“Mientras
Moisés tenía en alto las manos, vencía Israel; mientras las tenía bajadas,
vencia Amalec”. Con esa sencilla contraposición se resume el éxito de los
israelitas fente al ataque promovido por los amalecitas (Ex 17, 8-13).
Israel es
bien consciente de que en su liberación fue imprescindible la intervención de
Dios. Dios tomó la decisión de emprender el camino, ayudó a su pueblo a superar
las barreras naturales, lo alimentó en el desierto y lo defendió de las
escaramuzas que le tendieron las gentes que le iban saliendo al paso.
La
liberación era gratuita y comprometida a la vez. El itinerario del éxodo
requería el valor, la constancia y la lucha de las gentes de Israel. Pero no
hubiera sido posible sin la fe de Moisés que, confiando en el Señor, levantaba
sus brazos a lo alto. Entonces y ahora, la fe motiva la acción y exige la
oración.
UNA
JUSTICIA FORZADA
La
oración de Moisés encuentra su reflejo en la oración de la viuda que aparece en
la parábola evangélica que hoy se
proclama (Lc 18, 1-8). Con el estilio típico de los cuentos, se nos dice que
había una vez un juez injusto. No es muy seductor el retrato que se hace de él:
“Ni temía a Dios ni le importaban los hombres”.
Durante
mucho tiempo, ese juez corrupto se niega a hacer justicia a una viuda que le
suplica. Si, al final, le presta una atención forzada, no es movido por la
piedad o por la compasión. Sólo para
liberarse de la insistencia de la que le persigue, el juez decide cumplir con
su propio deber y hacerle justicia.
Esa es la
lección de la parábola. En esta ocasión la conclusión religiosa del relato nace
precisamente de la contraposición. Si el juez humano escucha el lamento, lo
hace en razón de su propia comodidad. Sin embargo, Dios
escucha los ruegos de los que le suplican y les hace justicia porque él
es justo y compasivo.
LA FUERZA
DE LA SÚPLICA
Sabemos
que la viuda era para Israel la imagen viviente de la pobreza y el
desvalimiento. La parábola del juez inicuo que ignora su lamento nos lleva
también a recordar la humilde suplica de esta mujer:
• “Hazme
justicia frente a mi adversario”. Son
muchos los que se sienten marginados o
tratados injustamente en la sociedad y hasta en los estrechos límites de la
familia o del puesto de trabajo. Lejos de ser alienante, la oración puede
ayudarles a adquirir conciencia de la propia dignidad y de los propios
derechos.
• “Hazme
justicia frente a mi adversario”. También la Iglesia, como comunidad tantas
veces humillada, puede y debe dirigirse a Dios implorando su misericordia y su
justicia, cuando muchos de sus hijos son perseguidos hasta la muerte.
• “Hazme
justicia frente a mi adversario”. Hay muchas personas que son privadas de sus
bienes y de sus derechos por la prepotencia de los poderosos. Como decía
Benedicto XVI en su encíclica “Salvados en esperanza”, la meditación del juicio
de Dios es una escuela de esperanza para todos los hombres.
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