerte.
• “Hazme justicia frente a mi adversario”. Hay muchas personas que son privadas de sus bienes y de sus derechos por la prepotencia de los poderosos. Como decía Benedicto XVI en su encíclica “Salvados en esperanza”, la meditación del juicio de Dios es una escuela de esperanza para todos los hombres.

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