Hoy se lee el final del libro
bíblico de las Crónicas (2 Cr 36, 14-23). A primera vista puede parecer un
texto poco apropiado para una celebración cristiana. Pero si bien se mira, es
impresionante. En muy pocas líneas se traza todo un esquema de la historia de
Israel contemplada a la luz de la fe.
Como en las grandes obras literarias, también aquí se evoca el eterno
conflicto entre el mal y el bien. El mal
está representado por la corrupción de los dirigentes del pueblo que se han
pasado al paganismo y han profanado lo más santo. Pero también, por la apatía
de todo el pueblo que no supo reaccionar y despreció a los que le invitaban a
cambiar.
Como en la vida misma, en el pecado se encuentra la
penitencia. Quien tira piedras a lo alto puede terminar descalabrado por ellas.
Cuando un pueblo y sus gobernantes olvidan los caminos del bien, se encaminan
fatalmente a su ruina. En este caso, al derrumbe de sus estructuras y al
destierro.
Con todo, el texto sagrado mantiene una esperanza,
que surge de donde menos se espera. También los opresores que deportan al
pueblo sucumben a su propio orgullo.
También ellos han de sufrir la derrota y la humillación de su
arrogancia. Dios escribe derecho con renglones torcidos. Y en el horizonte
surge un salvador. Ciro se sabe enviado por Dios.
CREER O NO CREER
Para una lectura hebrea de la
historia, Ciro, rey de los persas, es un instrumento de Dios. Devuelve la
libertad a Israel y permite la reconstrucción del templo. Para la lectura
cristiana de la historia, Ciro es un anticipo del que había de venir. Sin armas
y sin ejército, Jesús será el definitivo libertador. El Ungido de Dios, enviado
a salvar a toda la humanidad.
El evangelio de Juan que hoy se
proclama (Jn 3, 14,21), recoge el diálogo de Jesús con Nicodemo. Aquí la fe
cristiana dialoga con la herencia judía. Se recuerda la serpiente de bronce que
Moisés levantó sobre un mástil en el desierto para evitar la muerte de su
pueblo. Y se anuncia que también Jesús será elevado para dar la vida a los que
crean en él.
Así pues,
Jesús es el Salvador esperado por su pueblo y necesitado por todos los hombres.
De sus labios brota el resumen de todo el Evangelio: “Tanto amó Dios al mundo que entregó a su
Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan
vida eterna”. Esa es la “buena noticia”.
Con todo, la salvación es gratuita pero no es mágica.
La salvación demanda la respuesta del hombre.
“Creer” es la clave. “El que cree en Él no será condenado”. Pero si la
salvación requiere la responsabilidad, también la implica la perdición: “El que
no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de
Dios”.
LAS
OBRAS Y LA LUZ
La
llamada de Dios espera la respuesta humana. Es más, la llamada de Dios deja
siempre en evidencia el sentido de esa respuesta. Y esa respuesta se refleja en
el estilo de la vida. En la moralidad o inmoralidad de la vida. El mensaje de
Jesús parece ampliado por las palabras del evangelista:
• “El que obra
perversamente detesta la luz, y no se acera a la luz, para no verse acusado por
sus obras”. Lo dice también la tradición secular de los pueblos. La sabiduría
popular ha recogido esta experiencia en refranes y leyendas. En el Evangelio la
luz ha de escribirse con mayúsculas. Quien obra el mal detesta a Jesús, Luz del
mundo
• “El que realiza la verdad se
acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios”. El
bien ha de ser bien hecho. Hay un modo de salir a la luz que puede ser
perverso, cuando el agente sólo desea brillar y ser alabado. En el Evangelio,
quien sigue la luz de Cristo sólo en Dios pone el criterio de sus actos y
actitudes
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