“Belén
de Efrata, pequeña entre las aldeas de Judá, de ti saldrá el jefe de Israel”
Así comienza la primera lectura que se lee en la misa de este cuarto domingo de
Adviento (Mi 5,2). Seguramente el profeta Miqueas recuerda la elección de David
por parte del profeta Samuel. En aquella pequeña aldea había ungido a aquel
joven como futuro rey de Israel.
La
pequeñez del lugar de origen marcaba un fuerte contraste con la grandeza del
reino que se vislumbraba en el futuro. Así que la observación de la pequeñez de
Belén resonaba en la memoria como una parábola y una profecía. Evidentemente,
Dios tiene su predilección por lo que parece insignificante a los ojos de los
hombres.
También
hoy, son los gestos de los más humildes y de los más pequeños los que nos
ayudan a abrir los ojos para descubrir las señales de Dios. Las palabras de los
más pequeños y marginados nos llevan con frecuencia a descubrir la verdad y la
actualidad del Evangelio.
EL
SALUDO Y LA ALEGRÍA
En el evangelio de Lucas que se proclama en
este cuarto domingo de Adviento (Lc 1, 39-45) aparecen dos mujeres. Las dos
están esperando un hijo, cuyo nacimiento parecía totalmente imposible. Dios nos
sorprende al elegir la pequeñez de Belén. Pero más nos sorprende por el modo
como viene el Mesías a nuestro mundo.
En
el relato se repiten por tres veces las palabras que se refieren al saludo
entre María e Isabel. El saludo es siempre signo de un encuentro humano. Es una
señal de cortesía. Pero es también manifestación de la buena voluntad. Implica
la mutua acogida. Y el intercambio de buenos deseos. De una buena noticia.
Por
otra parte, el saludo de María a Isabel suscita la alegría del niño, que salta
de gozo en el vientre de su pariente Isabel. María es modelo de evangelización.
Lleva consigo una buena noticia. En realidad su sola presencia es ya portadora
de un buen mensaje. Y de un buen Mensajero.
BENDICIÓN
Y DICHA
Isabel
acoge y saluda a María con un grito de
alegría. Y le dirige dos palabras típicas de la fe que ha heredado de su pueblo
y que se está convirtiendo en vida en su propia vida.
•
“¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre!” María y su
hijo son depositarios de las bendiciones del Altísimo. Pero esa bendición no es
un privilegio para ser guardado con celo. Tanto el Hijo como la Madre habrán de
ser fuente de bendición para generaciones enteras de creyentes.
•
“Dichosa tú que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá”. A
María se dirige la primera bienaventuranza del Evangelio. Efectivamente, ella
es feliz no sólo por su maternidad, sino por su fe. Como dice san Agustín, “la
Palabra de Dios se hizo vida en su vientre porque antes se había hecho verdad
en su mente”.
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